jueves, 29 de octubre de 2009

Un país fuera del mapa (o una reivindicación de lo minúsculo)



Sofía Irene Cardona
A los lejanos y pequeñísimos, Elizabeth Reed Mack y Diego Mueller-Gauf.

Debe tener algún efecto en nuestra personalidad vivir en un lugar aparentemente invisible.  Es posible que esto explique muchas cosas.  Quién sabe si la mezquindad de algunos, el gigantismo de otros, la melancolía del siguiente, estén fuertemente enraizados en la precoz conciencia de nuestra augusta pequeñez.
La primera vez que mi niña no encontró su país fue en un globo terráqueo de sesenta dólares.  En el lugar que debiera estar nuestra silueta había sólo dos palabras: SAN JUAN, pegadas como mosquitos entre la sombra de La Hispaniola y un reguero de manchitas acomodadas en curva.  Juntas revisamos cada uno de los globos, pero no aparecíamos en ninguno.  “Con razón está en especial”, concluyó mi niña, convencida de que aquella omisión bien merecía una cuantiosa rebaja. 

Los efectos de esta traumática experiencia no se hicieron esperar.  Días después de los bombazos de Londres, llegó la voz de mi hija a sacudirme.  Lo soltó - como hace siempre - cuando menos lo esperaba, yo distraída en el camino, ella asomada al mundo por la ventanilla del carro:  “¿Sabes?  Ésa es la suerte de vivir en un país que no aparece en los mapas:  estamos a salvo.  Nadie va a poner una bomba aquí.”  A mi niña le reconforta, como están las cosas, no aparecer en ningún mapa.

Con los ojos puestos en la carretera reflexiono en las extrañas consecuencias de esta revelación.  Tal vez no deba corregirla, tal vez sea mejor que siga pensando que está a salvo, ¿pero cómo rescatarla de los tremendos efectos de la soberbia y la mediocridad del tuerto en tierra de ciegos?  La cosa es complicada.  Me estremezco al pensar que muchos otros - posiblemente adultos - comparten la misma idea de esta niña de nueve años, y por eso pretenden reinar sobre la pequeñez, de espaldas al resto del mundo que no pueden ver desde esta orilla.

Hay quien dice, ahora recuerdo, que se trata de una vasta región inundada que empieza en el estrecho de Mona y desciende hasta el continente en una voluptuosa cordillera, arcada como una onda de vida.  Qué bonito.  “Somos islas, islas verdes, esmeraldas en el pecho azul del mar”, etcétera.  Pero éstos son momentos lúcidos y por lo tanto escasos.  El resto del tiempo cargamos la conciencia de nuestra pequeñez, como un gato que ha clavado sus uñas en nuestra espalda.

Acaso los sicólogos habrán explorado las diferencias entre las criaturas criadas en las inmensidades y las que, como nosotras, nos imaginamos el mundo desde un pedazo de tierra que no aparece en los mapas.  Tal vez no se les ocurra pensar en la libertad que tenemos quienes no contamos para el censo mundial, ni en cuán libres somos para escapar de cualquier responsabilidad.  Si acaso ponemos el nombre de puertorrico en alto qué bajo queda el suelo, caray, qué pasajero es ese vuelo de Miss Universo, del boxeador, del Riquimartin, del dame más gasolina.  Pocos saben dónde queda ese puerto ni el contorno exacto de su figura.

Enviamos una carta desde un continente hacia la casa y el sobre va dando tumbos por los rincones del mundo.  Va a parar a lugares vastos, con grandes cordilleras, volcanes y ríos caudalosos.  Error, ése no es el lugar, es otro, señor cartero.  Después de varios meses llega a su buzón, tan ajada, tan agotada, que apenas puede leerse.

Por otro lado, además de estar habituados al carácter minúsculo de nuestro lugar, estamos acostumbrados a la imprecisión de su dibujo:  una mancha a veces redonda representa su familiar extensión, cien por treinticinco, como un resto de fritura que flota en el aceite, gravitando alrededor de los protagónicos trozos, aquellos de forma definida y presencia contundente, carbonizándose en el triste final del aceite viejo que se vierte en la lata de basura.  Allá va, plin, casi no suena.  Qué triste se imagina esa pelotita saltando solitaria al vacío.

Sin embargo, yo encuentro tan armonioso su dibujo, tan hermosa su configuración cuadrangular - con el verde en el medio y el norte, la parte seca hacia el sur, la orilla del este abriéndose hacia las islas menores, la atalaya de su cordillera central tan mágica y sonora - que, si no fuera por todo el hormigón y los letreros de macdonalds, juraría que es una isla de lo más mona.  Qué preciosura, una isla - como dijo la filósofa española - de juguete; un país de bolsillo, diría yo.

Como efecto de esta observación, en un arrebato de optimismo, declaro que ya es momento de reconciliarse con lo minúsculo.  No sólo encuentro la necesidad de reivindicar lo frágil, lo pasajero;  también me reconcilio con la pequeñez de mi propio mundo doméstico y brevísimo.

Imagínense ustedes cuántos egos se desinflarían, cuántos podrían por fin abandonar sus disfraces, sus inquietudes, sus obligaciones.  Cuántos cederían al placer de lo inmediato y también pequeño:  un buen café, el pan recién horneado, la mirada dulzona del compañero de trabajo; en lugar de aspirar ansiosamente al puesto importante, al reconocimiento público, a la ovación de las grandes masas.  ¿De cuántos vociferantes nos libraríamos?  ¿A quiénes quieren mandar?  ¿En qué memoria quieren instalarse?

¿Qué nos impide entregarnos a esta regalada libertad de vivir el momento, de no esperar más gloria que la de un día recorrido del amanecer a la noche?  ¿Qué nos impele a protagonizar la historia de un brevísimo e insignificante universo?

Convendría, en el momento de más melodrama, de mayor dramatismo, en medio del escarnio o la euforia multitudinaria, recordar esta bienaventurada pequeñez para recogernos como el caracol en su casa y dejar un rastro baboso, también ligero, como muestra de nuestro nitidísimo pasaje entre la historia y el día, siempre dispuesto a repetirse.

Habría que aprovechar ahora que nadie nos ve, que nadie sabe dónde estamos, para escapar completamente de la obligación de definirnos y quedar así, acurrucados en el centro de nuestro cascarón inmóvil, como si estuviéramos muertos.  De todas formas, nadie notará nuestra ausencia.
Sería el momento de inventar qué hacer con tan vasta libertad.




El libro, ese objeto maravilloso


Sofía Irene Cardona

En homenaje a mi padre, que murió en su biblioteca,

rodeado de los suyos, descalzo y sin camisa,

como el hombre feliz de la historia.


En mi casa los libros siempre fueron objetos sagrados.  Me enseñaron a amar los libros por fuera y por dentro.  Recuerdo a mi padre siempre rodeado de ellos, frente a una mesa de misterioso orden, llena de papeles, iluminada por una bombilla pinchada a la ventana como si fuera un taller de hojalatería.  El lugar era una verdadera cueva: oscuro, verdoso - paredes color menta, ventanas que daban al frondoso patio.  De esa biblioteca salía a veces el rumor de una voz monótona en swahili o japonés: es la hora de la siesta y la grabadora de dos carretes arrulla el sueño del padre lector.

Mi padre hacía extrañas excursiones a un recóndito taller de la Ramón B. López a buscar telas para encuadernar sus libros con las tapas de nuestras libretas escolares.  Este raro pasatiempo explicaba la presencia en la biblioteca de una guillotina color verde oscuro, algo mohosa y rechinante, siempre al alcance de nuestros dedos, siempre prohibida.  Con sus manos callosas de agricultor aficionado, mi padre acariciaba los viejos tomos, recomponía sus partes con una aguja, reunía una vez más las hojas, pegaba cartones cubiertos de tela para hacer las tapas y armaba nuevamente el libro varias veces leído: un homenaje a quien armó las palabras que encerraba adentro.

Otra afición suya eran los libros chiquititos.  Aún se conservan alineados en una sola tablilla:  delicadas artesanías de la encuadernación, minúsculos libritos con lomos ostentosos, una biblioteca liliputense.  Me enternecía el esmero que ponía por colocarlos en la pequeña estantería: un rasgo de delicadeza masculina, casi como el paseo de una orquídea por el jardín.

No sólo su ejemplo nos enseñaba la veneración por estos objetos, también era frecuente escuchar sobre su cuidado:  los libros, como el árbol de mandarina, no se maltratan; no se les doblan las esquinas de las páginas porque luego se parten; no se sanan con tape porque con el tiempo se mancha el papel;  no se subrayan con pluma porque dificulta futuras lecturas; no se tiran a la basura porque siempre puede sacárseles provecho; y botar un libro es como profanar el cadáver de un ser humano.  

Curiosamente, la biblioteca de casa era un lugar ajeno para mí.  Debido a la afición de mi padre por las lenguas extranjeras, había muy pocos libros que yo pudiera leer, aunque había algunos que podía mirar, unos libros grandes, pesadísimos, con imágenes sagradas o joyas de la pintura universal.  Como quiera, sabía que aquél era un espacio de reverencia y los tomos acumulados en las estanterías un mundo por explorar.  Muchos años después descubrí que los cuentos que me contaba en las noches eran versiones muy libres de las lecturas de su biblioteca - Esopo, Tolstoi, Maupassant.

La poesía, por otro lado, llegaba a casa a través de la oralidad:  los poemas que mi madre había memorizado en su niñez en Adjuntas y las lecturas dramáticas que nos hacía de los dos tomos de Niños y alas, una colección de poesías infantiles preparada por el Consejo de Educación Superior en 1958, bajo la dirección de Ismael Rodríguez Bou, y cuya verdadera compiladora, posiblemente, debió haber sido de doña Dalila Díaz Alfaro.  Mi tía Margó completaba la experiencia sacando de su memoria prodigiosa las rimadas pocavergüenzas escolares, para mayor deleite de mi hermana menor:  En un cementerio de vivos, a la luz de un quinqué apagado, un ciego leía un libro sin páginas, escrito por un manco.

Pasaron muchos años antes de descubrir, a través de estas memorias, que había tenido una infancia privilegiada.  Mis padres, la primera generación de sus familias educada en la universidad, me habían legado, entre otros tesoros, el amor a los libros, a la historia, a los buenos relatos, a la poesía.  No sabía yo entonces, que aquel regalo era un fenómeno extraño, un verdadero tesoro.

A mis hijos, naturalmente, desde la cuna y el sillón, los rodeé también de libros:  libros duros, libros suaves, libros con colores brillantes y palabras sonoras.  Nuestros dedos pasearon por las historias, los versos, las preguntas.  Aprendieron a hablar meciéndose ante un libro y aún participan de ese inicial asombro.  Me enorgullece la pasión que sienten mis hijos por los libros, el hambre y la alegría con las que los devoran, como quien se zambulle en el agua un día caluroso o con la delicadeza del que no quiere partir el borde de un hermosísimo postre.  La casualidad o la intuición habían conspirado para que me enamorara también de un hombre que adoraba las palabras, hijo a su vez de otro que las veneraba, nieto, por vía materna, de un santurcino señor que acumuló montones de diversos libros para cuando pudiera leerlos.  De manera que en nuestra casa también creamos una extraña biblioteca de desiguales tomos, un arsenal de palabras que alguna vez será rememorado.

Tal vez por eso cuando veo las filas de agosto para comprar esos libros tan feos - panfletos mongos y predecibles -, tan venidos a menos, los únicos libros que conocen los niños de mi vecindario, me asola una íntima angustia.  

¿Qué ideas sobre los libros tendrán estos niños atiborrados de páginas y páginas de lecciones, pruebas para triunfar y fracasar, objetos de intercambio, molestosos rellenos de mochilas?  ¿Qué pueden pensar de una biblioteca quienes han conocido el libro sólo como artefacto institucional, llave para el aburrido éxito académico, melancólico texto con fecha de caducidad?  ¿Quién los llevará alguna vez a ese lugar de extraño orden, repleto de viejos y cuidados tomos, manoseados, leídos - enigmáticos, reveladores - siempre dispuestos a la maravilla?  ¿Quién les enseñará a leer en libertad?

 *La niña de la foto es Julia Cardona, hermana de la autora.

viernes, 16 de octubre de 2009

Recuerdo a La Negra



             Mari Mari Narváez

Qué tragedia. Miren lo que ha ocurrido: el día que murió Mercedes Sosa, estaba yo en medio de esa misteriosa conmoción que me provocan los fallecimientos de las personas mayores: una mezcla casi insólita de tristeza y alegría. Tristeza, por lo obvio. Alegría, porque siento que la muerte es una transición hermosa que marca el fin del paso de un ser humano por el mundo material. Cuando se trata de alguien que ha dejado tanta huella como La Negra, el regocijo es aún mayor, algo así como una renovación espontánea de mi fe en la Humanidad.

Ahí estaba, entre la euforia y el llanto, cuando leo las declaraciones de René Pérez, el de Calle 13. Para qué negarles que me parecieron muy de mal gusto. En lugar de concentrarse en la figura de Mercedes, empezó a contar cómo ella había estado tan preocupada por no haber podido enviar un saludo al papá de René en el día de los Padres.

“A quién le importará”, pensé, y aunque seguí con mis asuntos, no se crean que no estuve todo el día despotricando contra el pobre muchacho con todo aquel que yo vislumbraba dispuesto a escuchar mi perorata. (Me dan esas obsesiones absurdas, qué quieren que les diga).

A los pocos días, Alida, la directora de En Rojo, me pide que escriba sobre la Mercedes que conocí mediante su amistad con mi mamá, Evelyn Narváez Ochoa, QEPD.

¡Injusticia editorial!, reclamé. Ahora tengo que hacer lo mismo que René. ¡Qué tragedia!

  No sé decirle que no a Alida. Pero quiero que conste que nunca he sido farandulera. Con Mercedes llegué a arrepentirme de no haberlo sido. Pero ese es otro cuento que seguramente no me quepa aquí  hoy.

Sin embargo, si hablamos de faranduleras, hay que hablar de mi mamá. Estoy segura de que eso ayudó a que Mercedes y ella se hicieran tan amigas allá para la década del 80, cuando Mami se dedicaba a ejecutar el trámite legal para que se expidieran las visas de trabajo a los artistas que venían a Puerto Rico.

No es mucho lo que puedo decir, escribir, sobre la voz de esta mujer. Es algo que hay que ver, escuchar, vivir aunque sea una sola vez en la vida: un manto cálido y enorme que cae sobre uno, que te arropa con la resolución de cada sílaba. Algo verdaderamente misterioso, poderoso. 

Pero sí puedo extenderme dando fe de que Mercedes Sosa fue, ante todo, una mujer de amor. En todo el sentido de la palabra. 

Eso no significa que fuera una abuelita inofensiva. Mercedes tenía una personalidad compleja. Era toda una matriarca y, además (porque no es lo mismo) una mujer sumamente maternal. Y sin embargo, al mismo tiempo, era sumamente frágil, necesitada constantemente del cuidado y el cariño más contundente de sus seres cercanos.

Era extremadamente amorosa, una mujer sencilla y humilde. Pero también se sabía toda una Diva, que no quepa la menor duda. Eso la hacía un personaje muy divino, especialmente cuando leemos su biografía, Mercedes Sosa La Negra, escrita por su amigo Rodolfo Araceli, y conocemos la pobreza en que se crió en un campo de Tucumán, y cómo fue abriéndose mundo sin nada más que su voz extraordinaria y una visión generosa y compasiva de cómo debía ser el mundo.

María, su asistente personal, una peruana maravillosa que prácticamente entregó su vida a Mercedes, cuidaba de ella como a una bebé. La Negra enfermaba a menudo y me da la impresión de que, en el fondo, le gustaba su situación ante la enfermedad porque entonces era acogida, cuidada, aún más velada por su gente.

Algo muy similar ocurrió en su vida profesional. Su carrera siempre fue impulsada y protegida por los hombres de su vida: primero, Oscar Matus, su primer marido, papá de su hijo, Fabián y quien profesionalizó su carrera como intérprete. Luego, con su segundo marido, el compositor Pocho Mazzitelli, quien aportó musicalmente a su crecimiento y, eventualmente, con el propio Fabián, que manejaba su carrera.

Con su único hijo tenía una relación extremadamente pasional. Se amaban con delirio y, a veces, como es natural entre familias que trabajan juntas, con esa misma pasión, se peleaban. Ella podía enfurecer con él pero luego no podía casi sostenerse, estar bien, feliz, en paz, hasta que se contentaba nuevamente con su Fabián.

La penúltima vez que Mercedes vino a Puerto Rico (creo que fue en 2001) mi gran amigo Juan Antonio del Rosario se ofreció para servirles de chofer a Mami y a Mercedes mientras iban de compras. Mercedes siempre tuvo una debilidad particular por las sábanas y las toallas. Cada vez que venía a Puerto Rico, le pedía a Mami que la llevara a González Padín a comprar estos artículos. Pero ya en 2001, como González Padín no existía, Mami la introdujo a ese extraordinario pasatiempo nacional: el Marshaleo.

Dice Juan Antonio que ese día fue espectacular. Fueron a Marshalls, compraron sus toallas, luego la llevaron a La Perla para que viera el barrio más ‘cool’ de San Juan y, al final, no sé por qué terminaron comiendo un sándwich en un comivete. Ahí Mercedes se le echó a llorar a Juan Antonio en el hombro, porque él le recordaba a Fabián, con quien estaba medio peleada. “Decía que no aguantaba aquel silencio con su hijo. Lo extrañaba con locura”, cuenta Juan.

Fue en ese mismo viaje que Mercedes grabó su parte en la hermosa Canción para Vieques, escrita por Tito Auger. (“Acurrucando los niños con salmos, al ritmo de detonaciones”).

Mercedes lloraba a la menor provocación porque amaba intensamente. Vi muchas veces cómo se emocionaba al hablar sobre sus amigos, sobre el arte, el exilio, sobre sus canciones, los compositores que las creaban, los dúos que planificaba. En esos momentos, su voz, tan robusta y luminosa, comenzaba entonces a adquirir un aire aniñado que luego se volvía quebradizo, hasta delatarla en toda su debilidad.

En 2003 la visitamos en Buenos Aires. Nos alojó a mi marido y a mí en una casa muy cerca de la suya, donde guardaba todos los miles de premios y obsequios que recibió a lo largo de su carrera. Allí dormimos una semana entre Grammys, Billboards, Discos de Oro, obras de artes de los mejores artistas plásticos de América. Entonces aproveché para entrevistarla. Precisamente esa semana recibió dos Grammys y las celebraciones en Argentina -donde Mercedes era francamente una Diosa- fueron tremendas.

En esa entrevista, ya demostraba su alto nivel de experimentación musical, su gran interés en colaborar con cantautores jóvenes, como lo hizo recientemente con su maravilloso disco Cantora: un viaje íntimo. En aquel entonces, le hablé de Alta fidelidad, un disco en el que grabó canciones de Charly García, a quien ella adoró con locura.

Recostada en su butaca vestida con ropa deportiva y en medias, los pies alzados, terminó cantando Promesas sobre el bidet, una de mis favoritas de ese disco, con una emoción incríble, como si fuera la primera vez. “Por favor, no hagas promesas sobre el bidet… Calambres en el alma…”.

      De hecho, también en esa entrevista me admitió algo que yo ya había anticipado: que, en efecto, estaba cansada de cantar Gracias a la vida. Pero, por más que decidía sacarla de su repertorio, siempre terminaba buscando la letra de prisa pues ningún público le permitía jamás bajarse de una tarima sin cantarla.

Mi relación con Mercedes no fue jamás tan íntima como la de Mami. Ambas se adoraron a muerte. A pesar de que Mercedes era muy guardada, Mami se quedaba en su apartamento en Buenos Aires (donde ella vivía, propiamente) cada vez que iba. Tan pronto como llegaba, Mami -que era un torbellino de energía- revolucionaba la tremenda paz de ese recinto. Entonces comenzaban a llegar los maestros de tango, de chacareras, y cuanto bohemio había en esa ciudad (desde cantantes famosos hasta dependientes de tiendas, todos amigos de mi madre) y después de montarla un rato en casa de La Negra, se perdían por las peñas de la ciudad hasta el amanecer. Mercedes no iba con ellos casi nunca. Los despedía a todos con ese amor, como una mamá gallina y se quedaba en la casa pues ella era más de salir a cenar tranquilamente, algo que también hicimos varias veces en aquel viaje.

Yo me preguntaba cómo podía lidiar con tanto barullo siendo ella tan apaciguada y changuita con su salud e intimidad. No me atreví a preguntarle a la propia Mercedes pero un día que Mami no estaba cerca, le pregunté a María, que sabía todo sobre La Negra: “Es que tu madre representa ahora mismo en esta casa la alegría, Mari Mari. La alegría. Y sin eso, Mercedes no puede vivir”.

 

La vida en fast forward



Mari Mari Narváez
El mercado insiste en cambiar la naturaleza de las cosas. O cómo se explica esa manera de querer forzar el transcurrir del tiempo, de querer imponernos una nueva temporada sin siquiera habernos recuperado de la anterior.
Una entra a una tienda a finales de septiembre y se encuentra con una especie de mundo mágico donde conviven el regreso a clases con Halloween, Acción de gracias y Navidad. ¡Navidad! Si usted acude a las tiendas con cierta periodicidad sabrá que no estoy exagerando.
Entro. De primera instancia, me invade esa sensación de bienestar, de nostalgia y reinvención que provocan los adornos navideños y el olor a pino. Pienso muy fugazmente que mi vida volverá a cambiar, que el trabajo y las presiones cederán a ese espacio carnavalesco y melancólico; lleno y vacío, cálido y frío que trae consigo ese momento del año. Diez segundos después, sin embargo, me doy cuenta de todo. ¡Es un racket! Podrá oler a pino pero es un sentido absolutamente artificial de bienestar. Aún hay que trascender emocionalmente el verano, escribir y escribir cuanta cosa se les ocurre a las jefas para que los clientes estén felices; escribir para que la gente quiera a una más, para librar batallas campales con el ángel en la casa, ese demonio que nos paraliza ante la computadora y no nos deja ser.
Es un insulto que los comerciantes pretendan acelerar el tiempo con tal de vender bolas brillosas y copos de nieve plásticos. Confunden, alteran, frustran. No se detienen a apreciar las bondades del tiempo transcurrido naturalmente, simultáneo al paso mismo de la vida.
Para mí, la época navideña apenas comienza a anunciarse un día que siempre llega de la misma forma y siempre cuando menos me lo espero. Salgo a tiempo de la oficina con algo de apuro y obstinación. La mayor nimiedad se tiende entre mis pasos. Llevo las llaves en la mano y pienso en ese trayecto necesario hasta el hogar: reunión, supermercado, correo, farmacia; acaso un restaurante o la casa de un familiar. Abro la puerta hacia el estacionamiento y entonces la noticia me golpea la frente: El sol ha vuelto a cambiar. Literalmente, de un día para otro. Aquella claridad brillante de ayer y de los últimos meses a las seis en punto de la tarde ya no existe; comienza lenta pero consistente esa feliz oscuridad que siempre culmina en una gran fiesta de Navidad.
Ese día del cambio soy feliz de una extraña manera. De golpe viene primero esa tenue melancolía del tiempo transcurrido. Hay miles de formas de observar el tiempo, de atraparlo, de extrañarlo. Saber el día exacto en que el sol ha cambiado es una de ellas. Ayer ha cambiado. A las seis en punto de la tarde ya no era el mismo. Desde ayer, el sol es diferente y lo será hasta ese día en que, cuando menos me lo espere, volveré a tomar las llaves, volveré a entrar al ascensor como todos los días de mi vida. Volveré a dirigirme al estacionamiento pensando en el trayecto al hogar, en la cena, en las cuentas, en esas ganas de regresar a alguna parte. Ese día iré ensimismada en la nimiedad cuando abriré la puerta y sentiré una luz mucho más brillante que el día anterior. La tarde estará clara, un tanto caliente y ruidosa como si la ciudad entera no supiera la hora que es. Ese día, de golpe, volverá la tenue melancolía del tiempo transcurrido. Y luego de nuevo la alegría incierta de una nueva temporada.
Quién dice que no hay cambios de estación en Puerto Rico. Y cómo se le llama a ese cambio de luz, de actitud, de propósitos. Cómo se le llama a ese deseo, a esa familiaridad, a esas bondades que se intensifican en noviembre, diciembre y enero para luego regresar lenta, obstinada, renuentemente al tedio de la noticia diaria, a la escena de la economía privada, a la muerte súbita, a la alegría de imprevisto.
Pero no hay derecho. En un mundo en el que cada vez hay más regulaciones, más responsabilidades y menos ayuda y compasión para el individuo, sólo faltaba que también le quitaran a una el pasar del tiempo, que en última instancia es la medida de la vida.
Por suerte ahora sí, sin lugar a dudas ni probabilidad artificial, se acerca diciembre. Me dijo una amiga que en los primeros días de noviembre se quedó boba cuando, pasando por una calle, vio que, en un apartamento, una pareja montaba su árbol de Navidad con luces y todo. Cada quien hace lo que quiere, nada más faltaba que también fuéramos a prohibirles montar su árbol el día después de Halloween. Qué importa si son víctimas de los comerciantes precipitados. Seré sensata y me limitaré a desearles que les salga bueno el pino. Que el día del pavo no tengan que prohibir el paso alrededor del arbolito por aquello de que no se caigan las ramitas. Que el pobrecito no se les queme. Por lo menos no hasta que sea Nochebuena de verdad de verdad. El 24 quiero decir.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Sobre el libro de aquel gringo




Por Sofía Irene Cardona







“Smart people suffer!”
Irene Alberty
 Ya me habían parecido curiosas las alusiones en aquella novela en inglés a San Juan y el Caribe Hilton, pero el colmo fueron los insultos en español boricua del personaje de un bar en Nueva Orleans:  “¡Ay, qué pato!”.  Eso me lucía sospechoso.  Pocos días después de terminar la lectura de A Confederacy of Dunces, averigüé que su autor, John Kennedy Toole, había sido maestro de inglés en Buchanan entre 1961 y 1963.  Ah, eso lo explica todo, bueno, casi.
Fue en esos años, según testimonia su amigo Dave Kubach, que Ken comenzó a idear las aventuras del protagonista de esta novela, Ignatius Reilly.  Pantagruélico don Quijote, más bien sanchizado por glotón, avaro, embustero y pedorrero, deambula por las calles de Nueva Orleans, atrapado en la pequeñez de, entre muchas otras cosas, la apretada ideología anti-comunista norteamericana y el estrecho recinto hogareño que comparte con su apabullante mamá.  El Caballero de la Triste Figura aparece bastante pervertido, transformado en un enorme y cínico bambalán sureño.  Ni hablar de lo que hace el autor con la Dulcinea, esa Myrna Minkoff cuya voz se intercala en varias cartas a lo largo de la historia.  La “Minx”, una caricatura de las intelectuales feministas de la época, se pasa achacándole a traumas sexuales las dificultades de Ignacio.  Nada más lejos de la indescifrable amada del libro de Cervantes.  Por ahí rondan también otros personajes pintorescos, atravesados en el habla sureña de Nueva Orleans, para júbilo de los desocupados lectores que llegan a sus líneas, como el fracasado policía Angelo Mancuso y el cínico muchacho negro, Burma Jones, que enfrenta con divertida lucidez su inevitable destino.
Después de haber disfrutado la lectura de este libro, me resultó inquietante que un melancólico maestrito de inglés distrajera sus lecciones a reclutas puertorriqueños con el sardónico relato de las extravagantes peripecias de un intelectual incomprendido.  Ken habría comenzado a tecletear esta alucinante historia en la maquinilla de su amigo Dave Kubach, en las barracas de Buchanan.  Si afilamos un poco el lápiz (bueno, bastante) hasta podríamos convalidárnosla como una novela puertorriqueña.
Piensa, sin embargo, su más reciente biógrafo, Cory MacLauchlin, en su blog [kentoole.blogspot.com], que las cartas en las que habla de Puerto Rico no serían del agrado de los puertorriqueños.  A saber qué es lo que cuenta en ellas.  No debe ser un dechado de corrección política.  No hay más que pensar en el humor mordaz de Kennedy Toole, que derriba todo arquetipo a su paso, y sumarle la actitud de muchos jóvenes militares que vienen a hacer turismo a Puerto Rico, como para figurarse lo que hubiera hecho su ironía agringolada en las bases militares y los bares populares de la década del sesenta.  ¿Qué habrá pensado de aquel país a medias que se asomaba tras la ventana?  Como muchos jóvenes militares, no sabría ni siquiera por dónde andaba.  A mí, como me cae bien el ingenioso e infortunado Ken, mejor que no me revelen el contenido de esas cartas.  Aunque algo contará al respecto MacLauchlin en su libro, Butterfly in the Typewriter, de próxima aparición.
Pero bueno, lo que más lamento de esta historia, no es la opinión que pudo haber tenido el maestro de inglés de los reclutas puertorriqueños, sino su desastrada fortuna.

Sucedió que, una vez terminada la novela de la cual hablo, Ken se lanzó a buscar un editor y sólo encontró críticas y desaliento, como les pasa a muchos escritores.  Incapaz de enfrentar el rechazo y la soledad, entre otros conflictos personales largos de contar, se rindió para siempre, a los treintiun años de edad.  De vuelta de uno de sus viajes, se estacionó cerca del mar, escribió la usual nota de despedida y conectó con una manguera el mofle del carro al interior.  No esperó más.  Se había dado por vencido.  Once años más tarde, su madre logró, después de muchos esfuerzos, la publicación de su libro, galardonado con el Pulitzer en 1981.  Dicen que había encontrado una copia al carbón del manuscrito.  Chamba y empeño conspiraron a su favor.

En el verano de 1982, leía yo en Madrid una reseña de la traducción de A Confederacy of Dunces, La conjura de los necios, publicada por Anagrama.  Decidí que con ese libro inauguraría mis vacaciones.  Disfruté muchísimo esa primera lectura y recuerdo haber compartido el libro después con mis condiscípulos de entonces, en la Universidad de Massachusetts.  Tal vez el hecho de que la sociedad conservadora norteamericana, y en particular el mundo académico gringo, fuera la más importante de las víctimas de su ironía, tuvo mucho que ver con el gozo de aquella lectura.  Era aún perceptible en la traducción la aguda ironía crítica de la voz original. 

Este verano, en busca, precisamente, de un libro para las vacaciones, reencontré la novela, esta vez en inglés, extraviada en los anaqueles de una megalibrería en Bloomington, Indiana.  Habían pasado veintisiete años desde mi primer encuentro con el texto y yo misma había atravesado hacía poco el desesperante proceso de creación y edición de una obra de ficción.  Me conmovió sobremanera releer también sobre las peripecias del manuscrito, la impaciencia de su autor, la soledad de su empresa.  Traté de imaginar cómo habría sido su trabajo de escritura, el cuidado que habría puesto en sus descripciones, en la elaboración de los divertidos diálogos.  En fin, pensé en cómo habría juntado allí experiencias e intuiciones, vuelto su corazón en aquellos papeles, para después lidiar con la indiferencia de los editores, el ninguneo de los altos señores de los libros.

Los muy imbéciles de aquellos mandamases que vieron por primera vez la novela, decían que no había nada detrás de aquella historia.  Malos lectores al fin, veían sólo la cáscara, lo burdamente cómico y no la estela de melancolía que había detrás.  Tampoco vieron la aguda crítica que hace A Confederacy of Dunces al conservadurismo gringo que aún sirve de ancla a las expectativas más sublimes de esa sociedad.  En otras palabras, no vieron cómo aquel libro picaba y se extendía, aún más allá de la década del sesenta.  Pero ya quedaba dicho por Swift, en la misma frase que abre el libro:  “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconocerán por este signo:  todos los necios se conjuran contra él.”

Allí estaba, pues, la conjura nuevamente, esperándome para darme una nueva lección sobre la mirada extranjera, los intelectuales, el azar y la perseverancia.  Todo a la vez, como suele suceder.  El arte, me convenzo cada vez más, es para los obstinados.  Aunque a veces, ya sabemos, un desdichado se nos cuela.






viernes, 17 de julio de 2009

Si tan solo Pérez Reverte tuviera un ángel (cualquiera)


Mari Mari Narváez

Nada peor que un escritor casi sesentón con exceso de nostalgia y autoestima. Pobre del par de mujeres que le pase de frente y lo mire, porque el señor no pensará que lo observan dado que le reconocen por sus libros o por el periódico (o porque lleve un pedazo de espinaca atorado en un diente). No, el escritor nostálgico y confiado pensará que lo miran con pasión y sentido de posibilidad. Peor aún, cuando se acerque su próxima entrega periodística y no encuentre qué escribir, publicará una columna dominical sobre aquel par de mujeres inofensivas: “unas focas desechos de tienta que pasan junto a nosotros, vestidas con pantalón pirata, lorzas al aire y camiseta sudada; creyendo, las infelices, que nuestro ‘por allí resopla’ va con ellas”.

Sí, esas palabras son de Arturo Pérez Reverte, quien cuenta que paseaba con Javier Marías, otro escritor español, cuando ocurrieron los hechos que relata en la nota, titulada Mujeres como las de antes.

En su columna sindicada bajo el nombre Patente de corso y publicada en los diarios El País de España y La Nación de Argentina, el escritor se lamenta muchísimo de que las mujeres ya no sean como antes (o sea, como en sus tiempos).

“Mujeres de esas que pisaban fuerte y sentías temblar el suelo a su paso. Mujeres de bandera”, dice, y continúa explicando: Las que se ponían “esas medias con costura sobre zapatos de aguja, comenta Javier con sonrisa nostálgica. Esas siluetas, añado yo, gloriosas e inconfundibles: cintura ceñida, curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta las rodillas. Etcétera”.

Dice el escritor que aquello no sólo se veía en el cine sino en la vida real (lo duro de la nostalgia irreversible, la del tiempo transcurrido, es que siempre glorifica patéticamente el pasado).

“Hasta las niñas, en el recreo, se recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones, falda”, dice el escritor. “En aquel tiempo, las mujeres se movían como en el cine y como señoras porque iban al cine y porque, además, eran señoras”.

Ese caché ya no ocurre, insiste, pues “no se pasa así como así de sentarse despatarrada, el tatuaje en la teta y el piercing en el ombligo a unos zapatos de Manolo Blahnik y un vestido de Chanel o de Versace”.

Pero ojalá se quedara ahí no más el artículito. No. Tal parece que, ante la falta de experimentación en sus novelas, quiso compensar con esta columna, impregnándola con algo de shock, que está muy de moda.

Entonces remetió escribiendo que, en su paseo de ligones frustrados por la Puerta del Sol de Madrid, a él y a Marías se les cruzó "una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo".

Imagínense. ¿No se suponía que los hombres de antes (como éste) tuvieran finos modales de caballeros? De seguro ya Pérez está muy viejo para aprenderlos, lo que no hace sino agudizar la ausencia de esa noción tan básica y valiosa que todo escritor debe aprender a manejar: el silencio.

Traducido a la hoja, la ausencia de sonido es un espacio vacío, una palabra no escrita, una idea enterrada, algo de lo que se puede prescindir. “El silencio es lo que no tiene precio mientras las palabras se abaratan de tanto usarse”, escribió el poeta Oliviero Girondo.

No se escribe todo lo que se piensa, Sr. Pérez. La censura es censurable, mas no así la autocensura, que es sólo una herramienta social de las más básicas. De hecho, yo creía que era instintiva pero veo que estaba equivocada. Entonces, señor Pérez, a ver si le repito para no dejar lugar a dudas: Mire, hay cositas tan y tan aberrantes que pasan por nuestras mentecitas que, no importa si se es el mejor escritor del mundo, cuando no es ficción lo que se está escribiendo, una se las queda.

¿Alguna vez ha escuchado ese lema central de la moda que dice ‘less is more’? (Permítame traducírselo por si no maneja usted el inglés: ‘Menos es más’). Pues sepa que el dicho de los diseñadores es también absolutamente pertinente para los escritores.

Sé que sería mucho pedirle que no pensara como un sicópata. En el mundo de la mente, como en el del corazón, no hay manipulación que valga. Pero un poco de silencio, don Arturo, tan solo eso, no le viene mal ni al artista más estrambótico.

La verdad, ahora que lo pienso, a mí me encantaría decir a los cuatro vientos y a nombre de todas mis amigas solteras que ya los hombres no son lo que eran. Una tiene que aguantar chocarse con ellos en las tiendas (ese espacio que solía ser de esparcimiento y respiro femenino) y pelearse en las góndolas por objetos que no se suponía que les pertenecieran (pinzas, cremas olorosas, productos para el cutis, correas, ¡hasta carteras!).

“Es la posmodernidad”, tiene una que decirse. “Y también los hombres tienen que liberarse”.

Me encantaría admitir públicamente que cada día es más cuesta arriba para las mujeres hallar aquella virilidad prometedora de las películas de Robert Redford. Pero me lo callo (oops!); primero porque mis maestros periodistas me enseñaron a evitar la generalización. Y segundo, porque soy una mujer de este tiempo, que es el único de mi vida. Si una no vive enamorada de su tiempo no veo cómo pueda enamorarse de un hombre en vida; y eso, honestamente, sería demasiado funesto para mi débil espíritu.

En los años 20 del siglo XX, Virginia Woolf escribió en su ensayo El ángel en la casa que, a la hora de escribir, las mujeres tenían un ángel detrás interponiéndose entre lo que pensaban y sentían y aquello que escribían. Si bien Woolf utilizó esa idea para explorar la represión emocional a la que estaban sometidas las mujeres, sobre todo las escritoras, cuando releo el ensayo, se me antoja preguntarme: ¿Qué pasó con el ángel de ciertos escritores?

Y es que vuelvo a ese párrafo homicida y me doy cuenta de que no tengo cuerpo pa’ eso, como dicen los españoles.

"Una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo".

Díganme la verdad. ¿Qué es lo que le pasa al baboso este?

 

viernes, 3 de julio de 2009

Colchones para tiempos truculentos


Inevitables golosas

que ni labráis como abejas,

ni brilláis cual mariposas;

pequeñitas, revoltosas,

vosotras, amigas viejas,

me evocáis todas las cosas.

Antonio Machado, Las moscas



Sofía Irene Cardona

Investigadores de la Universidad de Washington han descubierto lo que mi madre siempre supo.  Señoras, señores: para tener buenas ideas hay que dormir suficiente.  Un equipo de investigadores determinó que el sueño “ayuda a dejar sitio en el cerebro a nuevos aprendizajes” (y ya sabemos que, en estos tiempos, lo nuevo tiene que ser bueno).  La alusión al asunto físico me asusta porque siempre pensé que aquello de que “no me cabe en la cabeza” era metafórico, en fin, que no me cabe en la cabeza tal concepto de cerebralidad.  Pero bueno, los científicos sabrán lo que hacen. 

Fueron a su laboratorio y (no sé cómo, pues el artículo no explica) pusieron a dormir a unas moscas fruteras.  Después de varias piruetas metodológicas que escapan a mi corta inteligencia, descubrieron que las moscas más dormilonas, recordaban mejor.  Lo que me dejó lela fue el fundamento para tales peripecias científicas:  el sueño de una mosca frutera, según los expertos, es similar al de los seres humanos.  ¿Cómo así?  Me imagino, pues a la mosca frutera cabeceando sobre una papaya a las once de la noche, a la mosca frutera saltando a las tres de la mañana porque se acuerda de algo, a la mosca frutera andando ojerosa sobre los guineos del desayuno.  En fin, qué quieren que les diga, no he dormido lo suficiente en estos días.

Ya se sabe que el sueño es promotor del aprendizaje, dice el parte de prensa, pero en esta investigación se descubre que, además, el aprendizaje aumenta la necesidad de dormir.  Lo que explicaría el aspecto de buena parte de los universitarios.  Esta parte del artículo se escapa nuevamente a mis pocas luces, aunque puede que estuviera cabeceando mientras leía.  Ya dije que adquirir conocimiento exige descanso.

El colmo del asunto viene en la culminación de la noticia, cuando el anónimo articulista advierte sobre la falta de sueño de los atribulados ciudadanos, presas de las crisis económicas actuales:  “Lo mejor que puede hacer para estar seguro de aumentar las posibilidades de conservar su trabajo es dormir lo suficiente”.  ¿Pero no habíamos establecido que las preocupaciones quitaban el sueño?  ¿Acaso las moscas fruteras no se lo han advertido?

De esas intrépidas moscas me acordé yo el otro día cuando escuché en la radio a un joven empresario quejarse de la crisis económica.  El pobre, como es negociante, no duerme nada.  Y no es que tenga remordimientos, ni deudas por pagar, es que le quita el sueño pensar que debe cesantear empleados.  Este empresario no tendrá buena salud, pero tiene buen corazón.  Solidario, al menos en espíritu, sufre con cada despido.  Pobrecito.

“Es que las cosas están bien malas”, dice.  Ya no podrá invertir en tal o cual proyecto que tenía pensado.  Deberá vender una de sus tres casas.  Ha movido cielo y tierra para asegurar al menos la mitad del capital que tiene y ha renunciado a los proyectos más alucinados que tanto le entusiasmaban.  Se quedará con los más seguros.  Recorte por aquí, despido por allá, y la crisis llega a casa un poco amortiguada.  No ganará tanto como antes, tendrá que prescindir de lujitos, modificar sus espectativas.  Por eso no duerme.

Tampoco duerme mi vecina.  Hace un año que está desempleada.  Subsiste con chiripitas aquí o allá y también le ha costado lo suyo modificar la costumbre de ir al cine los domingos por la tarde.  Pero la suerte que tiene mi vecina es que su infortunio no afecta a nadie más.   Sin embargo, igual se encuentra de madrugada con el empresario, en los quiméricos páramos de los insomnes.

Entre las alocadas investigaciones reseñadas en la prensa, se destaca el descubrimiento, esta vez por sabihondos de la Universidad de Michigan, de que los insomnes podrían ser suicidas.  Esto también pude habérselos dicho yo, mi querido Watson, por un módico precio, y se ahorraban molestar a las moscas, pero no tuve la ocasión.

Lo que sí valía la pena de los resultados de este estudio fue el descubrimiento de que, entre todas las posibilidades de falta de sueño, la tendencia más fuerte a conductas suicidas provenía de quienes despertaban antes de lo deseado.  Estos madrugadores están más en riesgo.  No dice si incluye a quienes, obligatoriamente, se levantan muy temprano para ir al trabajo.  Palo si boga, palo si no boga.

Me puse a rebuscar el tema en la internet y me sorprendió encontrar montones de artículos sobre la falta de sueño.  Así me enteré de que este mes de mayo es, oficialmente, el Mes para un Mejor Dormir.  No dice quién lo declara, pero el periódico explica que el propósito de tal celebración es elaborar una campaña educativa para ayudar a los “consumidores” (entiéndase, a los consumidores estadounidenses) a disfrutar (hay cierto gozo en esta dormida) de una buena noche de reposo sin estrés (como si hubiera noches de reposo con él).  Pero la chulería viene al final del párrafo:  el BSC (Better Sleep Council) y el CRN (Council for Responsible Nutrition) concluyen que “es fundamental que los estadounidenses se dediquen a seguir un estilo de vida sano”.  ¿Aprenderán de una vez?  Lo que no dicen la BSC y la CRN es que, si el resto del mundo no sigue un estilo de vida sano (que incluya no pasar hambre y, por supuesto, dormir bien en un buen colchón), tampoco ellos (los consumidores estadounidenses) se aseguran el sueño reparador.

En esa misma nota se reseña otra investigación de Oklahoma State University que prueba que dormir mal regularmente puede elevar los niveles de estrés (y, por lo tanto, según ya sabemos por los sabios de Michigan, llegar al suicidio).  Pero entérense de qué bueno está lo que sigue:  el estudio de la OSU reveló que el colchón desempeña un papel crítico en la relación sueño-estrés y la calidad del descanso.  ¡También lo sabía mi mamá!  A continuación aclara que la gente está “pasando apuros como resultado de la pérdida de empleos y los problemas económicos” y “un colchón cómodo proporciona una buena noche de descanso para que usted pueda dar su mejor rendimiento durante el día, aún durante tiempos difíciles”.  ¡Elemental, Watson, te lo dije!  Recomiendan, entonces, el reemplazo de los colchones nacionales cada cinco años más o menos y yo rebusco a ver qué compañía fabricadora de colchones auspicia la publicación.  Jmmm.  Y concluye: Advierte que ahora con el aumento del costo de los servicios médicos y de la tasa de desempleo, es más importante para la nación (Americana, claro) tomar medidas preventivas.  Es decir, discreto y prudentísimo señor Obama, invierta usted en infraestructura y al menos, cada cuatro años, cámbiele los colchones a la ciudadanía.  Ahora, le advierto, si no incluye fondos para ayudar en la provisión de colchones del resto de los países del mundo, ya puede ir preparando el arsenal de pastillas de dormir.  Mientras tanto, asegúrese de descansar lo suficiente.

En cuanto al joven empresario, ya sabe, que se busque tambien él (eso sí, con dineritos suyos), un buen colchón.  A ver si, con todo y los despidos, él y los otros, pueden dormir el sueño de los justos.  Tal vez alguna idea revuele sobre sus cabezas, como una mosca majadera.

 

domingo, 8 de marzo de 2009

De algo más que dos historias truculentas


Sofía Irene Cardona

“¡El cuento no es el cuento! ¡El cuento es quien lo cuenta!”

-Mandrake el Mago

Algunas historias que leemos en los periódicos parecen imaginadas por algún siniestro dios, travieso e irresponsable. La verdad es que el periodista las arma maliciosamente, a sabiendas de la potencia de los datos y los silencios. Sabe que insinúa mucho más de lo que dice, y lo que dice, en muchas ocasiones, no es suficiente para satisfacer la curiosidad del morboso público. La imaginación, entonces, vuela. Coloca detalles sugerentes, llena algunos vacíos, y el tranquilo paseante de los diarios transforma su lectura en una divagación alucinada. Esto es más dramático en los casos truculentos. ¡Algo sucede por fin en medio del tedio! ¡Conmoción, maravilla! Siempre es más fácil percibir un estallido, que notar el crecimiento de una grieta parsimoniosa.

Hace algún tiempo dejé anotadas por ahí, dos de esas historias truculentas. Me atraganté al leerlas y las he guardado para, un día como hoy, pensar en sus transformaciones. Aún leales al primer desconcierto que me produjeron, demuestran cuán siniestra puede ser la fatalidad que nos acecha día a día.

EN CUMPLIMIENTO DEL DEBER

Una mañana, leí en un titular que una mujer policía había sido exonerada “por encubrimiento y omisión en el cumplimiento del deber”. Eso nada más. La frase invitaba a precisar qué delito encubría la mujer y qué deber había omitido, pero no prometía ningún relato emocionante. No sé porqué continué leyendo, pero luego resultó que aquél era sólo un pedazo insignificante de la historia, un trozo de muchísimo menos valor dramático que el resto, oculto, quién sabe si maliciosamente, tras el lenguaje de trámite.

Decía la noticia que la mujer había protegido por más de seis meses al prófugo más buscado de la región, un asesino, del que se había enamorado irremediablemente. Ya aquí teníamos una historia singular. Cómo se conocieron la mujer y el prófugo, cuál era la verdad del crimen del que se le acusaba, si era un hecho de sangre o un ordinario tráfico de drogas, y qué pasó durante esos seis meses de aventuras, quedaba, desafortunadamente para las mentes noveleras, en el misterio absoluto. El periodista o no sabía o no quería averiguarlo.

Lo que sí decía era que un confidente había informado a la policía el paradero del prófugo y hasta allá habían ido a buscarlo. ¿Quién era ese misterioso personaje? Tampoco decía qué fuerza había inducido al delator a descubrir el amoroso amparo. ¿Celos, indignación, sentido del deber? Posiblemente fuera alguno de los que gravitaban en la cotidianidad, sin duda accidentada, de tan singular pareja. ¿Acaso un vecino impertinente, un familiar preocupado, un amante despechado? Los más sentimentales dirán, en resumidas cuentas, un traidor, como los que suelen aparecer en las más clásicas historias amorosas.

Sucedió que la mujer, confiada o desprevenida, salió a atender la puerta, y los policías, alegadamente para protegerla, la sacaron a la fuerza. Sus gritos alertaron al amante, que se escondía en el interior de la pequeña casa. El hombre, desesperado, sin un momento que perder, a sabiendas de que sería capturado, puso el arma en su sien y, pum, disparó.

La imagen de la mujer atribulada, los ojos bajos, la boca apretada en un puchero, resultaba sobrecogedora. Sin embargo, contrario al carácter novelesco de la anécdota, la protagonista de la historia resultó ser una joven rechoncha y blanda, de aspecto bastante común, cualquier mujer que espera con nosotras la guagua. La heroína no se parecía en nada a las actrices que hubieran representado su papel de amante arriesgada y confundida en cualquier novelón. Jamás la hubiéramos imaginado tan cercana, tan familiar, tan común. Así son, después de todo, las cosas de las que habla el periódico, en su mayoría próximas, ordinarias.

SÓLO HAY UNA

La otra historia que me intrigó a la hora del desayuno era mucho más compleja, tanto que la cuento con cierto pudor. A diferencia del suspenso del relato anterior, aquí se decía algo tremebundo en la primera oración. Una mujer se había despertado por la mañana y le había disparado tres veces a su hijo, un hombre de veintipico años de edad. Así de crudo.

Era evidente que el periodista quería que siguiéramos leyendo, pero, como verán, a medida que abultaba su historia, iba exhibiendo una perversidad narrativa que más le correspondía a un cuentista que a un reportero.

Aclaraba a continuación que, la noche anterior, había llegado la víctima a casa de su madre porque había vuelto a pelear con su esposa. El relator indicaba que el incidente solía repetirse con frecuencia desde hacía tres años, pero esta vez el hijo le había confesado a la madre que ahora sí estaba completamente determinado a matar a su esposa. Éste, imaginé yo, sería el punto culminante.

Como suele pasarle a tanta gente con tantas cosas, el muchacho, ya fuera por pereza, por indecisión o porque de veras no lo decía en serio, pospuso el crimen para la mañana siguiente. Cenó parsimoniosamente la comida que la silenciosa madre le había preparado, se dió un baño de agua fresca, se puso sus payamas y se acostó en su antigua cama de adolescente.

¿Qué razonamiento nocturno llevó a la señora a despertar al hijo no con uno ni dos, sino con tres disparos matutinos? ¿Contra qué espíritu maligno disparó ella esa madrugada? Nada se contaba de su delirio nocturno, no se decía si estuvo distante de la lucidez que dan algunas obsesiones. ¿A quién habría visto en la figura de la bestia en calma, del varón tendido en el reposo, determinado a matar a su compañera después del desayuno? Lo que sí aseguro es que la silueta del monstruo imaginado en nada se parecería a la criatura que alguna vez tuvo que levantar del suelo. ¿A quién defendía ella con la cruda ejecución? ¿A la otra mujer, a su hijo, a sí misma?

A manera de epílogo de tan truculenta historia, se contaba que el padrastro había llevado al muchacho hasta el hospital, donde, al momento del reportaje, permanecía convaleciendo de las heridas. Así nos enterábamos de que había otro personaje más en la novela, no menos importante. También se decía que la madre había ingresado a un hospital siquiátrico, por tercera o cuarta vez. Más episodios omitidos, la mente vuela. Algo había vivido esta mujer que aún no había terminado, alguna deuda le quedaba por saldar. Al concluir el texto, no se resolvía el desconcierto. Los lectores quedábamos en vilo.

BREVE COLOFÓN

Mucho tiempo después regresé a estas historias olvidadas entre mis notas de lectura, tragedias verdaderas, tan íntimas y privadas, y a la misma vez tan desgarradamente públicas. Fuera del minúsculo parte de prensa y del trago amargo de sus protagonistas, la verdad de estos asuntos quedaría vedada para siempre a los perezosos lectores de periódicos, no así a quienes aceptaran que el centro de una historia es siempre escurridizo, caleidoscópico y mudable, nunca verdadero, siempre mágico, una vez traspasa el umbral de la imaginación.