sábado, 6 de diciembre de 2008

Pedrito y Silvia



Ana Teresa Pérez-Leroux


Para Mari, que quería oír una historia de amor.


Las damas daban vueltas a la glorieta del parque en una dirección. Como estaba estipulado, los jóvenes caballeros, potenciales pretendiente, circulaban en la dirección opuesta.  Silvia se unió a las primas Morales y sus amigas por primera vez esa tarde de domingo. Tenía dieciséis años, y su belleza era mas delicada que la de los encajes de holanda que adornaban su vestido de lino color hueso.   Tenía enormes ojos azules, cabellos finos y castaños, de suaves ondas. Llevaba puesto un collar de semillas de corozo enganchadas en plata. Delicada la belleza, y delicado el juicio.  No era dada al mal habla, pero tenía un juicio certero, que nunca dejó empañar ni por odios ni por deseos. 


En la tercera ronda al parque, la mirada directa de un hombre alto, de ojos oscuros y graves penetró el risueño revolotear del grupo femenino.  Desde ese entonces su mirada no se le apartó.  Pedro Leroux era bastante mayor que ella; ya hombre hecho, en edad de formar familia, y ya había forjado alianzas, y se le tenía en cuenta en la sociedad del pueblo de Puerto Plata.  Acababa de iniciar un gran proyecto: la construcción de una gran fábrica de hielo, la primera en el país.  Su acierto en las finanzas, su reputación de hombre honesto le había ganado la confianza de la gente, y el nombramiento de presidente del ayuntamiento. Al poco tiempo de aquel encuentro en el parque, le presentó la propuesta.  Silvia escuchó en silencio y prometió respuesta pronta.  Las primas trinaban alegres, que lo alto que era, que si era un buen pretendiente, que si era muy buen mozo, o tal vez lo sería, si tuviese el gesto menos serio y las orejas no tan grandes.  Que si sería difícil tener por cuñadas las formidables damas Leroux, que manejaban su hogar con manos de hierro que podrían ser la envidia de cualquier general de Napoleón. Que si decían los vecinos que en esa casa se mantenían las costumbres a la europea, y se enceraban las balaustradas de madera cada mañana. Silvia ignoró los comentarios y sonrió.  Daría el sí.  Toda las informaciones que requería las había recibido de la profunda mirada de esos ojos serios y castaños.


Comenzó el cortejo formal.  Las visitas tenían lugar sentados en la sala, acompañados por chaperona. La chaperona, generosa, siempre recordaba disculparse un minuto, dando ocasión a que la visita terminara con breves besos que olían a clavos y a lavanda. Una noche, tras la visita usual del pretendiente, la madre de Silvia se sentó en el balconcito, a ver las estrellas, lejanas como futuros, y a aspirar el aroma del pachulí, dulce y cercano. Entre el ruido de los grillos, y la música del parque central, creyó oir un pequeño ruidito.  Parecía un pequeño sollozo, o gemido agudo de un perro lejano. Se detuvo a atender. Por un momento el sonido desapareció, y luego se inició de nuevo. Descubrió que era una voz humana, como desde lejos. “…ayúdame…”.


Bajó corriendo las escaleras y salió a la calle. En lo negro de la noche, descubrió un bulto.  Gritó hacia la casa, “vengan, que pasa algo…” y se dirigió a la figura tirada al borde de la cuneta.  Era Pedrito, que todavía gemía, en tonos inaudibles.  Estaba cubierto de sangre. Salieron todos de la casa, y Silvia se arrodilló a su lado “Estoy aquí, Pedrito, ya estoy aquí.”  Luego contaban las tías, que su escrutinio minucioso en el ayuntamiento había dado luz sobre ciertas irregularidades, y a que a uno de los empleados le había requerido explicación acerca de un dinero faltante.  Nunca arrestaron a los hombres que lo habían esperado en la oscuridad de la calle para matarlo a palos, pero esos no le preocupaban, si no el que dio la orden. Sobrevivió casi por milagro, pero como no creía en tentar el destino, desde aquel día siempre caminó con un bastón negro ornamentado que ocultaba una sevillana, cuyo filo, plateado y mortal, fascinaría a los nietos cuarenta años mas tarde.  


Pedrito y Silvia se casaron, y tuvieron ocho hijos, uno atrás del otro.  Su amor sobrevivió los vaivenes, la perdida de Rosa María a los ocho años, y la enfermedad de Silvia. A los cuarenta y ocho años, atormentada por los sangramientos incesantes de su menopausia temprana, y el horror del asesinato del hermano, perdió el tino.  Pedro la llevó a capital, donde los tratamientos de electro-choque acabaron con lo poco que quedaba de su cordura, y quedó sumida en profunda depresión punteada por episodios de delirio y demencia.  En su mente fragmentada podía ver en un instante los hijos, amorosos y preocupados, y en el otro, los habitantes de sus pesadillas, los matones del régimen haciendo un circulo de odio sobre aquellos que tanto ella quería. A veces tomaba un cuchillo, para defenderlos de enemigos invisibles, y entonces uno de los hijos se acercaba y le quitaba suavemente el arma.  Pedro hizo sentar a los hijos y les explicó: su madre esta enferma, y la vamos a cuidar entre todos.  No permitió que a nadie sugiriera encerrarla, como se hacía con los locos en aquella época.  Seguía encargando que le trajeran perfumes y medias de seda de Paris, y cortejándola como en los días del collar de corozo y plata. Desesperado por la falta de mejoría, dejó los negocios a manos de los hermanos, y repartió los hijos entre tías y colegio de monjas, y se fue en el primer barco a Nueva York con Silvia. 


Cada semana de esa ausencia Pedro le escribió a su hija. “Querida hija, En esta ciudad fría, he descubierto que es mejor tener un buen amigo, que un millón de dólares.  Trabajo en la ciudad en la semana, y los sábados visito a tu mamá…” La había dejado en el hospital de Hartford. Allí le aliviaron los síntomas con terapia de trabajo, en la cual reaprendió a bordar y a hacer crochet, destrezas olvidadas de su juventud.  Al año regresaron a Puerto Plata, pero la normalidad solo retornó cuando las drogas contra la esquizofrenia entraron al mercado.  Vivieron juntos una madurez dulce.  Pedro logró pasar los años de la dictadura sin entregar su dignidad, y vivió en tranquilidad los años que la siguieron.  Murió a los setenta y ocho, tras breve enfermedad.  Silvia lo sobrevivió por mas de veinte años. Con los años y la artritis se había puesto muy pequeña, pero los ojos enormes, azules y límpidos eran los mismos del día del parque de la glorieta.  El día que se fue, sorprendió a las hijas cuando dijo, en tono lejano, sin nota de tristeza:  “Ah, sí, Pedrito. Tanto que me quiso.”


sábado, 22 de noviembre de 2008

Demasiada intimidad




Aurora Lauzardo

A Vanessa Vilches, belle dame sans merci

La mañana de las elecciones, como de costumbre, preparé el cafecito, encendí el cigarrito y me senté a leer mi correo electrónico con los perros aún desperezándose a mis pies. Una amiga me había escrito para que no dejara de leer las cuatro entrevistas a las cuatro compañeras de los candidatos a la gobernación. A la velocidad de un clic llegué a la página en cuestión y cuál no fue mi asombro a medida que mis ojos volaban sobre las palabras y mi cerebro, que aún no había alcanzado el nivel operacional de cafeína, trataba de procesar su sentido.

El título, Diálogo íntimo con ellas, anunciaba el tipo de entrevista que jamás se le habría hecho, no ya a Fortuño, Irizarry Mora, Figueroa o Acevedo Vilá como candidatos, sino a Krans o Cantero Frau en su papel de consortes o como se llame al marido de una gobernadora, que desde luego no será primer caballero.

Por algún misterio que mi flaco y mujeril entendimiento no alcanza a comprender, nos dicen que (parafraseo la entrevista) su condición de compañeras de los candidatos a la gobernación eleva a estas mujeres, a estas "damas” hermosas, inteligentes, determinadas, valientes y de indudable criterio, a una posición en que “impactan decisiones de consecuencias mucho más amplias que las nuestras”. Leo esto y pienso en las consecuencias de tanta decisión femenina importante que se toma a diario en esta isla fuera de los muros de La Fortaleza (en los quirófanos, los salones de clase, las oficinas). Me confunde la nomenclatura, el uso indistinto de las palabras mujer, dama, compañera, esposa y “en calidad de novia”.

Que las compañeras de los candidatos accedieran a participar en una entrevista en que la primera pregunta era si se habían hecho o se harían una cirugía plástica y por qué, se podría entender y hasta disculpar "en nombre del amor, de la admiración, de la solidaridad y, sobre todo, de la entrega incondicional a las aspiraciones de sus compañeros" (aunque me habría gustado conocer la amplitud de las consecuencias de que, justo antes de las elecciones, alguna de ellas hubiese tomado la impactante decisión de negarse a contestar). Pero en el contexto de unas elecciones locales en las que por primera vez se cuestionó la vigencia y pertinencia del puesto de Primera Dama y hubo hasta quienes tuvieron la valentía de proponer que se eliminara; en el contexto de un país en el que una Resolución 99 amenaza contra la dignidad y los derechos de tantas familias no tradicionales; me desconcierta que el periódico de mayor circulación del país haya realizado semejante entrevista y que la publicara, precisamente, el día de las elecciones.

Me pareció que las preguntas atentaban contra la inteligencia, no sólo de las entrevistadas, sino de las lectoras, que preferiríamos saber menos de la intimidad de los compañeros candidatos y más de lo que piensan estas mujeres tan poderosas sobre temas políticos, económicos y sociales; o de sus haberes profesionales; o de sus ideas y planes para el inevitable puesto de Primera Dama; o cuál fue el último libro que leyeron, cuál es su película favorita, qué tipo de música les gusta escuchar. La entrevista – idéntica para todas, como si se tratara de una versión puertorriqueñizada de las Stepford Wives  – las reducía a un universo doméstico que se fundamenta en la concepción más conservadora de la familia, el matrimonio heterosexual, el hogar perfecto compuesto por papá, mamá e hijos, portadores ellas y ellos de los más altos valores morales. Si no, ¿cómo se explica que les preguntaran cómo actuarían si su hijo les dijera que va a ser padre sin haberse casado? Así, sin matices, atenuantes ni agravantes. ¿Cómo se contesta a una pregunta como ésa? Pues, mire usted, dama, si mi hijo tuviera 9 años y me dijera que preñó a la vecinita me desmayaría; pero si tuviera 25 y estuviera feliz por ello, me lo comería a besos. ¿Cuál es el problema, la criatura que viene en camino o que los padres no estén casados? ¿Y si el hijo o la hija no creen en el matrimonio? ¿Y si el hijo o la hija son homosexuales, bisexuales o transexuales que quieren formar una familia no tradicional?

Para hablar de sexualidad e intimidad con ellas, ¿por qué no les preguntaron su opinión sobre la Resolución 99 y el derecho inalienable de cada cual de disfrutar de su intimidad como le parezca? ¿Por qué no les preguntaron su opinión sobre los derechos reproductivos de las mujeres? ¿Por qué no les preguntaron su opinión sobre la educación sexual en las escuelas? De verdad que nada aporta a mi vida ni a mi bienestar conocer las fantasías sexuales de las compañeras de los candidatos, ni saber lo que hacen sus compañeros para seducirlas, ni dónde se dieron el primer beso.  Aunque confieso que, después del martes, abrigo secretamente la esperanza de que el sentido del humor de nuestro gobernador electo le resulte tan seductor a la Legislatura como a la Primera Dama.

Si la intención del periódico era reforzar en los electores unos valores familiares tradicionales, por virtud de los cuales los hombres/compañeros/candidatos, en el peor de los casos, sacan la basura sin que los manden y, en el mejor, lavan, cocinan y friegan; o si  lo que perseguía era darle un toque femenino light a un panorama político y económico desolador, entonces puedo entender por qué se publicaron estas entrevistas el día de las elecciones. Y, si es así, por favor, permítanme sugerir sólo una preguntita más para las candidatas a Primera Dama, la pregunta número 17, no es una pregunta sexy pero es algo que inquieta a mi amiga Vanessa y, supongo, a muchas otras lectoras: ¿qué hacen cuando se les queman las habichuelas?

Diálogo íntimo con ellos: las 5 preguntas que todos queríamos hacerles a los candidatos a la gobernación de Puerto Rico (gracias a Yvette Torres y Vanessa Vilches Norat por las sugerencias). 

1.     ¿Ha usado o usaría Viagra alguna vez? ¿Por qué?

2.     ¿Qué marca de bolsas de basura recomienda a los esposos puertorriqueños?

3.     ¿Cuál es su secreto de belleza mejor guardado?

4.     ¿De qué color son los huevitos que el Conejito de Pascua les trae a sus hijos?

5.     Y la dama, ¿fue la primera?

viernes, 10 de octubre de 2008

I can't take it anymore


Mari Mari Narváez

“La guerra cotidiana con las palabras no respeta fronteras”.
-Gabriel García Márquez


-“Me llaman en un momento en que I don’t know what to do”.
-“Él es una persona like soooo cute”.
-“I couldn’t even move, estaba super enferma”.

Pensé que era un fenómeno exclusivo de esta joven que me hablaba siempre de prisa, siempre con gran expresividad. “Está un tanto confundida”, pensé. “Ve demasiado cable”.
Pero luego me fijé un poco más en mi alrededor y me di cuenta de que no sabía en qué país estaba viviendo. No sé por qué rayos pero en los últimos meses me ha tocado conocerlos: son muchos y muchas los seres que han insistido en hablarme esa mescolanza para detrimento de mi hígado. Hasta en el periódico han salido testimonios de personas hablando en ese Spanglish insolente. Y no, no se trata de gente que se ha criado en Estados Unidos o que son hijos de un padre anglosajón. Tampoco de aquellos que han vivido o estudiado largos periodos en Estados Unidos. Eso era lo que yo creía pero mi pequeña investigación me ha revelado que es gente de aquí, de aquí como el coquí.

¿No se suponía que aquel intento a principios del siglo XX de imponer el inglés había fracasado estrepitosamente?
No soy una purista del idioma. Hay cosas que me parecen muy naturales, entre ellas, el empleo cotidiano de alguna que otra palabra del inglés, un idioma al que nos exponemos constantemente.

Los errores gramaticales tampoco me irritan tanto como a otros colegas. Para una persona que vive de la escritura, es inevitable andar por la vida al acecho de esos errores. Imperceptibles o abrumadores, una siempre anda con la extraña ilusión de que nunca es demasiado tarde para corregirlos. No se puede evitar. Si se está en un restaurante, se editan mentalmente los menús. En la carretera, nos regocijamos alterando los letreros con imaginación. Aunque hay bastantes errores en los rótulos del Estado, los más imaginativos son los letreros sencillos de la gente que vende todo tipo de bebidas y alimentos a lo largo de las carreteras.

Hay algo de tristeza en eso de ver las faltas ortográficas por todas partes porque una se da cuenta de que la educación formal aún es un fenómeno exclusivo en este país. Pero, de veras, no me parece tan grave lo primero. Aunque puede causar una cierta dificultad al receptor, una palabra mal escrita no desvirtúa el mensaje cuando existe la voluntad de comprenderlo. El contexto y el medio son tan importantes y reveladores como el mensaje mismo.

Lo que sí es verdaderamente trágico es la trivialización del idioma; ese modo sistemático en que se viene a menos, no por mutación natural o por folklor sino por la dejadez, que es el primer síntoma del desamor.

Estas personas -casi siempre jóvenes o jóvenes adultos- que me hablan mitad en inglés y mitad en español, no lo hacen por necesidad. Saben hablar ambos idiomas. De hecho, tienen altos índices de escolaridad. Y sin embargo, prefieren quebrantar el vernáculo, que es el único que se quiebra cuando el otro se impone. Es decir, hablan en mescolanza por decisión, y me temo que ese es el verdadero peligro: son personas, puertorriqueños y puertorriqueñas, que no han aprendido a amar su lengua, y posiblemente tampoco han aprendido a amar en su lengua.

Tengo decenas de notas sueltas sobre el español. Siempre digo, por ejemplo, que los sinónimos son una ilusión. No hay uno que valga cuando sólo una (esa) palabra ocupa un espacio en el silencio hasta romperlo. Es en su ruta hacia el ruido que cobra vida, y logra, no sólo romper el aire con su sonido o el espacio en blanco con su aparición, sino todo cuanto pueda hallar vulnerable a sus alrededores. Sólo por eso es posible herir sin levantar las manos, ni siquiera demasiado la voz.

El mismo fenómeno ocurre con la traducción. En mi vida, sólo los amigos que hablan español han podido conocerme profunda y esencialmente. Por más amor y empatía que hayamos creado, nunca he podido develarme con integridad ante buenas amistades en otro idioma. Es ahí cuando una se percata de que el idioma es más que expresión: es unión íntima, es desahogo y es también libertad. ¿O acaso no es la palabra nuestro instrumento más cercano de liberación? Sólo hay que conocer las letras, sus significados en conjunto y saberlos dibujar o articular. Ni siquiera hay que colocar bien los acentos, los puntos ni las mayúsculas para sentir la libertad en una expresión que a veces puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte.

Ese alcance tan hondo de nuestro idioma, ese estudio incandescente que evoca un solo puñadito de letras, debe ser una de las razones más grandes para quererlo, para defenderlo. Y no hablo de una defensa política, legislativa ni judicial. El Estado, como la Real Academia, siempre está en la retaguardia de todo cuanto lo convoca. Hablo de una defensa de vida. Por las vías que sean necesarias, asegurarnos de que todo el mundo tenga la herramienta liberadora de su palabra, tanto en su forma oral como en la escrita; Una especie de derecho a la pertenencia de un vocabulario íntegro, de una manifestación colectiva y personal; Un vocabulario que, por tanto, sea amplio, flexible, muchas palabras son muchas ideas. Una lengua que, sobre todo lo demás, sea nuestra, únicamente nuestra: de nuestros antecesores, de nuestros hijos, de sus biznietos. Un idioma que nos permita seguir estudiando nuestro pasado y nuestro presente por siempre, para que nuestros descendientes nos lleguen a conocer, o por lo menos a comprender, y puedan negarse a repetir nuestros errores o decidir lanzarse río abajo en busca de las soluciones que nunca logramos.

Pero entonces, justo cuando estoy endosando mi pacto de amor con el español, vuelvo a escucharla allá en el fondo como un eco incesante. “Fulana, I really don’t get it”. “Por favor, me puedes ayudar aquí con este little problem?”.
Ahí es que yo me lo repito una y otra vez: “I can’t take it anymore!”.

lunes, 22 de septiembre de 2008

De macacoas cibernéticas y otros tormentos


Aurora Lauzardo

No soy lo que se llama por ahí un ave madrugadora. Mis mañanas siempre han sido difíciles. Todo comenzó el día que nací. Fue a eso de las 5 de la mañana, sí, casi como el poema de Lorca, a las cinco en sombra de la mañana, y a esa hora, me sacaron de donde estaba yo tan cómodamente dormida, me prendieron la luz, me dieron una nalgada y me echaron agua por la cabeza. Qué abuso. Desde entonces, madrugar me causa un gran desasosiego.

Para aplacar ese desasosiego, trato de levantarme cuando ya ha salido el sol, no me peso para no angustiarme, me lavo la cara y me encamino hacia a la cocina en la dulce y callada compañía de mis perros, me preparo un cafecito y miro mi correo electrónico. Mis amigos siempre me escriben alguna notita simpática o me envían fotos divertidas y la agenda de Google me anuncia las actividades del día. Nunca miro el periódico a esa hora para no arruinarme el día.

Pero hay mañanas, como la de hoy, en que me despierta el estruendo del camión de la basura a las 5 en sombra de la mañana y ya no puedo conciliar el sueño. Mal augurio… Hago mi ritual matutino y, mientras bato el azúcar del café, trato de convencerme de que todo estará bien y que no ocurrirá ninguna catástrofe. Entonces, abro mi correo electrónico y ¿qué me encuentro? Una cadena!! Y además, la envía mi querida amiga Carola García con un “sorry” bastante poco arrepentido. No puede ser. La abro, no la abro, la abro, no la abro. No la abro, no, no y no. Pero el gusanito de la curiosidad se contonea seductoramente ante mis ojos, como se debió contonear la serpiente mala que tentó a la pobre Eva en el paraíso. Sucumbo. La abro. Después de una longaniza de nombres de destinatarios a quienes imagino en el duro trance en que me encuentro, aparece una imagen, bastante fea, por cierto, de Krishna y Radha en un pabellón y, al calce, la siguiente advertencia: “El Presidente de Argentina recibió esta foto y lo llamó correo basura. A los 8 días su hijo falleció. Un hombre recibió esta foto e inmediatamente envió copias. Su sorpresa fue ganarse la lotería. Alberto Martínez recibió esta foto, se la entrego a su secretaria para que hiciera copias pero se le olvido enviarlas. Ella perdió su empleo y el perdió su familia. Esta foto es milagrosa y sagrada, no olvides enviarla dentro de 24 horas a 20 personas. No olvides enviarla y recibirás un sorpresa grande.!!”

Como diría mi santa abuela, no hay derecho. De verdad que no. No basta con que vivamos en un perpetuo estado de susto: susto cuando le echamos gasolina al carro y vemos que 20 pesos no dan para llenar ni medio tanque; susto frente a la cajera del supermercado, aún después de someter el carrito a dos o tres evaluaciones rigurosas de estricta necesidad; susto al cruzar la calle, incluso en el paso de cebra, de que un conductor distraído nos atropelle con todo y perros; susto de que no nos llegue nunca el reintegro de Hacienda; susto de que nos obliguen a ponernos un microchip; susto de que venga un ciclón o un tsunami o de que tiemble la tierra; susto de que construyan una torre de apartamentos al lado de nuestra casa; susto de que quiten el IVU y lo vuelvan a poner; susto por el tapón, la violencia, la insolencia de nuestros políticos, por el resultado de las elecciones de noviembre; susto por el calentamiento global; en fin, susto hasta de morirnos de repente, como dice la canción, sin haber hecho lo suficiente.

Y como si no fuera bastante, para sacarnos aún más de quicio, nos envían correos electrónicos truculentos, nos echan a perder un viaje advirtiéndonos que hay unas arañas muy venenosas que se esconden en los inodoros públicos, nos crean falsas expectativas de que Bill Gates nos enviará un cheque de 250 pesos o que el verdadero amor tocará a nuestra puerta si reenviamos un mensaje a 15 personas en una hora; o, peor aún, nos amenazan con pérdidas, muertes y toda suerte de desgracias, incluso con el tormento eterno de nuestras pobres almas pecadoras, si rompemos la cadena.

Y yo, que trato de ser racional, como mi compadre, el Dr. Calderón, que es psiquiatra y una persona muy racional, hago todo lo posible por sobreponerme. No voy a reenviar el mensaje. Me niego a participar de la necedad globalizada. Me niego a arruinar la imagen a la que aspiro de mujer inteligente que no cree en supersticiones (bueno, salvo la de que las orquídeas traen mala suerte, por respeto a mi abuelo, y, bueno, la de echar la sal que se derrama con la mano derecha por el hombro izquierdo, por respeto a mi abuela, y, bueno, también la de no prender un cigarrillo con una vela para que no muera un marinero, por respeto a mi padre, pero hasta ahí, que me he superado mucho desde que salí del colegio de monjas).

Recurro a la indignación para contrarrestar la aprehensión. Me dan ganas de llamar a Carola y decirle cuatro cosas, entre ellas, que no la perdono. Pero también aspiro a ser tolerante con el temor ajeno. La perdono y me pongo a trabajar, bebo café descafeinado con extracto de ganoderma para calmar los nervios, doy un largo paseo con los perros, converso con los vecinos como si no pasara nada. Pero la bendita imagen de Krishna con la flauta se queda reinándome todo el día y pienso en el pobre Alberto Martínez y su desdichada y olvidadiza secretaria, a quienes me siento virtualmente hermanada. Recurro a la artillería pesada: rezo la oración del Espíritu Santo y hasta le prendo una vela a la Virgen de la Caridad del Cobre. Pero ahí está la espinita… Vuelvo a mirar mi correo electrónico, vuelvo a abrir el mensaje. El botón de Reenviar me luce más grande y brillante que el de Borrar. Mi dedo índice coquetea con el ratón. Cierro el mensaje. Recuerdo el dicho gallego: yo no creo en las brujas, pero de que las hay, las hay. Vuelvo a abrir el mensaje. Repaso mentalmente los contactos que serían capaces de perdonarme en caso de emergencia. No llegan a 20 ni de broma. ¿Y si se lo reenvío 20 veces a Carola? Eso apenas serviría de atenuante a la macacoa. Por suerte, aún me queda un par de horas para decidirme. Reenviar o Borrar, ése es el dilema. Ése y ¿quién diablos será Alberto Martínez?

Del horóscopo y sus efectos


Por Sofía Irene Cardona


Si quiero por las estrellas saber, tiempo, dónde estás, miro que con ellas vas, pero no vuelves con ellas.
-Luis de Góngora

Estaba de moda la canción de Aquarius. Mi hermana participaría en un desfile al son de esa tonada y le mandaron a hacer un traje largo dorado como de sirena terreste y un peinado altísimo como una colmena de abejas. Iba como reina de un signo (¿virgo, cáncer?), por invitación de uno de nuestros primos riquitillos, a una actividad popof del Club Rotario. Llevaba un portaestandarte dorado y escarchado que la hacía lucir, sumando traje y moño, como soberana de las estrellas. Qué fácil es ver glamur a los ocho años. Qué divertida fue la era de acuario.

Esa fue la ocasión en que conocí los signos del zodiaco. Mi hermana era virgo, me informaron, yo piscis. Empecé a encontrar horóscopos en todas las revistas femeninas que caían en mis manos y pronto descubrí que también lo publicaban en el periódico El Mundo, en una discreta columna, alargada y perpetua como debe ser una carta astral. Tardé un poco más en enterarme de que se trataba de una actividad milenaria y de que importantes mandatarios de todos los tiempos se la habían tomado muy en serio. Todo esto sucedía cuando aún Walter Mercado era el adivino absoluto. Desde entonces, sin embargo, repasé mi horóscopo con bastante indiferencia, hasta el otro día, en que me enfrenté, por primera vez, al rigor de los astros.

“¿Que tú eres piscis?” Corearon al unísono dos amigas con las que almorzaba, cuando respondí, sin mucho entusiasmo, la pregunta habitual de clasificación astrológica. Su incredulidad no tenía límites, a juzgar por los cuatro ojos, redondos como platillos. Según su sentencia unánime yo era una perfecta capricornio. Confieso que en el momento me confundió el vocablo (¿por qué me insultan?) y luego me inquietó mi falta de correspondencia con los designios astrales.

Atragantándome discretamente el bocado, pensé que de alguna forma mi comportamiento retaba a las más altas potestades y corría peligro. Algo raro me sucede. Por otro lado, me sentí halagada. Anjá, entonces no soy tan predecible como me achaca mi prima. Desafío los designios celestiales. Bravo. Soy una mujer misteriosa. Siempre he querido ser una mujer misteriosa, pero mi aplastante sentido del ridículo no me lo permite. Como quiera, decidí investigar un poco más de tan encumbrado asunto.

Pues bien, ya se sabe que el horóscopo es un método de adivinación fundamentado en la posición de los astros en el momento del nacimiento. Averigüé que el término deriva de oros, horizonte, y skopeo, examinar. De manera que el sabio, acomodado cerca de la partera, tan pronto escucha los primeros berridos de la criatura, sale de la choza a examinar el horizonte. Entonces, proclama. Ante tan abrupto y arbitrario método de predestinación, me sorprende la cantidad de personas que se toman muy en serio su carta astral.

Dicen los que saben y editan las páginas de la Wikipedia que la creencia en la efectividad del horóscopo se potencia por un fenómeno psicológico por el cual las personas privilegian las coincidencias. Allí dice: “La vaguedad, unida a la alta probabilidad de las supuestas predicciones, permiten un índice de aciertos bajo, pero lo suficientemente alto para que funcione el mecanismo psicológico descrito”. Será por eso que, según se cree popularmente, las mujeres somos las más habituales consultoras del horóscopo.

Me intriga la idea generalizada de que es una obsesión femenina. ¿Será verdad? Es cierto que no falta en ninguna revista mujeril una sección astrológica, pero es perfectamente comprensible, pues la lectura zodiacal se apoya en la noción del ciclo continuo de las cosas y las criaturas femeninas somos más propensas a creer en el regreso de los cultivos, la ruta de las nubes, los malos humores y el periodo menstrual. Sin embargo, la historia indica que ha sido una obsesión que rebasa el género. Para muestra, un botón. Ya en el siglo XVII un poderoso conde, Albrecht von Wallenstein, encargó nada menos que al astrónomo Johannes Kepler el cálculo de las órbitas de los planetas con el exclusivo fin de determinar las influencias planetarias sobre su destino. Cuenta la historia que el pobre Kepler murió sin ver un centavo, pues el magnífico aristócrata se hizo el loco y jamás le pagó los honorarios por las célebres Tablas Rudolfinas. A saber qué cosa terrible leyó el Conde en su futuro que provocó tal severidad.

Un siglo antes los europeos habían encontrado en México los trazos de otro tiempo, un disco de piedra que contenía el calendario secreto de los aztecas. Se descubrió que con aquella misteriosa rueda, marcada con signos de animales, vegetales y emblemas sagrados, los oficiantes leían, como cualquier otro astrólogo hijo de vecino, mensajes cósmicos, predicciones y cartas astrológicas, en las profundidades de los cielos. Ya ven, las más diversas criaturas varoniles de la historia, han consultado los astros, para no hablar de los griegos, los romanos y los estrelleros de las cortes medievales.

Para continuar saciando mi curiosidad en clave globalizada, busqué información sobre mi horóscopo según el calendario chino. Mi signo es el del tigre y resulta que también en China soy, como cualquier pisciana, sensible, valiente y testaruda. Algo de verdad habrá entonces, le informaré a mis amigas. Además dice que me llevo bien con los caballos y los perros, mal con los monos. No tengo familiares ni conocidos, que yo sepa, que pertenezcan a ninguno de estos signos. Sin embargo, gente por ahí habrá que sea caballo, perro y, sobre todo, mono, pues, según averigüé, son adecuados para cualquier tipo de trabajo y posiblemente me tropiezo con alguno todos los días.

De vuelta a casa, descubro en el periódico de hoy que el horóscopo incluye también la comparación con astros de carácter terrenal. Si, como pensaron mis amigas, yo fuera capricornio, debería ser fría, dura y fiel a mis compromisos, como Ava Gardner. Sería en ocasiones extremadamente distante, aspiraría a la mejoría social e insistiría en que cada cosa estuviera en su sitio.

Ahora que lo pienso, me preocupa que me hayan visto de esta manera, pero la verdad es que, según las estrellas, comparto el destino con los ilustres piscianos Elizabeth Taylor y Albert Einstein. Qué alivio. Me catalogan de sensible, mutable y amante maravillosa. Caramba, qué interesante soy. Me encanta ser piscis. Hoy iré por el mundo sandungueando de lo lindo, aunque eso de que “cuando surgen problemas pienso que se resolverán por sí mismos y dejo que el tiempo los arregle” es mentira podrida. Ahí me parezco más a Ava Gardner, lo confieso. Pero bueno, el horóscopo también asegura que soy presa de cierta inseguridad o indecisión. Ya ven, hasta indecisa soy en cómo soy, a qué signo correspondo. Así que habrá días en que me imponga sobre las estrellas celestiales y terrenales y amanezca hecha, como perciben mis amigas, toda un capricornio. En esos días, cuidado, no respondo por mí, el orden del universo se habrá trastocado.

De algunas ventajas de ser invisible y otras cositas que jamás fueron carpeteadas


Sofía Irene Cardona


“Eres transparente”, me dijo casi con pena. “No puedes ocultar nada.”
Me deshice ante esa declaración. Yo que anhelaba tanto ser misteriosa. Qué interesantes y atractivas parecen las mujeres silenciosas. A nadie se le ocurre que tras ese velo de mutismo se esconda un monumento a la tontería. Por favor, alguien que tome pronto una foto en blanco y negro, una de ésas en las que todas parecemos glamorosas: los ojos semicerrados por el humo del cigarrillo, tez uniforme, sin imperfecciones ni cicatrices, tal vez un coqueto lunar a un lado de la cara. La onda del cabello oculta mitad de la cara y luego cae sobre los hombros. La mano se coloca en un gesto delicadamente suspenso. El aura de lo femenino, eso que imitan con lentejuela, tacón y eyeliner los afanosos trasvestis, gravita sobre esa imagen. Al menos eso pensaba yo a los catorce años, cuando me declararon completamente legible y concreta. Ahora que el tiempo ha velado o develado los secretos de muchas mujeres conocidas, ahora que es mejor ser saludable que interesante, el misterio me tiene sin cuidado. Lo juro.

No es que lo encuentre frívolo, nonines. Lo que sucede es que con los años me he puesto vaguísima y para el misterio hay que pasar mucho trabajo. Duelen los pies, pican los ojos, es carísimo. Además sucede que, para colmo, hace tiempo descubrí que todo esfuerzo es inútil pues, en efecto, mi aspecto es absolutamente común. No cualifico para mujer misteriosa. Me parezco a mucha gente. Toda la vida he tenido dobles. Me parezco a mis hermanas, a mis primas, a mi padre, a mi abuela y su comadre. En mi niñez me confundían con mi hermana, en los años universitarios con varias de mis amigas, en mi trabajo con alguna colega, en el edificio con la vecina del tres. Ando dispersa por el mundo. Como diría mi madre, me hicieron y no rompieron el molde.

De este defecto aparente, tan distante de la cachendosa imagen de mujer misteriosa, he descubierto, sin embargo, y para mi consuelo, una gran ventaja. Tengo la facultad de pasar completamente inadvertida. ¡Tatán! Hubiera podido ser una estupenda espía.
Esto se hizo patente durante mis años universitarios, en pleno furor carpetero. A pesar de haber asistido a los mismos embelecos, gritado las mismas consignas y repartido las mismas hojas sueltas que muchos fichados, nunca merecí carpeta de subversiva. Ni una flaquitita. Pero me consuela saber que mi hermana, que, como Tati, Puri y la de más allá, temió calentarse en sus años universitarios, tampoco tuvo el honor de llamar la atención de los esbirros del Imperio. Claro que mi hermana, ya lo he dicho, se parece a mí, y tal vez por eso sufra del mismo desorden de identidad.

A mi padre, a quien también me parezco, sí que le hicieron una, bien delgadita, pero valga decir que fue a última hora durante la huelga universitaria del 1981. Los federales ni se habían fijado en él, a pesar de que llevaba décadas dictando la cátedra de ruso en plena Guerra Fría. Como tenía el pelo blanco y vestía chaqueta y corbata, los camarones no lo perdían de vista. Ese hombre habla en lenguas, jmm, debe ser peligroso. ¿Que nunca ha militado en partido alguno, que sus únicas obsesiones, fuera del ámbito académico, son los palos de aguacate y las abejas? Del agua mansa líbreme Dios, velémoslo. Se dispusieron a investigarlo y alborotaron el barrio preguntándoles a los vecinos sobre el enigmático señor que escuchaba música en lengua extranjera a altas horas de la noche. Tal vez este amante de la ópera ocultaba, bajo sus inclinaciones artísticas, el susurro siniestro de la conspiración. El problema era que no recibía muchas visitas ni daba otros paseos que no fueran los que hacía de la casa al trabajo y viceversa, así que, me imagino, los guardias perdieron pronto el interés. Igual, con el despiste que traía siempre, el profesor saludaba amablemente a los conductores del sospechoso carro estacionado frente a su casa. Tal vez los espías interpretaban su cortesía como desafío a la autoridad o, finalmente, cobraban conciencia de la inutilidad de su absurda tarea.

Ahora, a la distancia, resulta casi graciosa esa carpeta. Delgaducha, muy poco enjundiosa, lo más interesante que describe de las actividades de mi padre es su lectura, en una sala de espera, de El capital, y en ruso. Cabría preguntarse sobre las dotes lingüísticas del informante. En ruso sería, sí, pero seguramente era un libro de gramática, pues dudo que tuviera ninguna obra de Marx en su biblioteca, ni siquiera en alemán. Posiblemente ese día aprovechaba la ocasión para repasar las lecciones que, por andar en aquellos trotes, no daría. El espía reconoció el ruso, los rusos son comunistas, los comunistas leen a Marx, ergo, el sospechoso lee El Capital. ¡Carpeta! Elemental, mi querido Watson. El policía tomó nota y allí quedó para la historia, mi padre leyendo a Marx, en ruso. Al menos ese episodio resulta pintoresco, el resto son disparates inventados por los chotas del barrio y una hoja que declara la escasa peligrosidad del sujeto investigado que, de alguna forma les constaba, no portaba armas.

Yo, en cambio, como he dicho, sólo aparezco de personaje muy secundario, casi de extra, en un episodio de la carpeta de mi marido, un compendio de informes aburridísimos sobre la vida estudiantil de finales de los setenta: que si vendían donas, que si discutieron tal panfleto, que si hicieron guardia en el periódico. Dos tomos de informes zonzos y aburridos, y eso que uno de los concurrentes a dichas reuniones era el ya legendario González Malavé. Para colmo, yo figuro con uno de mis nombres equivocados, como una tal “Sonia, la novia de Alberti”. Me pregunto qué provocó el incipiente interés del policía, suficiente para nombrarme en el informe de uno, pero no tanto como para abrirme a mí también, una carpeta como Dios manda. No, no, ésta sí que es una mosquita muerta, no vale la pena el esfuerzo. A menos que Sonia sea otra de mis dobles y, más notable que yo, tenga carpeta aparte. Jmm.

Pero nadie se llame a engaño. Lo que sucede es que soy invisible. Sencillamente, no me ven. Tengo la facultad de parecerme a mucha gente, un buen truco para pasar inadvertida, fácilmente confundida, olvidada. Mire mi foto en la esquina. ¿No le recuerdo a alguien? ¿ No cree que me conoce de alguna parte?

Es una pena que careciera de voluntad conspiratoria, porque seguramente hubiera podido ser una excelente Mata Hari. Jamás de los jamases la policía me hubiera descubierto. Ni los federales hubieran podido conmigo. Cuando, al pasar del tiempo, descubrieran mis valerosas proezas, mi silueta en blanco y negro a través del humo del cigarillo, tan silenciosa, sin duda alguna, les hubiera parecido la de una mujer misteriosa.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Aerofobia


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Fuera de quicio
Aurora Lauzardo

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No le tengo miedo a la muerte, sino al avión.
- Pablo Picasso -

A Mercedes López-Baralt y José Quiroga porque lo entienden perfectamente.

Me aterrorizan los aviones. Les tengo tanto miedo que, cuando voy por la Baldorioty y veo un avión despegando en el aeropuerto, me da un vuelco en el estómago y pienso qué bueno que no voy ahí dentro. He de decir, a modo de atenuante, que comparto este miedo con García Márquez y muchos otros artistas e intelectuales famosos.

Lo he intentado todo, he hablado con pilotos e ingenieros de vuelo que me han explicado todas las leyes matemáticas y físicas que los sostienen en el aire. He aprendido, por ejemplo, que los aviones despegan y aterrizan a 150 millas por hora (no que eso me consuele mucho, porque a cualquiera que vaya a esa velocidad en la autopista le dan una multa) y que, aún si fallaran todas las computadoras, el tren de aterrizaje se puede bajar manualmente. Me he aprendido de memoria las estadísticas, me he dejado hipnotizar, he hecho visualizaciones, incluso mi compadre, el psiquiatra, me ha recetado ansiolíticos, pero no me atrevo a tomarlos porque si hay una emergencia, quiero estar alerta. El me asegura que, si fuera el caso, la adrenalina activaría todos mis reflejos pero no me convence. El no les tiene miedo a los aviones.

Desde que compro el billete empiezo a preocuparme y confieso que alguna vez he titubeado en la puerta del avión. Pero las palabras de mi madre, de los cobardes no se ha escrito nada, me han obligado a dar ese paso a la cabina y enfrentar mi miedo con toda la elegancia de la que soy capaz, porque mi madre me enseñó también que la elegancia es lo último que se pierde y, aunque parezca mentira, el miedo al ridículo es mayor que el miedo a la muerte. Así, quien no me conoce jamás se imaginaría el mal rato que estoy pasando.

Siempre entro al avión con el pie derecho. Siempre llevo la medallita de la Virgen de la Caridad del Cobre de mi abuela prendida por dentro de la camisa. Siempre me visto de algodón porque se tarda más en quemarse que la fibra sintética (según nos enseñó el marido de una amiga). Siempre pido que me sienten en el pasillo. No puedo entender cómo hay gente que le gusta mirar por la ventana mientras el avión se va elevando, alejándose cada vez más de la tierra. No crean que exagero, pero sólo de imaginarlo mientras escribo, me vuelve a dar el vuelco en el estómago. Soy un mamífero terrestre, mis huesos pesan demasiado para andar volando a esas alturas.

Durante el vuelo, me vuelvo básicamente inexpresiva, clavo la mirada en el respaldo del asiento de enfrente, no hablo con nadie, me seco el sudor de las manos muy discretamente y me limito a agarrar ese avión con todas mis fuerzas desde mi asiento, del que no me levanto por nada del mundo. Con el cinturón de seguridad bien apretado, cierro los ojos y, después de rezar tres veces la oración al Espíritu Santo, repaso la visualización que me enseñó mi loquera: estás relajada, segura, disfrutando saludablemente … me esfuerzo por escuchar esa dulce y sensata voz, que en tierra me da tanta seguridad, pero qué va, el ruido de los motores no me deja imaginarme en esa hermosa playa desierta.

Y entre oraciones y visualizaciones, confiando en que a la madre no se le haya olvidado prender el velón del buen viaje (cosa que, al parecer, también hacía la madre de García Márquez) para que me lleve y me traiga bien, espero el momento más morboso del viaje: las instrucciones en caso de emergencia. En perfecta coreografía por el angosto, si bien iluminado pasillo, los asistentes de vuelo ilustran con su mejor sonrisa (¿serán cínicos?) el procedimiento para ponerse las máscaras de oxígeno (y pretenden que una se crea que, aunque la bolsita no se infle, el oxígeno está fluyendo) o los chalecos salvavidas, que no se deben inflar hasta que se haya salido de la nave (seguro que nos vamos a acordar). Claro que no nos dicen que no nos podemos llevar la máscara de oxígeno cuando estemos saliendo del avión.

Después de que nos dan las instrucciones en dos idiomas (como para machacarnos bien), no volvemos a saber de la tripulación hasta que una voz por el altoparlante nos da las gracias por haberlos escogido (¿acaso había otra opción?) y decirnos que hemos alcanzado la altura y velocidad de crucero. Gracias, justo lo que necesitaba para tranquilizarme, ahora sí que no hay escapatoria.
Siempre me ha parecido que los que no les tienen miedo a los aviones son unos inconscientes. Y pensar que hasta hay gente que disfruta volar o que es capaz de dormirse en un avión. Deben tener la conciencia mucho más tranquila que yo. Porque piensen lo que es montarse en un avión. Una se entrega de la forma más sumisa a una persona, el piloto, a quien nadie ha tenido la gentileza de presentarle. Ni siquiera nos dejan verlos, olerlos o hacerles algunas preguntas antes de poner nuestras vidas en sus manos a 33,000 pies de altura, en un aparato que, a pesar de todas las leyes físicas y matemáticas, entre pasajeros, equipaje, fuselaje y combustible pesa no sé ni cuántas toneladas.

No obstante, jamás he desperdiciado una sola oportunidad de montarme en un avión por miedo y he tenido la grandísima fortuna de haber viajado bastante por el mundo y de no haber tenido nunca el más mínimo percance en un avión, salvo una vez: cuando fui a Cuba.

Después de una maravillosa y emotiva semana, regresaba a Puerto Rico con Sofía Cardona, mi amiga y compañera de viaje, con las maletas vacías y el corazón lleno. El avión despegó puntualmente en un día despejado. Pero antes de alcanzar la altura de crucero, noté que dejamos de subir y que, de pronto, el sol entraba por las ventanas del lado opuesto del avión. Al cabo de un rato, el sol estaba entrando por las ventanas de mi lado. Aquí pasa algo. En efecto, al cabo de unos minutos, salió la compañera asistente de vuelo con una gran sonrisa y nos informó que el radar meteorológico se había dañado y que teníamos que regresar.

Silencio sepulcral, aydiosmíos, oraciones, murmullos y yo, haciendo un esfuerzo por emular la elegancia materna, bajo la vista y me muerdo los labios. No nos lo dicen, pero tenemos que consumir el combustible antes de aterrizar; es decir, dar vueltas y vueltas durante dos horas y media, al cabo de las cuales aterrizamos nuevamente en La Habana. La compañera azafata nos dirigió hacia la puerta y nos despidió uno a uno mientras salíamos del avión. A pesar de mis esfuerzos, debía estar tan pálida y desencajada, que la compañera me preguntó: ¿Y por qué te asustaste, no viste que yo estaba de lo más sonreída? Y yo sólo atiné a contestarle: Compañera, gracias, pero en las películas, ellas siempre sonríen antes de que se caiga el avión.