sábado, 29 de mayo de 2010

Agridulce


Ana Teresa Pérez-Leroux

La última tarde que pasé con mi abuela Celina, Mama Cele, en su casa de la 27 de Febrero, insistió en que aprendiera a cocinar el repollo agridulce. Ella ya había picado el repollo en trozos medianos. Lo puso en una sartén con tapa, y le añadió tomate, ají, cebolla y ajo, esos inevitables participantes de todo plato criollo. Sal, aceite y vinagre, y para mi sorpresa, dos cucharadas gordas de azúcar negra. Me instruyó que le pusiera la tapa, y que lo cocinara a fuego lento. Sólo entonces miré alrededor. La cocina de campo de mi abuela, que tan enorme me parecía a los cinco años, ahora se veía deslucida y vacía. Los esfuerzos de mi tío habían modernizado este espacio, llevándolo desde el uso del carbón de leña, hasta el gas, la cerámica, el acero inoxidable y varias formas de refrigeración.

Aquí sufrí a los dos años mi primer accidente serio, al resbalarse una olla en la que estaban hirviendo trapos. Las mujeres de la familia se lamentaban pensando que las quemaduras de primer grado me mutilarían con cicatrices horribles, que no permitirían florecer mi belleza de mujer. Las cicatrices se desvanecieron con el tiempo, pero no el recuerdo de los cuidados tiernos de Mama Cele. Más tarde, me bebí mi primer café con leche en esa misma cocina, y a los seis me hice aficionada al pan con mantequilla de maní. Esos primeros años íbamos donde los abuelos tres fines de semana al mes, y por eso conocía yo mejor a Puerto Plata que a mi nativo Santo Domingo. Llegábamos por la carretera de la cumbre, a veces hermosa y soleada, a veces gris de lluvia y niebla, amenazadora con los derrumbes que ocasionalmente cobraban la vida de algún camionero. Con los años, y sobre todo después de la muerte del abuelo, y nuestras complicadas y ruidosas adolescencias, comenzamos a ir cada vez menos.

Esa tarde resonaba la finalidad del momento: yo ya planeaba mi salida del país, mi abuela pronto accedería, por fin, a dejar de vivir sola. La demencia que le había debilitado la memoria, hacía muy poca mella sobre su legendaria terquedad. Última residente de la casa de madera en la que crío los cinco hijos, limpiaba su gigantesco patio con un machete feroz, y regañaba a cualquiera que se acercaba a su portón. Insistía en que si trabajaba en el patio lograría escapar el mal del cerebro que afligió a cada uno de sus hermanos en su ancianidad. Había sido la más pequeña, y su demencia constituyó un regreso paulatino a una infancia feliz en los campos de Las Lagunas, por los lados de Navarrete.

Al aumentar su vejez y su desorientación, a todos en la familia nos apremiaba con urgencia su creciente vulnerabilidad. De nada valían las afectuosas ofertas de hijos y nueras. Mama Cele se negaba a aceptar mujer de servicio, cuidadora, o invitación a mudarse con alguien. Las sobrinas iban en misiones individuales, convencida cada una de que ella sí que lograría arreglar la situación. Mama Cele disfrutaba la visita, y las despedía al fin de la semana cariñosa, pero inflexible. Una vez Papá se la trajo con argucias a la capital. Mamá dio fin tajante al episodio el día que la abuela amenazó con cortarse las venas, si no la dejaban regresar a su casa. La enorme mesa cuadrada de su cocina me parecía ahora pequeña para tantos atardeceres con historias. En la psicología budista se piensa que el ego se forma de inicio con la experiencia de distinguir el espacio interno del externo. La cocina de Mama Celina, con vista a la mata de mango, y al platanar de la cañada, fue clave crucial de mi espacio exterior. Allí escuché historias en las que se moldearon juntas mi memoria histórica y la autobiográfica: historias de los tiempos de Concho Primo, cuando los gobiernos no duraban más que meses; historias de cuando los Americanos prohibieron la curandería; y el cuento de la isla de mi abuelo y Plácido Brugal, una que compraron para criar chivos y hacer sal, antes de que a Trujillo se le ocurriera nacionalizar la industria para quedarse con todas las salinas de la isla. El mundo de afuera nunca logró parecerme inhóspito, porque me lo imagino alumbrado por el fuego de las cocinas de los abuelos. Allí siempre me supe querida. Nunca llegué a esa cocina sin que me esperaran un chocolate escondido en la alacena, un huacal de refresco recién traído del colmado, y alguna lata de galletas de soda sin abrir. Cuarenta y pico de años más tarde sólo pensar en estas golosinas me pone tibio el corazón. Inexorablemente, desde la adultez, esos lugares de la primera infancia se estrechan, y se reducen, y pierden la vitalidad que sólo puede conferir la inocencia. Los soles cuyo saber nos orienta al navegar la enormidad del universo, quedan como velitas de cumpleaños al alejarnos por el túnel del tiempo. Esa tarde del repollo me dolió ver que Celina ya no sabía todo lo que había que saber en el mundo. Que ya no lograba domesticar los azares del destino con su sólida y agridulce sensatez. Peor aún, que ahora debía yo de servirle de Lazarillo; recordarle gentilmente que ya no estaba Balaguer en el gobierno, quién era el síndico de Puerto Plata este año, y que su vecino Don Rogelio, hermano de Lilis Hereaux, hacía casi dos décadas que no vivía. “Vamos a ver el repollo. No quiero que se queme.” Abrió la tapa, y lo revolvió. El tomate y el aceite ya se iban convirtiendo en salsa. “Bájame el fuego un poco.” Taque, taque, marcaban el tiempo los ecos del reloj de péndulo de la sala. Hacía cinco años que había dejado de funcionar. Puse la mesa, y abuela nos sirvió una cantidad generosa en cada plato. “No tengo salchichas, ni papas.” “No importa, Mama Cele, está muy rico.” “¿Seguro? últimamente Huberto me trae una cantina, así que ya cocino muy poco.” “Si, Mama Cele, está buenísimo.” Sin exageración. Cada bocado, saboreado lentamente, poseía los sabores más agrios y más dulces de todo el mundo.

Ingredientes:
½ Repollo tierno, cortado en lonjas medianas
1 Ají verde, picado
2 Cebollas pequeñas, picaditas
2 Dientes de ajo, majados
Aceite
2 Cucharadas de vinagre de manzana
2 Cucharadas rebosando de azúcar negra
Sal: la que haga falta.
Historias: para sazonar bien la vida.

viernes, 28 de mayo de 2010

La muerte escandalosa


La muerte se sitúa en el umbral…Es el rasgo más humano y cultural del ántropos…en sus actitudes y creencias se distingue claramente del resto de los seres vivos”

Edgard Morin

Vanessa Vilches Norat

De pequeña me horrorizó saber que los caciques taínos eran enterrados con sus mujeres vivas. No podía conciliarme con la idea de que la mujer del cacique no tratara de escapar de su destino. Si me parecía absolutamente salvaje el rito, la aceptación de éste me indignaba. Me costó muchísimo entender la estrecha relación que hay entre el acto funerario y la vida, saber que la manera en que se interactúa con la muerte traduce la cultura. Los ritos funerarios junto al lenguaje, como ha señalado la antropología, son el signo visible de nuestra hominización. Somos humanos porque hablamos y porque enterramos a nuestros muertos. La conciencia de la muerte y de nuestra finitud la evidencia el rito mortuorio.

Los actos funerarios representan además la institucionalización de la muerte y la separación simbólica del muerto de su comunidad. Los inventamos para conciliarnos de la muerte, de nuestra finitud y del dolor que nos produce separarnos de nuestros queridos. He aprendido que los actos mortuorios son para quienes nos quedamos, es la forma digna de procesar el duelo. Aunque siempre parecemos complacer “la voluntad” del muerto, poco le importará al que ya no está el paradero de su cadáver.

La controversia sobre las nuevas modalidades de velorios en Puerto Rico apunta a la centralidad de la muerte en la cultura. En agosto de 2008 la funeraria Marín Funeral Home colocó parado el cadáver embalsamado de Ángel Luis Pedrito Pantojas en la sala de la casa de la abuela. Se necesitó amarrarlo a la pared por la cintura, el torso y la cabeza para lograr tan estrafalaria pose. Aseguran los familiares que esa fue la voluntad expresa del muerto, quien había dejado pago su velorio y estipulado los detalles del mismo. Ángel no quería que lo vieran en un ataúd sino parado en su casa.

El pasado mes de abril también asistimos a otro extravagante velorio. El cadáver del joven mensajero David Morales fue colocado sobre una motocicleta, haciendo honor a su oficio. Esta vez fue su tío quien hizo los arreglos funerarios que han escandalizado al país. No perdamos de vista el cambio de signo que imponen éstos velorios.

Señalan los dueños de la Marín Funeral Home, que desde el velatorio de Pantojas han recibido muchísimas peticiones extravagantes: cadáveres parados, montados en motoras o en carros. Por el periódico supimos que el ufólogo Reinaldo Ríos se presentará ante un notario público para dejar por escrito su último deseo: un velatorio al estilo espacial. Quiere Ríos un ataúd con cúpula de cristal o plástico y base circular u ovalada, que simule un objeto volador no identificado. A mí se me ocurre que lo mejor de la muerte es el descanso garantizado, pero sin duda, la pose horizontal se ha ido abandonando.

El muerto parao y el motociclista han escandalizado a buena parte de los puertorriqueños. Tanto que se ha pedido que el Estado intervenga en la regulación de éstos “velatorios escandalosos”. Exige la Cámara de Dueños de Funerarias de Puerto Rico que como: “El Estado es en última instancia el guardián y custodio de las buenas costumbres y tradiciones que se pueden desarrollar en el diario vivir de los pueblos” se realice una investigación sobre la calidad y los costos de los servicios funerarios en la Isla. El pie de la pesquisa es la supuesta insalubridad de estos nuevos embalsamamientos. Se cuestiona el procedimiento que utilizó la funeraria Marín Funeral Home para mantener ambos cadáveres en poses ¿tan deshonestas? y la adecuada disposición de los líquidos y sustancias tóxicas de los cuerpos. El legislador Jorge Navarro propulsa un proyecto de ley que pretende establecer más regulaciones para los actos fúnebres. A juzgar por el debate, la punta de lanza es la posición de los cadáveres.

¿En qué ofenden a la moral y costumbres puertorriqueñas esos cadáveres? En ser objetos perturbadores por disonantes. Perturba que un muerto pretenda estar vivo. Los cadáveres nos impactan por su semejanza a nosotros. ¿Qué hacer con un cadáver que no yace sino que exhibe una falsa vitalidad? Parecería que se nos asemeja aún más, ¿de ahí el miedo? ¿O acaso será lo contrario, que el simulacro de vida los hace mucho más muertos? Me pregunto si el asombro no es mera cuestión de gusto, siempre determinado por la clase social del observador. Según la sensibilidad moderna, la muerte y la enfermedad deben callarse, esconderse. La dignidad ante el fin de la vida, exige discreción. La muerte y la enfermedad avergüenzan, por lo tanto se censuran, se esconden. El interdicto cultural moderno establece, ante todo, evitar a la comunidad el malestar y la emoción intensa de la muerte. Llevamos a nuestros moribundos al hospital; a nuestros muertos a la funeraria.

Estos cadáveres jóvenes hacen de la muerte cosa pública. Se espera. Se organiza. Se planifica. Se diseña. Se exhibe. Se presencia. Acá, la muerte está muy lejos de ser silenciosa, de pretender ser ese sueño que transporta al más allá. Lo escandaloso no debería ser la posición del cadáver en el velorio , sino la juventud de los cadáveres. Decía Iris Marín, la embalsamadora de ambos cuerpos, que el 40 por ciento de los velorios que prepara su funeraria son de jóvenes entre las edades de18 a 24 años.

Parecería que los jóvenes puertorriqueños se inmortalizan a través de sus velorios. Saben que no tendrán vida para lograr obra, por eso buscan la inmortalidad en el ritual funerario. El velorio es más que un monumento a la vida, es el consuelo de su vida. Así lo verbaliza la prima de Pantojas: “Logró lo que él quería. Está muerto pero haciendo historia”.

Morbosa lección para un fin del mundo


Sofía Irene Cardona

Nou led, nou la.

Seremos feas, pero aún estamos aquí.

Dicho popular haitiano


Hace un rato corrió la noticia de un fuerte sismo en la frontera entre México y Guatemala. Se habla de continuos sacudimientos en Argentina y, de paso, se predice un mega-tsunami para Indonesia. La tierra está inquieta. Hay que prepararse.

¿Será que las noticias están más próximas? ¿De veras el planeta está en trance de reventar como un popcorn? En estos días, confesémoslo, ya pocos se preocupan por la fiebre porcina ni por las víctimas colaterales de las narcoejecuciones. Los temores de la infancia se desperezan y revivimos pesadillas hasta entonces olvidadas: un enorme crucero que vuelca una ola, la huida por un laberíntico edificio en llamas, el tuntun tuntun tuntun de la amezadora silueta de un tiburón blanco.

Con los pies descalzos para confirmar la estabilidad del suelo, miramos con cierta desconfianza la enorme nevera que hace runrún a nuestro lado, el abastecido estante sin atornillar a la pared, las estrechas dimensiones de la puerta de salida. ¿Qué haríamos si nos toca recibir el apocalipsis aquí y ahora? ¿Y, si tenemos suerte después del jamaqueón, a qué mundo cruel sobreviviríamos? Hacemos el morboso ejercicio de fantasía: sin casa, sin agua, sin comida, sin sombra, sin amparo.

A más de una semana del terremoto en Haití, el terror a la barbarie fue sustituyendo el temor a los tremebundos poderes de la naturaleza. Morbosos cibernautas de todas partes del mundo revisaban en la internet las imágenes y relatos de la desesperación. Se figuraban, de igual forma, por un momento, su vecindario en ruinas y, asustados de sí mismos (y de sus vecinos), la pantalla se transformaba en espejo tenebroso. ¿De qué somos capaces en un momento de desesperación? ¿De qué soy, yo misma, capaz, cuando se trata de luchar por sobrevivir?

Entre las primeras noticias del terremoto, un desalentado rescatista contaba de la falta de solidaridad que, para su sorpresa, había descubierto entre los haitianos. “Sólo se ocupan de su familia inmediata”, señaló. A juzgar por el comportamiento del que había sido testigo en otros desastres, le parecía rara esta actitud. Un informe posterior, sin embargo, señalaba que los vecinos de Cité Soleil se habían organizado para evitar el regreso de los tres mil convictos liberados por el terremoto, como si fueran una plaga. Los vigilantes ahuyentaban los hijos pródigos del barrio a tiro y machetazo limpio, así que de vez en cuando, según el reportero, cuando atrapaban a alguno, acababan con él para siempre. En la unión está la fuerza y, de vez en cuando, esa fuerza es inclemente.

Por otro lado, ha habido quien ha apuntado, con cierta ingenuidad, que el desastre en Haití ha sido igual para ricos y para pobres. Ya conocemos la historia de la muerte igualadora. Ponen de ejemplo las víctimas de un vecindario que se han quedado en la calle, aunque, como llega a decir una de las entrevistadas, tienen la opción de, eventualmente, tomar un avión y huir del desastre a casa de familiares en el extranjero. Otro periodista, de hecho, habla de elegantes barrios intactos después del sismo. Allí la mayor tragedia ha sido no poder mandar a los muchachos al colegio, porque, imagínese usted, señor, ¿cómo tomar clases en ese ambiente de desolación? Al menos algunos guardan cierto pudor.

De una y otra forma, este retrato del caos resulta aterrador. A la sombra del pensamiento milenarista, este terrible estado de ánimo es el que han explotado las apocalípticas historias hollywoodenses desde hace décadas. Actualmente, todas las semanas estrena una película sobre las peripecias de un justiciero sobreviviente que lucha con terribles hordas de desquiciados salvajes. Es el miedo al desgobierno, al absoluto descontrol que, como sabemos, impera aún hoy, a cierta distancia, en varios rincones de la Tierra. Pocos guionistas se inventan una historia en la que espontáneamente se organicen grupos para repartir equitativamente lo que se encuentra, para hacer justicia social. En eso la imaginación prevaleciente es pesimista o, para los ambiciosos productores de Hollywood, el optimismo es aburrido.

Yo me crié viendo rudimentarias épicas de trasatlánticos volcados en alta mar, rascacielos incendiados y enormes tiburones blancos, así que me acostumbré a pensar que sufrir alguna de estas catástrofes de dimensiones espectaculares tenía la misma posibilidad que pegarme con un billete de lotería. Sin embargo, como diría mi vecina, en estos días siento que están tirando cerca.

La ficción hollywoodense, sin embargo, tiende a ser muy compasiva. Suele colocar en el grupo desesperado, un líder atribulado y buen mozo, en excelente estado de salud y mejor aptitud física. Este individuo guía a las masas vulnerables hasta su salvación, aunque deje por el camino algunas víctimas propiciatorias y, en algunos casos, hasta su propio pellejo. La gente, por otro lado, termina dejándose llevar, acepta el nuevo gobierno, y combate a los “otros”, cuyas prácticas atentan contra todo sentido de urbanidad.

Pensando en estas cosas, me imaginé como sería sufrir un desastre en mi edificio, usando como modelo las veces que hemos compartido pequeños y breves infortunios, como cuando no hay agua caliente o amenaza con llegar un huracán. Siempre hay quien se encierra con su compra, su calentador portátil y su planta eléctrica (algo terriblemente desconsiderado en un edificio), pero también aparecen hiperactivos agentes solidarios que nos devuelven la fe en la humanidad.

Hace unos días, un amigo hizo este mismo ejercicio de figurarse el desastre en su vecindario: “¡Imagínate el montón de lanchas huyendo de aquí!” Con todo, le respondí para mitigar su desaliento, debe ser lindo ver el espectáculo del éxodo masivo de esa flota de aficionados navegantes. Nosotros, los desposeídos de transporte acuático, nos quedaríamos en la costa, entre los edificios destruidos, víctimas o protagonistas de lo que quede de civilización, según nos vaya. ¿Qué remedio? Sólo ruego que, entre los diligentes hiperactivos que se queden, haya alguien que sepa hacer un fuego y curar heridas. Y si es buen mozo, pues mejor. Como dicen en Haití, seremos feos, pero estaremos aún aquí.

El dulce encanto de ser una chica Almodóvar


Mari Mari Narváez

Obviamente es un trabajo muy solitario el de la escritura. Y sin embargo, nadie nunca escribe una novela, un relato, un guión completamente solo. Porque siempre están los personajes, e incluso antes que ellos, está el cúmulo de gente y de vivencias que lleva a un escritor a crear a esas personas que, siendo ficticias, no lo son.

De primera instancia, alguien, un escritor o escritora, los quiso tanto, o acaso los necesitó lo suficiente como para crearlos. Eso, unido al milagro del lector que -sin saber cómo ni por qué- se ve irremediablemente seducido por esa creación casi incorpórea, ya es suficiente para que tengan vida, incluso a veces un cierto cuerpo imaginario, una manera mental de ocupar un espacio.

Sin embargo, lo más bello de los personajes del cine es que son aún más carnales: existen dos veces porque poseen un cuerpo material. Y más que un cuerpo, poseen una manera de andar, de manifestar su ansiedad, de ocultar su inseguridad. Ahí reside otro misterio. Con la llegada de un buen actor, ese pedazo de vida que ya existía se vierte, se expande, se manifiesta.

Recuerdo lo que dijo Pedro Almodóvar cuando estrenó su penúltima película, Volver, para mí, de sus mejores: “Yo escribí a Raimunda, pero Penélope le dio vida. El modo de andar es suyo, las lágrimas también, y el escote, el corazón, la fuerza animal del personaje y su extrema vulnerabilidad. Y yo le estaré siempre agradecido, y mi tía y mi abuela también, porque las dos se llaman Raimunda”.

No soy fanática febril del director manchego pero muchas de sus películas me han conmovido, se me han atravesado en el buen sentido. Además, personalmente provengo de un universo muy femenino que identifico irremediablemente en sus personajes de mujeres.

Debo admitir que la Raimunda de Penélope Cruz, al igual que su María Elena, de Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen) es de mis mujeres contemporáneas favoritas. Y lo digo así adrede. Porque no son sólo un personaje. Existen. Yo las he visto a ambas en tantas otras mujeres.

En María Elena, sin lugar a dudas, está mi hermana Marysol, homicida en potencia, antropófaga, visceral hasta cuando come, brillante y rabiosa, patológicamente insegura.

En Raimunda está Paula, dispuesta literalmente a todo: a escribir un bellísimo relato sobre un cura enamorado que la seduce tocándole guitarra o a montar un negocio de transportación de camiones para sobrevivir en un país completamente desconocido. Paula -como Raimunda y todas esas actrices de las películas italianas de los años cincuenta- madre de todos siempre, hasta el último respiro.

En Raimunda también está Sherley, que cogía siete guaguas diarias con sus nenas y pasaba meses sin agua y sin luz pero nunca dejó de vestirse y maquillarse ni de hacerles chistes y guiñaditas a los clientes más guapos del banco. Están mis hermanas Rosi, Teresa, Inés, mi amiga cubana Mileidis, Wanda, Trista, Ale, todas expertas resolviendo, apaciguando, unificando, sacando pecho como la propia Raimunda. Mi madre, mi tía, mi abuela, las madres de mis hermanas, Carmín, Carmen Ortiz, Alida, todas madres adoptadas, todas defendiéndome con uñas y dientes de las inclemencias de la vida, todas pujando su poquito para que siga pa’lante. Mi tocaya Mercedes (Titi Mer), tía de mi marido, siempre militante y compulsiva en el acto de alimentarme.

En la sensualidad cabal de esas dos mujeres, Raimunda y María Elena, en su dignidad tremenda y en su temeridad, están prácticamente todas las mujeres de mi vida. Y en última instancia, no sólo en ellas sino en todas las demás que también salieron del cine y de la literatura y también son mis favoritas. A vuelo de pájaro, la Teresa de Kundera y de Juliette Binoche, la Blanche de Vivian Leigh, las mismísimas Clarice Lispector, Viginia Woolf, Anjelamaría, Julia. La Matilde de Cristina Rivera Garza y la Melissa Perkins de Sofía Irene; la escritora obsesiva de Vanessa Vilches en su Fe de ratas y la Mujer de rojo sobre fondo gris de Delibes. La Sarah Pierce de Kate Winslet, la ‘Puchi’ de Jennifer López, la Margot de Nicole Kidman y la Alma de Michelle Williams. La Mary Lee de Monique, la mujer con boca de vodka de Rafah Acevedo.

En cada una de esas no sólo están las mujeres de mi vida sino también estoy yo. Esencialmente yo. Y lo más extraño, y al mismo tiempo lo más natural, es que hasta tengo la duda de si estuve en ellas desde siempre o acaso me fui incorporando según cada una iba haciendo su gran acto de aparición ante mis ojos, ante mi vida.

Tengo la extraña manía de devorarme las entrevistas de actores, escritores, directores, diseñadores de moda y traductores. Las buenas entrevistas siempre tienen un clímax dramático, aparte de breves golpes emocionales que se van enfilando para dar paso a uno final y contundente. Cuando, en esta entrevista que he tomado de ejemplo (realmente es una carta a un periodista) Almodóvar cuenta lo siguiente, yo siempre termino muy conmovida: “La escena en que van a ver a su tía Paula, cieguecilla y muy torpona la pobre (inmensa, como siempre, Chus Lampreave), fue la primera que rodamos. Una vez en el comedor, cuando Raimunda reparte los barquillos y ella misma empieza a comerse uno, parte de ese azúcar se le cae mientras come y Penélope, convertida ya en Raimunda, limpia el azúcar que cae en la mesa con el dorso de la mano, sin dejar de decir el texto de la escena. Yo no le había marcado eso pero cuando vi que lo hacía de motu propio sentí la primera de tantas emociones que el rodaje de 'Volver' me depararía durante meses. Ese detalle, aparentemente banal, distingue a una actriz que está haciendo el personaje de otra que es el personaje, y que se ha fundido con él de un modo indisoluble”.

En ese momento, desde el lugar de mi conmoción, yo me digo: en todo caso, de qué sirve dilucidar el misterio de si ellas llegaron a mí antes que yo a ellas. Si, total, estamos todas fundidas de un modo indisoluble.


Una fiesta, un país y un salchichón (y no precisamente en ese orden)



I

En aquellos tiempos, las Navidades se inauguraban con la visita de mi tía Catalina, que invariablemente venía cargando de Ponce con una lata de galletas holandesas, un tonelito de dulces marca Fiesta, adornado con los Tres Reyes Magos, y un enorme salchichón que habitaba la nevera por el resto del año. El salchichón había venido, muchas veces, desde España, en las maletas de mi tía, de contrabando. Era un salchichón muy duradero, cuyo cabito se botaba a la basura cuando llegaba el sustituto cada diciembre, como si fuera una encarnación del espíritu perpetuo de la Navidad. Imagínense mi impresión cuando veía en junio aún el salchichón susurrándome cómeme, cómeme, desde el fondo de la nevera.

Cuando rememoro las navidades de mi infancia, cobro conciencia de que, de una manera u otra, siempre ha habido algo desquiciante en esta celebración de fin de año, pero nada tan desconcertante como las señales culturales que se disparan desde cada leyenda familiar.

En mi caso, confieso haberme disfrazado de pastora asturiana para cantar “Alegría, alegría, alegría” y haber comido turrón en Nochebuena. Así las cosas, en mi más tierna infancia, llegué a pensar que Cristo era español y comía salchichones. Después de todo, los curas y las monjas hablaban como extranjeros, Dios usaba el “vosotros” y en el único disco navideño que ponía mi padre, “Venid, pastores, venid”, era de la cantante Marisol, así que amén y olé. No me cabía duda, después de escuchar a Raphael (sic), cantando “El tamborilero”, que Belén era una remota aldea castellana. De más está decir que esta impresión no me duró mucho tiempo.

Mi marido, sin embargo, guarda memorias muy distintas de las Christmas. Para muestra, un botón basta. En su casa llegaron a comprar en Sears una chimenea de cartón, cuyas lengüetas de fuego, unos trocitos de papel luminoso que se meneaban con un abanico eléctrico, le resultaban tan fascinantes como para mí el salchichón perpetuo. En aquella casa se celebraba también el Jalogüín y el Sanguivín, así que la confusión era de distinto acento que la mía, pero al fin, confusión.

A mis hijos les tocó vestirse de jibaritos para las fiestas de la escuela, una indumentaria tan exótica para ellos como mi disfraz de pastora asturiana. Alguna mejoría habrá habido en esta generación que se crió escuchando el “Villancico Yaucano” cantado por Danny Rivera. Aunque, después de un vistazo a mi alrededor, sospecho que deben guardar, como todo hijo de vecino, su correspondiente recuerdo amogollado. A esta casa, hasta hace poco, llegaba una enorme caja desde Texas, repleta de chucherías entre las cuales solía encontrarse una casita de gengibre para armar. El día de Nochebuena, sin embargo, llegaba desde Río Piedras, invariablemente, un platón de arroz con dulce.

II

Si ya de por sí este pueblo vive confundido, en la Navidad botamos la bola. Es, por un lado, el momento de más nacionalismo de cascarita: mucha música jíbara, mucha comida típica, mucho lelolai, pero también es la temporada del más ridículo pitiyanquismo: nieve y trineo, chimenea y botas, nueces y frutas secas.

Es cierto que en diciembre parece exacerbarse el sentido nacional, a pesar de la inquietante presencia de los santacloses y las batuteras disfrazadas de Damitas de la Nieves. Los espontáneos bembés de pandero y trompeta, el chiqui qui chiqui del güiro en el semáforo, la musiquita bailable de la radio, se escuchan por todos lados. Hasta hace poco, la desaparecida Feria Bacardí, concurrida por nacionalistas y asimilistas al igual, iniciaba oficialmente la temporada navideña. Parece como si, por un momento, a la paz, el amor y la solidaridad de postalita, se le sumara también la idea misma de nación, tan noble e inalcanzable como las otras. Tal vez por eso, entre todos los actos políticos del siglo pasado, el que más ha convocado mi imaginación es la entrega de regalos de los Macheteros, disfrazados de Reyes Magos. Lo mejor de los dos mundos.

La Navidad se ha convertido, por accidente o misterioso y tácito acuerdo, en fiesta nacional. Los comercios declaran que tenemos “tradiciones”, auspician la música típica y buscan artistas boricuas para sus felicitaciones navideñas. Es la temporada alta para lechoneras y fondas criollas, empresas pasteleras y artesanos populares. Que valgan las verdes por las maduras. Ya han visto cómo los bancos (más bien, las agencias de publicidad contratadas por ellos) se afanan en transformarse en custodios del legado nacional (el cultural, claro está, que es más inofensivo, según ellos). Aprovechan la ansiedad consumista y el sentimiento puertorriqueñista que trae la brisa de diciembre para capitalizar. Bobos que les dicen.

En este periodo la identidad puertorriqueña parece rebasar líneas ideológicas y montones de personas quedan plenamente convencidas de que ser estadista y puertorriqueñista no es nada problemático. Pero también se manifiesta la paradójica tolerancia de muchos nacionalistas a los signos de una cultura foránea, impuestos, para colmo, desde la tribuna de los manejos comerciales. Todo sea por la fiesta, por compartir y pasarlo bien. El que lo ve de afuera, por supuesto, debe confundirse. No es para menos. Yo misma, desde adentro, me enredo a veces, pero considerando mi prehistoria del salchichón, no es para menos, digo.

III

Esta mañana he visto una horda de niñitos sentados sobre una alfombra roja mirando ansiosamente hacia las alturas. Esperaban, como si de un mágico maná se tratase, la caída de la fingida nieve.

Décadas después de que Doña Fela importara el exótico frío para el júbilo de los niños sanjuaneros, el nuevo rito se ha instaurado con la perversidad de cualquier campaña comercial. Varias generaciones guardarán celosamente en su memoria este paseo como marca de la infancia, en lugar de la misteriosa silueta de los Reyes Magos frente al mar, en la Lomita de los Vientos.

El eslembamiento es unánime. Los nenes sacan la lengua para probar las engañosas pompitas de jabón que descienden, leves y alegres, sobre la multitud. Nadie se ríe del aparatoso ridículo colectivo. Un cerco de maravillados adultos observa desde los balcones la algarabía infantil. Cualquier embeleco vale para escapar de la escuela y la rutina.

Doña Fela debe estar contorsionándose de placer en su tumba. No es casualidad que la alcaldesa de gran moño y abanico se pasee cabezoncísima, cada enero, junto a Toribio, la Puerca de Juan Bobo, Diplo y el General, por las calles de la San Sebastián, para las fiestas desquiciadas, el carnaval del entrevero, el despojo anual. Ella, como tantos embelecadores, ha aprovechado la sed de jolgorio, alucine y novedad que nos invade cada diciembre. Es como si para la fiesta necesitáramos las máscaras, como si se nos exigiera sacar nuestras contradicciones a pasear para elevarlas al rango de mito.

Parece que cada año ensayamos a hacer un país con los pedazos que encontramos, salchichón, chimenea, pandero, arroz con dulce, a ver qué sale.