Mari Mari Narváez
Especial para En Rojo
Nada peor que un escritor casi sesentón con exceso de
nostalgia y autoestima. Pobre del par de mujeres que le pase de frente y lo
mire, porque el señor no pensará que lo observan dado que le reconocen por sus
libros o por el periódico (o porque lleve un pedazo de espinaca atorado en un
diente). No, el escritor nostálgico y confiado pensará que lo miran con pasión
y sentido de posibilidad. Peor aún, cuando se acerque su próxima entrega
periodística y no encuentre qué escribir, publicará una columna dominical sobre
aquel par de mujeres inofensivas: “unas focas desechos de tienta que pasan
junto a nosotros, vestidas con pantalón pirata, lorzas al aire y camiseta sudada;
creyendo, las infelices, que nuestro ‘por allí resopla’ va con ellas”.
Sí, esas palabras son de Arturo Pérez
Reverte, quien cuenta que paseaba con Javier Marías, otro escritor español,
cuando ocurrieron los hechos que relata en la nota, titulada Mujeres como las de antes.
En su columna sindicada bajo el nombre Patente de corso y publicada en los
diarios El País de España y La Nación de Argentina, el escritor se lamenta
muchísimo de que las mujeres ya no sean como antes (o sea, como en sus tiempos).
“Mujeres de esas que pisaban fuerte y
sentías temblar el suelo a su paso. Mujeres de bandera”, dice, y continúa
explicando: Las que se ponían “esas medias con costura sobre zapatos de aguja,
comenta Javier con sonrisa nostálgica. Esas siluetas, añado yo, gloriosas e
inconfundibles: cintura ceñida, curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta
las rodillas. Etcétera”.
Dice el escritor que aquello no sólo se
veía en el cine sino en la vida real (lo duro de la nostalgia irreversible, la
del tiempo transcurrido, es que siempre glorifica patéticamente el pasado).
“Hasta las niñas, en el recreo, se
recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres
mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones,
falda”, dice el escritor. “En aquel tiempo, las mujeres se movían como en el
cine y como señoras porque iban al cine y porque, además, eran señoras”.
Ese caché ya no ocurre, insiste, pues “no
se pasa así como así de sentarse despatarrada, el tatuaje en la teta y el
piercing en el ombligo a unos zapatos de Manolo Blahnik y un vestido de Chanel
o de Versace”.
Pero ojalá se quedara ahí no más el
artículito. No. Tal parece que, ante la falta de experimentación en sus
novelas, quiso compensar con esta columna, impregnándola con algo de shock, que
está muy de moda.
Entonces remetió escribiendo que, en su
paseo de ligones frustrados por la Puerta del Sol de Madrid, a él y a Marías se
les cruzó "una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con
zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca
gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-,
abatirla de un escopetazo".
Imagínense. ¿No se suponía que los hombres
de antes (como éste) tuvieran finos modales de caballeros? De seguro ya Pérez
está muy viejo para aprenderlos, lo que no hace sino agudizar la ausencia de
esa noción tan básica y valiosa que todo escritor debe aprender a manejar: el
silencio.
Traducido a la hoja, la ausencia de sonido
es un espacio vacío, una palabra no escrita, una idea enterrada, algo de lo que
se puede prescindir. “El silencio es lo que no tiene precio mientras las
palabras se abaratan de tanto usarse”, escribió el poeta Oliviero Girondo.
No se escribe todo lo que se piensa, Sr.
Pérez. La censura es censurable, mas no así la autocensura, que es sólo una
herramienta social de las más básicas. De hecho, yo creía que era instintiva
pero veo que estaba equivocada. Entonces, señor Pérez, a ver si le repito para
no dejar lugar a dudas: Mire, hay cositas tan y tan aberrantes que pasan por
nuestras mentecitas que, no importa si se es el mejor escritor del mundo, cuando
no es ficción lo que se está escribiendo, una se las queda.
¿Alguna vez ha escuchado ese lema central
de la moda que dice ‘less is more’? (Permítame traducírselo por si no maneja
usted el inglés: ‘Menos es más’). Pues sepa que el dicho de los diseñadores es
también absolutamente pertinente para los escritores.
Sé que sería mucho pedirle que no pensara
como un sicópata. En el mundo de la mente, como en el del corazón, no hay
manipulación que valga. Pero un poco de silencio, don Arturo, tan solo eso, no
le viene mal ni al artista más estrambótico.
La verdad, ahora que lo pienso, a mí me
encantaría decir a los cuatro vientos y a nombre de todas mis amigas solteras
que ya los hombres no son lo que eran. Una tiene que aguantar chocarse con
ellos en las tiendas (ese espacio que solía ser de esparcimiento y respiro
femenino) y pelearse en las góndolas por objetos que no se suponía que les
pertenecieran (pinzas, cremas olorosas, productos para el cutis, correas,
¡hasta carteras!).
“Es la posmodernidad”, tiene una que
decirse. “Y también los hombres tienen que liberarse”.
Me encantaría admitir públicamente que
cada día es más cuesta arriba para las mujeres hallar aquella virilidad
prometedora de las películas de Robert Redford. Pero me lo callo (oops!);
primero porque mis maestros periodistas me enseñaron a evitar la
generalización. Y segundo, porque soy una mujer de este tiempo, que es el único
de mi vida. Si una no vive enamorada de su tiempo no veo cómo pueda enamorarse
de un hombre en vida; y eso, honestamente, sería demasiado funesto para mi
débil espíritu.
En los años 20 del siglo XX, Virginia
Woolf escribió en su ensayo El ángel en
la casa que, a la hora de escribir, las mujeres tenían un ángel detrás
interponiéndose entre lo que pensaban y sentían y aquello que escribían. Si
bien Woolf utilizó esa idea para explorar la represión emocional a la que
estaban sometidas las mujeres, sobre todo las escritoras, cuando releo el
ensayo, se me antoja preguntarme: ¿Qué pasó con el ángel de ciertos escritores?
Y es que vuelvo a ese párrafo homicida y me doy cuenta
de que no tengo cuerpo pa’ eso, como dicen los españoles.
"Una rubia de buena cara y mejor
figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las
piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso
no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo".
Díganme la verdad. ¿Qué es lo que le pasa al baboso
este?