sábado, 29 de mayo de 2010

Agridulce


Ana Teresa Pérez-Leroux

La última tarde que pasé con mi abuela Celina, Mama Cele, en su casa de la 27 de Febrero, insistió en que aprendiera a cocinar el repollo agridulce. Ella ya había picado el repollo en trozos medianos. Lo puso en una sartén con tapa, y le añadió tomate, ají, cebolla y ajo, esos inevitables participantes de todo plato criollo. Sal, aceite y vinagre, y para mi sorpresa, dos cucharadas gordas de azúcar negra. Me instruyó que le pusiera la tapa, y que lo cocinara a fuego lento. Sólo entonces miré alrededor. La cocina de campo de mi abuela, que tan enorme me parecía a los cinco años, ahora se veía deslucida y vacía. Los esfuerzos de mi tío habían modernizado este espacio, llevándolo desde el uso del carbón de leña, hasta el gas, la cerámica, el acero inoxidable y varias formas de refrigeración.

Aquí sufrí a los dos años mi primer accidente serio, al resbalarse una olla en la que estaban hirviendo trapos. Las mujeres de la familia se lamentaban pensando que las quemaduras de primer grado me mutilarían con cicatrices horribles, que no permitirían florecer mi belleza de mujer. Las cicatrices se desvanecieron con el tiempo, pero no el recuerdo de los cuidados tiernos de Mama Cele. Más tarde, me bebí mi primer café con leche en esa misma cocina, y a los seis me hice aficionada al pan con mantequilla de maní. Esos primeros años íbamos donde los abuelos tres fines de semana al mes, y por eso conocía yo mejor a Puerto Plata que a mi nativo Santo Domingo. Llegábamos por la carretera de la cumbre, a veces hermosa y soleada, a veces gris de lluvia y niebla, amenazadora con los derrumbes que ocasionalmente cobraban la vida de algún camionero. Con los años, y sobre todo después de la muerte del abuelo, y nuestras complicadas y ruidosas adolescencias, comenzamos a ir cada vez menos.

Esa tarde resonaba la finalidad del momento: yo ya planeaba mi salida del país, mi abuela pronto accedería, por fin, a dejar de vivir sola. La demencia que le había debilitado la memoria, hacía muy poca mella sobre su legendaria terquedad. Última residente de la casa de madera en la que crío los cinco hijos, limpiaba su gigantesco patio con un machete feroz, y regañaba a cualquiera que se acercaba a su portón. Insistía en que si trabajaba en el patio lograría escapar el mal del cerebro que afligió a cada uno de sus hermanos en su ancianidad. Había sido la más pequeña, y su demencia constituyó un regreso paulatino a una infancia feliz en los campos de Las Lagunas, por los lados de Navarrete.

Al aumentar su vejez y su desorientación, a todos en la familia nos apremiaba con urgencia su creciente vulnerabilidad. De nada valían las afectuosas ofertas de hijos y nueras. Mama Cele se negaba a aceptar mujer de servicio, cuidadora, o invitación a mudarse con alguien. Las sobrinas iban en misiones individuales, convencida cada una de que ella sí que lograría arreglar la situación. Mama Cele disfrutaba la visita, y las despedía al fin de la semana cariñosa, pero inflexible. Una vez Papá se la trajo con argucias a la capital. Mamá dio fin tajante al episodio el día que la abuela amenazó con cortarse las venas, si no la dejaban regresar a su casa. La enorme mesa cuadrada de su cocina me parecía ahora pequeña para tantos atardeceres con historias. En la psicología budista se piensa que el ego se forma de inicio con la experiencia de distinguir el espacio interno del externo. La cocina de Mama Celina, con vista a la mata de mango, y al platanar de la cañada, fue clave crucial de mi espacio exterior. Allí escuché historias en las que se moldearon juntas mi memoria histórica y la autobiográfica: historias de los tiempos de Concho Primo, cuando los gobiernos no duraban más que meses; historias de cuando los Americanos prohibieron la curandería; y el cuento de la isla de mi abuelo y Plácido Brugal, una que compraron para criar chivos y hacer sal, antes de que a Trujillo se le ocurriera nacionalizar la industria para quedarse con todas las salinas de la isla. El mundo de afuera nunca logró parecerme inhóspito, porque me lo imagino alumbrado por el fuego de las cocinas de los abuelos. Allí siempre me supe querida. Nunca llegué a esa cocina sin que me esperaran un chocolate escondido en la alacena, un huacal de refresco recién traído del colmado, y alguna lata de galletas de soda sin abrir. Cuarenta y pico de años más tarde sólo pensar en estas golosinas me pone tibio el corazón. Inexorablemente, desde la adultez, esos lugares de la primera infancia se estrechan, y se reducen, y pierden la vitalidad que sólo puede conferir la inocencia. Los soles cuyo saber nos orienta al navegar la enormidad del universo, quedan como velitas de cumpleaños al alejarnos por el túnel del tiempo. Esa tarde del repollo me dolió ver que Celina ya no sabía todo lo que había que saber en el mundo. Que ya no lograba domesticar los azares del destino con su sólida y agridulce sensatez. Peor aún, que ahora debía yo de servirle de Lazarillo; recordarle gentilmente que ya no estaba Balaguer en el gobierno, quién era el síndico de Puerto Plata este año, y que su vecino Don Rogelio, hermano de Lilis Hereaux, hacía casi dos décadas que no vivía. “Vamos a ver el repollo. No quiero que se queme.” Abrió la tapa, y lo revolvió. El tomate y el aceite ya se iban convirtiendo en salsa. “Bájame el fuego un poco.” Taque, taque, marcaban el tiempo los ecos del reloj de péndulo de la sala. Hacía cinco años que había dejado de funcionar. Puse la mesa, y abuela nos sirvió una cantidad generosa en cada plato. “No tengo salchichas, ni papas.” “No importa, Mama Cele, está muy rico.” “¿Seguro? últimamente Huberto me trae una cantina, así que ya cocino muy poco.” “Si, Mama Cele, está buenísimo.” Sin exageración. Cada bocado, saboreado lentamente, poseía los sabores más agrios y más dulces de todo el mundo.

Ingredientes:
½ Repollo tierno, cortado en lonjas medianas
1 Ají verde, picado
2 Cebollas pequeñas, picaditas
2 Dientes de ajo, majados
Aceite
2 Cucharadas de vinagre de manzana
2 Cucharadas rebosando de azúcar negra
Sal: la que haga falta.
Historias: para sazonar bien la vida.

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