jueves, 29 de octubre de 2009

Un país fuera del mapa (o una reivindicación de lo minúsculo)



Sofía Irene Cardona
A los lejanos y pequeñísimos, Elizabeth Reed Mack y Diego Mueller-Gauf.

Debe tener algún efecto en nuestra personalidad vivir en un lugar aparentemente invisible.  Es posible que esto explique muchas cosas.  Quién sabe si la mezquindad de algunos, el gigantismo de otros, la melancolía del siguiente, estén fuertemente enraizados en la precoz conciencia de nuestra augusta pequeñez.
La primera vez que mi niña no encontró su país fue en un globo terráqueo de sesenta dólares.  En el lugar que debiera estar nuestra silueta había sólo dos palabras: SAN JUAN, pegadas como mosquitos entre la sombra de La Hispaniola y un reguero de manchitas acomodadas en curva.  Juntas revisamos cada uno de los globos, pero no aparecíamos en ninguno.  “Con razón está en especial”, concluyó mi niña, convencida de que aquella omisión bien merecía una cuantiosa rebaja. 

Los efectos de esta traumática experiencia no se hicieron esperar.  Días después de los bombazos de Londres, llegó la voz de mi hija a sacudirme.  Lo soltó - como hace siempre - cuando menos lo esperaba, yo distraída en el camino, ella asomada al mundo por la ventanilla del carro:  “¿Sabes?  Ésa es la suerte de vivir en un país que no aparece en los mapas:  estamos a salvo.  Nadie va a poner una bomba aquí.”  A mi niña le reconforta, como están las cosas, no aparecer en ningún mapa.

Con los ojos puestos en la carretera reflexiono en las extrañas consecuencias de esta revelación.  Tal vez no deba corregirla, tal vez sea mejor que siga pensando que está a salvo, ¿pero cómo rescatarla de los tremendos efectos de la soberbia y la mediocridad del tuerto en tierra de ciegos?  La cosa es complicada.  Me estremezco al pensar que muchos otros - posiblemente adultos - comparten la misma idea de esta niña de nueve años, y por eso pretenden reinar sobre la pequeñez, de espaldas al resto del mundo que no pueden ver desde esta orilla.

Hay quien dice, ahora recuerdo, que se trata de una vasta región inundada que empieza en el estrecho de Mona y desciende hasta el continente en una voluptuosa cordillera, arcada como una onda de vida.  Qué bonito.  “Somos islas, islas verdes, esmeraldas en el pecho azul del mar”, etcétera.  Pero éstos son momentos lúcidos y por lo tanto escasos.  El resto del tiempo cargamos la conciencia de nuestra pequeñez, como un gato que ha clavado sus uñas en nuestra espalda.

Acaso los sicólogos habrán explorado las diferencias entre las criaturas criadas en las inmensidades y las que, como nosotras, nos imaginamos el mundo desde un pedazo de tierra que no aparece en los mapas.  Tal vez no se les ocurra pensar en la libertad que tenemos quienes no contamos para el censo mundial, ni en cuán libres somos para escapar de cualquier responsabilidad.  Si acaso ponemos el nombre de puertorrico en alto qué bajo queda el suelo, caray, qué pasajero es ese vuelo de Miss Universo, del boxeador, del Riquimartin, del dame más gasolina.  Pocos saben dónde queda ese puerto ni el contorno exacto de su figura.

Enviamos una carta desde un continente hacia la casa y el sobre va dando tumbos por los rincones del mundo.  Va a parar a lugares vastos, con grandes cordilleras, volcanes y ríos caudalosos.  Error, ése no es el lugar, es otro, señor cartero.  Después de varios meses llega a su buzón, tan ajada, tan agotada, que apenas puede leerse.

Por otro lado, además de estar habituados al carácter minúsculo de nuestro lugar, estamos acostumbrados a la imprecisión de su dibujo:  una mancha a veces redonda representa su familiar extensión, cien por treinticinco, como un resto de fritura que flota en el aceite, gravitando alrededor de los protagónicos trozos, aquellos de forma definida y presencia contundente, carbonizándose en el triste final del aceite viejo que se vierte en la lata de basura.  Allá va, plin, casi no suena.  Qué triste se imagina esa pelotita saltando solitaria al vacío.

Sin embargo, yo encuentro tan armonioso su dibujo, tan hermosa su configuración cuadrangular - con el verde en el medio y el norte, la parte seca hacia el sur, la orilla del este abriéndose hacia las islas menores, la atalaya de su cordillera central tan mágica y sonora - que, si no fuera por todo el hormigón y los letreros de macdonalds, juraría que es una isla de lo más mona.  Qué preciosura, una isla - como dijo la filósofa española - de juguete; un país de bolsillo, diría yo.

Como efecto de esta observación, en un arrebato de optimismo, declaro que ya es momento de reconciliarse con lo minúsculo.  No sólo encuentro la necesidad de reivindicar lo frágil, lo pasajero;  también me reconcilio con la pequeñez de mi propio mundo doméstico y brevísimo.

Imagínense ustedes cuántos egos se desinflarían, cuántos podrían por fin abandonar sus disfraces, sus inquietudes, sus obligaciones.  Cuántos cederían al placer de lo inmediato y también pequeño:  un buen café, el pan recién horneado, la mirada dulzona del compañero de trabajo; en lugar de aspirar ansiosamente al puesto importante, al reconocimiento público, a la ovación de las grandes masas.  ¿De cuántos vociferantes nos libraríamos?  ¿A quiénes quieren mandar?  ¿En qué memoria quieren instalarse?

¿Qué nos impide entregarnos a esta regalada libertad de vivir el momento, de no esperar más gloria que la de un día recorrido del amanecer a la noche?  ¿Qué nos impele a protagonizar la historia de un brevísimo e insignificante universo?

Convendría, en el momento de más melodrama, de mayor dramatismo, en medio del escarnio o la euforia multitudinaria, recordar esta bienaventurada pequeñez para recogernos como el caracol en su casa y dejar un rastro baboso, también ligero, como muestra de nuestro nitidísimo pasaje entre la historia y el día, siempre dispuesto a repetirse.

Habría que aprovechar ahora que nadie nos ve, que nadie sabe dónde estamos, para escapar completamente de la obligación de definirnos y quedar así, acurrucados en el centro de nuestro cascarón inmóvil, como si estuviéramos muertos.  De todas formas, nadie notará nuestra ausencia.
Sería el momento de inventar qué hacer con tan vasta libertad.




1 comentario:

Rafvs dijo...

wuao. me encanta este texto, debería formar parte del repertorio de HC