lunes, 22 de septiembre de 2008

De macacoas cibernéticas y otros tormentos


Aurora Lauzardo

No soy lo que se llama por ahí un ave madrugadora. Mis mañanas siempre han sido difíciles. Todo comenzó el día que nací. Fue a eso de las 5 de la mañana, sí, casi como el poema de Lorca, a las cinco en sombra de la mañana, y a esa hora, me sacaron de donde estaba yo tan cómodamente dormida, me prendieron la luz, me dieron una nalgada y me echaron agua por la cabeza. Qué abuso. Desde entonces, madrugar me causa un gran desasosiego.

Para aplacar ese desasosiego, trato de levantarme cuando ya ha salido el sol, no me peso para no angustiarme, me lavo la cara y me encamino hacia a la cocina en la dulce y callada compañía de mis perros, me preparo un cafecito y miro mi correo electrónico. Mis amigos siempre me escriben alguna notita simpática o me envían fotos divertidas y la agenda de Google me anuncia las actividades del día. Nunca miro el periódico a esa hora para no arruinarme el día.

Pero hay mañanas, como la de hoy, en que me despierta el estruendo del camión de la basura a las 5 en sombra de la mañana y ya no puedo conciliar el sueño. Mal augurio… Hago mi ritual matutino y, mientras bato el azúcar del café, trato de convencerme de que todo estará bien y que no ocurrirá ninguna catástrofe. Entonces, abro mi correo electrónico y ¿qué me encuentro? Una cadena!! Y además, la envía mi querida amiga Carola García con un “sorry” bastante poco arrepentido. No puede ser. La abro, no la abro, la abro, no la abro. No la abro, no, no y no. Pero el gusanito de la curiosidad se contonea seductoramente ante mis ojos, como se debió contonear la serpiente mala que tentó a la pobre Eva en el paraíso. Sucumbo. La abro. Después de una longaniza de nombres de destinatarios a quienes imagino en el duro trance en que me encuentro, aparece una imagen, bastante fea, por cierto, de Krishna y Radha en un pabellón y, al calce, la siguiente advertencia: “El Presidente de Argentina recibió esta foto y lo llamó correo basura. A los 8 días su hijo falleció. Un hombre recibió esta foto e inmediatamente envió copias. Su sorpresa fue ganarse la lotería. Alberto Martínez recibió esta foto, se la entrego a su secretaria para que hiciera copias pero se le olvido enviarlas. Ella perdió su empleo y el perdió su familia. Esta foto es milagrosa y sagrada, no olvides enviarla dentro de 24 horas a 20 personas. No olvides enviarla y recibirás un sorpresa grande.!!”

Como diría mi santa abuela, no hay derecho. De verdad que no. No basta con que vivamos en un perpetuo estado de susto: susto cuando le echamos gasolina al carro y vemos que 20 pesos no dan para llenar ni medio tanque; susto frente a la cajera del supermercado, aún después de someter el carrito a dos o tres evaluaciones rigurosas de estricta necesidad; susto al cruzar la calle, incluso en el paso de cebra, de que un conductor distraído nos atropelle con todo y perros; susto de que no nos llegue nunca el reintegro de Hacienda; susto de que nos obliguen a ponernos un microchip; susto de que venga un ciclón o un tsunami o de que tiemble la tierra; susto de que construyan una torre de apartamentos al lado de nuestra casa; susto de que quiten el IVU y lo vuelvan a poner; susto por el tapón, la violencia, la insolencia de nuestros políticos, por el resultado de las elecciones de noviembre; susto por el calentamiento global; en fin, susto hasta de morirnos de repente, como dice la canción, sin haber hecho lo suficiente.

Y como si no fuera bastante, para sacarnos aún más de quicio, nos envían correos electrónicos truculentos, nos echan a perder un viaje advirtiéndonos que hay unas arañas muy venenosas que se esconden en los inodoros públicos, nos crean falsas expectativas de que Bill Gates nos enviará un cheque de 250 pesos o que el verdadero amor tocará a nuestra puerta si reenviamos un mensaje a 15 personas en una hora; o, peor aún, nos amenazan con pérdidas, muertes y toda suerte de desgracias, incluso con el tormento eterno de nuestras pobres almas pecadoras, si rompemos la cadena.

Y yo, que trato de ser racional, como mi compadre, el Dr. Calderón, que es psiquiatra y una persona muy racional, hago todo lo posible por sobreponerme. No voy a reenviar el mensaje. Me niego a participar de la necedad globalizada. Me niego a arruinar la imagen a la que aspiro de mujer inteligente que no cree en supersticiones (bueno, salvo la de que las orquídeas traen mala suerte, por respeto a mi abuelo, y, bueno, la de echar la sal que se derrama con la mano derecha por el hombro izquierdo, por respeto a mi abuela, y, bueno, también la de no prender un cigarrillo con una vela para que no muera un marinero, por respeto a mi padre, pero hasta ahí, que me he superado mucho desde que salí del colegio de monjas).

Recurro a la indignación para contrarrestar la aprehensión. Me dan ganas de llamar a Carola y decirle cuatro cosas, entre ellas, que no la perdono. Pero también aspiro a ser tolerante con el temor ajeno. La perdono y me pongo a trabajar, bebo café descafeinado con extracto de ganoderma para calmar los nervios, doy un largo paseo con los perros, converso con los vecinos como si no pasara nada. Pero la bendita imagen de Krishna con la flauta se queda reinándome todo el día y pienso en el pobre Alberto Martínez y su desdichada y olvidadiza secretaria, a quienes me siento virtualmente hermanada. Recurro a la artillería pesada: rezo la oración del Espíritu Santo y hasta le prendo una vela a la Virgen de la Caridad del Cobre. Pero ahí está la espinita… Vuelvo a mirar mi correo electrónico, vuelvo a abrir el mensaje. El botón de Reenviar me luce más grande y brillante que el de Borrar. Mi dedo índice coquetea con el ratón. Cierro el mensaje. Recuerdo el dicho gallego: yo no creo en las brujas, pero de que las hay, las hay. Vuelvo a abrir el mensaje. Repaso mentalmente los contactos que serían capaces de perdonarme en caso de emergencia. No llegan a 20 ni de broma. ¿Y si se lo reenvío 20 veces a Carola? Eso apenas serviría de atenuante a la macacoa. Por suerte, aún me queda un par de horas para decidirme. Reenviar o Borrar, ése es el dilema. Ése y ¿quién diablos será Alberto Martínez?

Del horóscopo y sus efectos


Por Sofía Irene Cardona


Si quiero por las estrellas saber, tiempo, dónde estás, miro que con ellas vas, pero no vuelves con ellas.
-Luis de Góngora

Estaba de moda la canción de Aquarius. Mi hermana participaría en un desfile al son de esa tonada y le mandaron a hacer un traje largo dorado como de sirena terreste y un peinado altísimo como una colmena de abejas. Iba como reina de un signo (¿virgo, cáncer?), por invitación de uno de nuestros primos riquitillos, a una actividad popof del Club Rotario. Llevaba un portaestandarte dorado y escarchado que la hacía lucir, sumando traje y moño, como soberana de las estrellas. Qué fácil es ver glamur a los ocho años. Qué divertida fue la era de acuario.

Esa fue la ocasión en que conocí los signos del zodiaco. Mi hermana era virgo, me informaron, yo piscis. Empecé a encontrar horóscopos en todas las revistas femeninas que caían en mis manos y pronto descubrí que también lo publicaban en el periódico El Mundo, en una discreta columna, alargada y perpetua como debe ser una carta astral. Tardé un poco más en enterarme de que se trataba de una actividad milenaria y de que importantes mandatarios de todos los tiempos se la habían tomado muy en serio. Todo esto sucedía cuando aún Walter Mercado era el adivino absoluto. Desde entonces, sin embargo, repasé mi horóscopo con bastante indiferencia, hasta el otro día, en que me enfrenté, por primera vez, al rigor de los astros.

“¿Que tú eres piscis?” Corearon al unísono dos amigas con las que almorzaba, cuando respondí, sin mucho entusiasmo, la pregunta habitual de clasificación astrológica. Su incredulidad no tenía límites, a juzgar por los cuatro ojos, redondos como platillos. Según su sentencia unánime yo era una perfecta capricornio. Confieso que en el momento me confundió el vocablo (¿por qué me insultan?) y luego me inquietó mi falta de correspondencia con los designios astrales.

Atragantándome discretamente el bocado, pensé que de alguna forma mi comportamiento retaba a las más altas potestades y corría peligro. Algo raro me sucede. Por otro lado, me sentí halagada. Anjá, entonces no soy tan predecible como me achaca mi prima. Desafío los designios celestiales. Bravo. Soy una mujer misteriosa. Siempre he querido ser una mujer misteriosa, pero mi aplastante sentido del ridículo no me lo permite. Como quiera, decidí investigar un poco más de tan encumbrado asunto.

Pues bien, ya se sabe que el horóscopo es un método de adivinación fundamentado en la posición de los astros en el momento del nacimiento. Averigüé que el término deriva de oros, horizonte, y skopeo, examinar. De manera que el sabio, acomodado cerca de la partera, tan pronto escucha los primeros berridos de la criatura, sale de la choza a examinar el horizonte. Entonces, proclama. Ante tan abrupto y arbitrario método de predestinación, me sorprende la cantidad de personas que se toman muy en serio su carta astral.

Dicen los que saben y editan las páginas de la Wikipedia que la creencia en la efectividad del horóscopo se potencia por un fenómeno psicológico por el cual las personas privilegian las coincidencias. Allí dice: “La vaguedad, unida a la alta probabilidad de las supuestas predicciones, permiten un índice de aciertos bajo, pero lo suficientemente alto para que funcione el mecanismo psicológico descrito”. Será por eso que, según se cree popularmente, las mujeres somos las más habituales consultoras del horóscopo.

Me intriga la idea generalizada de que es una obsesión femenina. ¿Será verdad? Es cierto que no falta en ninguna revista mujeril una sección astrológica, pero es perfectamente comprensible, pues la lectura zodiacal se apoya en la noción del ciclo continuo de las cosas y las criaturas femeninas somos más propensas a creer en el regreso de los cultivos, la ruta de las nubes, los malos humores y el periodo menstrual. Sin embargo, la historia indica que ha sido una obsesión que rebasa el género. Para muestra, un botón. Ya en el siglo XVII un poderoso conde, Albrecht von Wallenstein, encargó nada menos que al astrónomo Johannes Kepler el cálculo de las órbitas de los planetas con el exclusivo fin de determinar las influencias planetarias sobre su destino. Cuenta la historia que el pobre Kepler murió sin ver un centavo, pues el magnífico aristócrata se hizo el loco y jamás le pagó los honorarios por las célebres Tablas Rudolfinas. A saber qué cosa terrible leyó el Conde en su futuro que provocó tal severidad.

Un siglo antes los europeos habían encontrado en México los trazos de otro tiempo, un disco de piedra que contenía el calendario secreto de los aztecas. Se descubrió que con aquella misteriosa rueda, marcada con signos de animales, vegetales y emblemas sagrados, los oficiantes leían, como cualquier otro astrólogo hijo de vecino, mensajes cósmicos, predicciones y cartas astrológicas, en las profundidades de los cielos. Ya ven, las más diversas criaturas varoniles de la historia, han consultado los astros, para no hablar de los griegos, los romanos y los estrelleros de las cortes medievales.

Para continuar saciando mi curiosidad en clave globalizada, busqué información sobre mi horóscopo según el calendario chino. Mi signo es el del tigre y resulta que también en China soy, como cualquier pisciana, sensible, valiente y testaruda. Algo de verdad habrá entonces, le informaré a mis amigas. Además dice que me llevo bien con los caballos y los perros, mal con los monos. No tengo familiares ni conocidos, que yo sepa, que pertenezcan a ninguno de estos signos. Sin embargo, gente por ahí habrá que sea caballo, perro y, sobre todo, mono, pues, según averigüé, son adecuados para cualquier tipo de trabajo y posiblemente me tropiezo con alguno todos los días.

De vuelta a casa, descubro en el periódico de hoy que el horóscopo incluye también la comparación con astros de carácter terrenal. Si, como pensaron mis amigas, yo fuera capricornio, debería ser fría, dura y fiel a mis compromisos, como Ava Gardner. Sería en ocasiones extremadamente distante, aspiraría a la mejoría social e insistiría en que cada cosa estuviera en su sitio.

Ahora que lo pienso, me preocupa que me hayan visto de esta manera, pero la verdad es que, según las estrellas, comparto el destino con los ilustres piscianos Elizabeth Taylor y Albert Einstein. Qué alivio. Me catalogan de sensible, mutable y amante maravillosa. Caramba, qué interesante soy. Me encanta ser piscis. Hoy iré por el mundo sandungueando de lo lindo, aunque eso de que “cuando surgen problemas pienso que se resolverán por sí mismos y dejo que el tiempo los arregle” es mentira podrida. Ahí me parezco más a Ava Gardner, lo confieso. Pero bueno, el horóscopo también asegura que soy presa de cierta inseguridad o indecisión. Ya ven, hasta indecisa soy en cómo soy, a qué signo correspondo. Así que habrá días en que me imponga sobre las estrellas celestiales y terrenales y amanezca hecha, como perciben mis amigas, toda un capricornio. En esos días, cuidado, no respondo por mí, el orden del universo se habrá trastocado.

De algunas ventajas de ser invisible y otras cositas que jamás fueron carpeteadas


Sofía Irene Cardona


“Eres transparente”, me dijo casi con pena. “No puedes ocultar nada.”
Me deshice ante esa declaración. Yo que anhelaba tanto ser misteriosa. Qué interesantes y atractivas parecen las mujeres silenciosas. A nadie se le ocurre que tras ese velo de mutismo se esconda un monumento a la tontería. Por favor, alguien que tome pronto una foto en blanco y negro, una de ésas en las que todas parecemos glamorosas: los ojos semicerrados por el humo del cigarrillo, tez uniforme, sin imperfecciones ni cicatrices, tal vez un coqueto lunar a un lado de la cara. La onda del cabello oculta mitad de la cara y luego cae sobre los hombros. La mano se coloca en un gesto delicadamente suspenso. El aura de lo femenino, eso que imitan con lentejuela, tacón y eyeliner los afanosos trasvestis, gravita sobre esa imagen. Al menos eso pensaba yo a los catorce años, cuando me declararon completamente legible y concreta. Ahora que el tiempo ha velado o develado los secretos de muchas mujeres conocidas, ahora que es mejor ser saludable que interesante, el misterio me tiene sin cuidado. Lo juro.

No es que lo encuentre frívolo, nonines. Lo que sucede es que con los años me he puesto vaguísima y para el misterio hay que pasar mucho trabajo. Duelen los pies, pican los ojos, es carísimo. Además sucede que, para colmo, hace tiempo descubrí que todo esfuerzo es inútil pues, en efecto, mi aspecto es absolutamente común. No cualifico para mujer misteriosa. Me parezco a mucha gente. Toda la vida he tenido dobles. Me parezco a mis hermanas, a mis primas, a mi padre, a mi abuela y su comadre. En mi niñez me confundían con mi hermana, en los años universitarios con varias de mis amigas, en mi trabajo con alguna colega, en el edificio con la vecina del tres. Ando dispersa por el mundo. Como diría mi madre, me hicieron y no rompieron el molde.

De este defecto aparente, tan distante de la cachendosa imagen de mujer misteriosa, he descubierto, sin embargo, y para mi consuelo, una gran ventaja. Tengo la facultad de pasar completamente inadvertida. ¡Tatán! Hubiera podido ser una estupenda espía.
Esto se hizo patente durante mis años universitarios, en pleno furor carpetero. A pesar de haber asistido a los mismos embelecos, gritado las mismas consignas y repartido las mismas hojas sueltas que muchos fichados, nunca merecí carpeta de subversiva. Ni una flaquitita. Pero me consuela saber que mi hermana, que, como Tati, Puri y la de más allá, temió calentarse en sus años universitarios, tampoco tuvo el honor de llamar la atención de los esbirros del Imperio. Claro que mi hermana, ya lo he dicho, se parece a mí, y tal vez por eso sufra del mismo desorden de identidad.

A mi padre, a quien también me parezco, sí que le hicieron una, bien delgadita, pero valga decir que fue a última hora durante la huelga universitaria del 1981. Los federales ni se habían fijado en él, a pesar de que llevaba décadas dictando la cátedra de ruso en plena Guerra Fría. Como tenía el pelo blanco y vestía chaqueta y corbata, los camarones no lo perdían de vista. Ese hombre habla en lenguas, jmm, debe ser peligroso. ¿Que nunca ha militado en partido alguno, que sus únicas obsesiones, fuera del ámbito académico, son los palos de aguacate y las abejas? Del agua mansa líbreme Dios, velémoslo. Se dispusieron a investigarlo y alborotaron el barrio preguntándoles a los vecinos sobre el enigmático señor que escuchaba música en lengua extranjera a altas horas de la noche. Tal vez este amante de la ópera ocultaba, bajo sus inclinaciones artísticas, el susurro siniestro de la conspiración. El problema era que no recibía muchas visitas ni daba otros paseos que no fueran los que hacía de la casa al trabajo y viceversa, así que, me imagino, los guardias perdieron pronto el interés. Igual, con el despiste que traía siempre, el profesor saludaba amablemente a los conductores del sospechoso carro estacionado frente a su casa. Tal vez los espías interpretaban su cortesía como desafío a la autoridad o, finalmente, cobraban conciencia de la inutilidad de su absurda tarea.

Ahora, a la distancia, resulta casi graciosa esa carpeta. Delgaducha, muy poco enjundiosa, lo más interesante que describe de las actividades de mi padre es su lectura, en una sala de espera, de El capital, y en ruso. Cabría preguntarse sobre las dotes lingüísticas del informante. En ruso sería, sí, pero seguramente era un libro de gramática, pues dudo que tuviera ninguna obra de Marx en su biblioteca, ni siquiera en alemán. Posiblemente ese día aprovechaba la ocasión para repasar las lecciones que, por andar en aquellos trotes, no daría. El espía reconoció el ruso, los rusos son comunistas, los comunistas leen a Marx, ergo, el sospechoso lee El Capital. ¡Carpeta! Elemental, mi querido Watson. El policía tomó nota y allí quedó para la historia, mi padre leyendo a Marx, en ruso. Al menos ese episodio resulta pintoresco, el resto son disparates inventados por los chotas del barrio y una hoja que declara la escasa peligrosidad del sujeto investigado que, de alguna forma les constaba, no portaba armas.

Yo, en cambio, como he dicho, sólo aparezco de personaje muy secundario, casi de extra, en un episodio de la carpeta de mi marido, un compendio de informes aburridísimos sobre la vida estudiantil de finales de los setenta: que si vendían donas, que si discutieron tal panfleto, que si hicieron guardia en el periódico. Dos tomos de informes zonzos y aburridos, y eso que uno de los concurrentes a dichas reuniones era el ya legendario González Malavé. Para colmo, yo figuro con uno de mis nombres equivocados, como una tal “Sonia, la novia de Alberti”. Me pregunto qué provocó el incipiente interés del policía, suficiente para nombrarme en el informe de uno, pero no tanto como para abrirme a mí también, una carpeta como Dios manda. No, no, ésta sí que es una mosquita muerta, no vale la pena el esfuerzo. A menos que Sonia sea otra de mis dobles y, más notable que yo, tenga carpeta aparte. Jmm.

Pero nadie se llame a engaño. Lo que sucede es que soy invisible. Sencillamente, no me ven. Tengo la facultad de parecerme a mucha gente, un buen truco para pasar inadvertida, fácilmente confundida, olvidada. Mire mi foto en la esquina. ¿No le recuerdo a alguien? ¿ No cree que me conoce de alguna parte?

Es una pena que careciera de voluntad conspiratoria, porque seguramente hubiera podido ser una excelente Mata Hari. Jamás de los jamases la policía me hubiera descubierto. Ni los federales hubieran podido conmigo. Cuando, al pasar del tiempo, descubrieran mis valerosas proezas, mi silueta en blanco y negro a través del humo del cigarillo, tan silenciosa, sin duda alguna, les hubiera parecido la de una mujer misteriosa.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Aerofobia


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Fuera de quicio
Aurora Lauzardo

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No le tengo miedo a la muerte, sino al avión.
- Pablo Picasso -

A Mercedes López-Baralt y José Quiroga porque lo entienden perfectamente.

Me aterrorizan los aviones. Les tengo tanto miedo que, cuando voy por la Baldorioty y veo un avión despegando en el aeropuerto, me da un vuelco en el estómago y pienso qué bueno que no voy ahí dentro. He de decir, a modo de atenuante, que comparto este miedo con García Márquez y muchos otros artistas e intelectuales famosos.

Lo he intentado todo, he hablado con pilotos e ingenieros de vuelo que me han explicado todas las leyes matemáticas y físicas que los sostienen en el aire. He aprendido, por ejemplo, que los aviones despegan y aterrizan a 150 millas por hora (no que eso me consuele mucho, porque a cualquiera que vaya a esa velocidad en la autopista le dan una multa) y que, aún si fallaran todas las computadoras, el tren de aterrizaje se puede bajar manualmente. Me he aprendido de memoria las estadísticas, me he dejado hipnotizar, he hecho visualizaciones, incluso mi compadre, el psiquiatra, me ha recetado ansiolíticos, pero no me atrevo a tomarlos porque si hay una emergencia, quiero estar alerta. El me asegura que, si fuera el caso, la adrenalina activaría todos mis reflejos pero no me convence. El no les tiene miedo a los aviones.

Desde que compro el billete empiezo a preocuparme y confieso que alguna vez he titubeado en la puerta del avión. Pero las palabras de mi madre, de los cobardes no se ha escrito nada, me han obligado a dar ese paso a la cabina y enfrentar mi miedo con toda la elegancia de la que soy capaz, porque mi madre me enseñó también que la elegancia es lo último que se pierde y, aunque parezca mentira, el miedo al ridículo es mayor que el miedo a la muerte. Así, quien no me conoce jamás se imaginaría el mal rato que estoy pasando.

Siempre entro al avión con el pie derecho. Siempre llevo la medallita de la Virgen de la Caridad del Cobre de mi abuela prendida por dentro de la camisa. Siempre me visto de algodón porque se tarda más en quemarse que la fibra sintética (según nos enseñó el marido de una amiga). Siempre pido que me sienten en el pasillo. No puedo entender cómo hay gente que le gusta mirar por la ventana mientras el avión se va elevando, alejándose cada vez más de la tierra. No crean que exagero, pero sólo de imaginarlo mientras escribo, me vuelve a dar el vuelco en el estómago. Soy un mamífero terrestre, mis huesos pesan demasiado para andar volando a esas alturas.

Durante el vuelo, me vuelvo básicamente inexpresiva, clavo la mirada en el respaldo del asiento de enfrente, no hablo con nadie, me seco el sudor de las manos muy discretamente y me limito a agarrar ese avión con todas mis fuerzas desde mi asiento, del que no me levanto por nada del mundo. Con el cinturón de seguridad bien apretado, cierro los ojos y, después de rezar tres veces la oración al Espíritu Santo, repaso la visualización que me enseñó mi loquera: estás relajada, segura, disfrutando saludablemente … me esfuerzo por escuchar esa dulce y sensata voz, que en tierra me da tanta seguridad, pero qué va, el ruido de los motores no me deja imaginarme en esa hermosa playa desierta.

Y entre oraciones y visualizaciones, confiando en que a la madre no se le haya olvidado prender el velón del buen viaje (cosa que, al parecer, también hacía la madre de García Márquez) para que me lleve y me traiga bien, espero el momento más morboso del viaje: las instrucciones en caso de emergencia. En perfecta coreografía por el angosto, si bien iluminado pasillo, los asistentes de vuelo ilustran con su mejor sonrisa (¿serán cínicos?) el procedimiento para ponerse las máscaras de oxígeno (y pretenden que una se crea que, aunque la bolsita no se infle, el oxígeno está fluyendo) o los chalecos salvavidas, que no se deben inflar hasta que se haya salido de la nave (seguro que nos vamos a acordar). Claro que no nos dicen que no nos podemos llevar la máscara de oxígeno cuando estemos saliendo del avión.

Después de que nos dan las instrucciones en dos idiomas (como para machacarnos bien), no volvemos a saber de la tripulación hasta que una voz por el altoparlante nos da las gracias por haberlos escogido (¿acaso había otra opción?) y decirnos que hemos alcanzado la altura y velocidad de crucero. Gracias, justo lo que necesitaba para tranquilizarme, ahora sí que no hay escapatoria.
Siempre me ha parecido que los que no les tienen miedo a los aviones son unos inconscientes. Y pensar que hasta hay gente que disfruta volar o que es capaz de dormirse en un avión. Deben tener la conciencia mucho más tranquila que yo. Porque piensen lo que es montarse en un avión. Una se entrega de la forma más sumisa a una persona, el piloto, a quien nadie ha tenido la gentileza de presentarle. Ni siquiera nos dejan verlos, olerlos o hacerles algunas preguntas antes de poner nuestras vidas en sus manos a 33,000 pies de altura, en un aparato que, a pesar de todas las leyes físicas y matemáticas, entre pasajeros, equipaje, fuselaje y combustible pesa no sé ni cuántas toneladas.

No obstante, jamás he desperdiciado una sola oportunidad de montarme en un avión por miedo y he tenido la grandísima fortuna de haber viajado bastante por el mundo y de no haber tenido nunca el más mínimo percance en un avión, salvo una vez: cuando fui a Cuba.

Después de una maravillosa y emotiva semana, regresaba a Puerto Rico con Sofía Cardona, mi amiga y compañera de viaje, con las maletas vacías y el corazón lleno. El avión despegó puntualmente en un día despejado. Pero antes de alcanzar la altura de crucero, noté que dejamos de subir y que, de pronto, el sol entraba por las ventanas del lado opuesto del avión. Al cabo de un rato, el sol estaba entrando por las ventanas de mi lado. Aquí pasa algo. En efecto, al cabo de unos minutos, salió la compañera asistente de vuelo con una gran sonrisa y nos informó que el radar meteorológico se había dañado y que teníamos que regresar.

Silencio sepulcral, aydiosmíos, oraciones, murmullos y yo, haciendo un esfuerzo por emular la elegancia materna, bajo la vista y me muerdo los labios. No nos lo dicen, pero tenemos que consumir el combustible antes de aterrizar; es decir, dar vueltas y vueltas durante dos horas y media, al cabo de las cuales aterrizamos nuevamente en La Habana. La compañera azafata nos dirigió hacia la puerta y nos despidió uno a uno mientras salíamos del avión. A pesar de mis esfuerzos, debía estar tan pálida y desencajada, que la compañera me preguntó: ¿Y por qué te asustaste, no viste que yo estaba de lo más sonreída? Y yo sólo atiné a contestarle: Compañera, gracias, pero en las películas, ellas siempre sonríen antes de que se caiga el avión.