domingo, 9 de octubre de 2011

Duelo trasnacional



Por Mari Mari Narváez

He hecho un esfuerzo personal brutal en los últimos meses: no ir a Marshall’s. No ir y punto. Ni para la terapia de duelo ni para la reinvención personal ni para la terapia pura (esta última, coger el carrito, repasar minuciosamente toda la tienda seleccionando objetos maravillosos, hasta exóticos, ridículamente económicos y, más tarde, atacuñarlo lleno de chucherías en la esquina más cercana para inmediatamente desaparecer de la tienda con esa ligereza de espíritu, ese sentido de libertad, esa paz interior).

Fue mi mamá quien me introdujo a la cultura Marshall’s hace muchos años. Ella siempre fue una compradora compulsiva y -ahora que soy adulta y analizo mi propio comportamiento irracional- me consuelo pensando que fue su culpa que yo lo heredara. O lo aprendiera, da igual.

Mi madre podía quejarse hasta el cansancio de que no tenía dinero pero su visita al salón de belleza era una constante, por lo menos semanal. Cuando yo era chiquita y no existían los celulares, si no la encontraba en la oficina o en la casa, la llamaba al salón de belleza. Sus uñas siempre estuvieron impecablemente rojas, su pelo siempre sin
signos de crecimiento, y sus productos de la piel y maquillajes jamás eran de farmacia. Podía quejarse de la pelambrera pero sus artículos y rutinas de belleza entraban siempre en el presupuesto de las cosas básicas, casi de primera necesidad.

Era una mujer extremadamente hacendosa con su imagen y de un gusto refinadísimo aunque no era de ninguna manera ni rica ni comemierda. Por el contrario, fue la mujer más gregaria y campechana que yo -y mucha gente- haya conocido jamás; una fórmula de personalidad realmente rica y paradójica. Fue feminista hard core, independentista rabiosa y estudiante radical pero siempre hacía la cómica salvedad de que a ella, en esos tiempos, por más pobre que fue, nadie nunca la vio mal vestida ni despeinada. Nada de chancletas ni mahones ni camisas de franela. Nada de caras sin maquillaje ni uñas cortas ni melenas despeinadas.

Ella, que toda la vida compró –sin quejarse, como felizmente resignada- las cosas del hogar a los precios casi inmorales de Velasco y González Padín, apenas podía creer la oportunidad que se abría con la llegada de Marshall’s y sus "marcas famosas por mucho menos". La misma conducta capitalista de los anteriores pero con los precios competitivos del neoliberalismo y la transnacionalidad. Lo que antes gastaba en una sola vajilla, ahora le daba para decorar la casa entera, vestirse, bañarse, cocinar y hacer regalos.

Para mí, fue toda una experiencia que ella me llevara a esa tienda por primera vez. Yo era universitaria, salía a pasar una temporada en otro país y ella me quería comprar alguna ropa. No fue sólo la breve euforia de poder elegir tantas cosas bonitas por tan poco dinero. Era esa sensación -entonces irreconocible- de tener a alguien en el mundo. Alguien que te cuidaba. Que, sin preguntarte, sabía que necesitabas ropa y zapatos y brasieres y te los compraba como si se
tratara de una gran aventura: "¡Mira qué bello ese color!”, “Nena, vas a matar con ese vestido”, “¡Cristo pelú de las patas largas! ¿Qué a ti te gusta eso?”.

Hace apenas dos años, cuando ya Mami estaba terminantemente enferma, pasando horas en la cama viendo novelas para olvidarse del cáncer, yo la estaba cuidando una noche y tenía que ir a comprarle algo a mi tía, que salía de viaje. "Mami, tengo que ir a Marshall’s”, le dije. “Regreso super rápido". Le di un beso y, saliendo por la puerta de su cuarto, sentí que ella me seguía mirando. Cuando me volteé, en efecto, me sonreía con los ojos bien iluminados. Inspeccioné brevemente la connotación de esa mirada. "¿Tú quieres venir?", le pregunté con extrañeza y complicidad. "Sí", contestó sin pensarlo dos veces. "Pues vámonos que cierran a las nueve", dije, como sin que me preocupara que una persona en su estado saliera a comprar algo al mall más cercano. "Me voy así mismo, ¿verdad?", comentó ella de prisa, señalando su vestimenta de pantalón corto. Se puso unas sandalias, le cambié su tanque de oxígeno por uno portátil y, con una energía nueva, se montó en el auto y nos fuimos contentísimas por la noche como si nada extraordinario estuviera ocurriendo.

Quedaba justo una hora para que cerraran la tienda, cuando nos estacionamos. Mami lo tenía bien claro y por eso, creo, organizó un mapa mental de cómo debía hacer su recorrido para abarcarlo todo en 60 minutos. Tan pronto entramos, comenzó a andar acelerada e independientemente. No parecía que le faltara el aire como de costumbre o, por lo menos, si le faltaba, no le estaba causando un problema mayor. Vi cómo peinaba cada departamento con visión y agilidad, recogiendo objetos estupendos y tirándolos al carrito de compras con un sentido asombroso de liberación. No me cabe duda de que, en esa hora, fue la mujer más feliz del mundo. Lo elegía todo sin medírselo: un vestido que usaría para un homenaje que iba a recibir en esos días; unas sandalias para acompañarlo pues ya le era imposible usar sus tacos altos; una cartera minúscula ahora que las cuentas las llevaba otra persona y no tenía mucho que cargar; varios pantalones y
blusas para ir al médico y a sus laboratorios ahora que estaba tan delgada; jabones, cremas hidratantes y varios regalos para sus hermanas y las mías. Esta vez me di el gran gusto de comprárselo yo todo, como ella había hecho tantas veces en mi vida.

Los objetos adquiridos fueron tema para varios días, mientras se los mostraba a las hermanas y amigas que la visitaban. Llegado el día del homenaje, se vistió y preparó con ese cierto sentido ceremonial y placentero de las ocasiones importantes, de los ajuares planificados con minucia y expectativa. Sé que se sintió bella, exitosa, feliz. Sé que se sintió admirada, amada; que esa noche no le importó el cáncer ni la muerte cercana ni sus inminentes despedidas.

Meses después, cuando habían pasado varias semanas desde su muerte, yo necesitaba un descanso emocional y, al salir del trabajo, me fui a la tienda en cuestión a ver cosas, a pensar en nada y despejarme de tanta intensidad.

Pero qué va. El paseíto fue peor que si me hubiese sentado sola en el mismo medio de su casa inhabitada. En cada departamento había algo que ella hubiese comprado o deseado: una carterita en forma de cajita de tabacos, un gel de lavanda, un set de ropa interior con encajes, una pijama cómoda pero bonita para su vida en la cama.

Ante el reflejo de una cacerola italiana traspuesta en la sección de las alfombras persa, me derrumbé. Había sobrevivido con entereza miles de minutos de agonía, un instante de separación, decenas de discursos hermosos, cientos de pésames, miles de besos y abrazos, y ahora me hacía nada, un pedacito de mujer, una niñita, un frágil animalito ante una cacerola de una tienda por departamentos.

Así ese lugar -a sólo pasos de mi trabajo- se convirtió en mi terapia, ya no sólo de reinvención sino también de duelo. La gente, por supuesto, me miraba extrañadísima cuando las lágrimas empezaban a salírseme en silencio frente a un set de toallas o cortinas de baño (ella me había regalado las mías cuando me fui a vivir por mi cuenta y luego también cuando me emparejé).

Pero ya no voy. Llevo meses sin acudir. No sólo para curarme del consumismo irracional y economizar sino también para no seguir llorando mi duelo y mi orfandad alrededor de las góndolas. Temí que, un día cualquiera, viniera el gerente a sugerirme sutilmente que fuera mejor al cementerio. En última instancia para eso están. ¿O no?

lunes, 19 de septiembre de 2011

La penúltima travesía del almirante



Sofía Irene Cardona

La cara triste y manchada del personaje lleva tantos años sufriendo, dando tumbos por ahí, que tal vez no reconozca jamás su cuerpo. De vez en cuando sale a la luz, como una culpa secreta. De Cataño a Aguadilla, de Aguadilla a San Juan, podría escribirse la crónica de este cuerpo destrozado, como el rompecabezas de nuestro travieso presente.

No quieren ponerla en un lugar discreto. Tiene que ser, dice un alticolocado, “un lugar donde se pueda apreciar”. Se consideran para su emplazamiento el campo de golf (el antiguo vertedero, cómo no, sería apropiado), la laguna del Condado (como un remedo de la Estatua de la Libertad), la emblemática isla de Desecheo.

Los residentes de Moscú, mientras tanto, están locos por desterrar la estatua de Pedro el Grande de las aguas de su río. Ahora domina la línea del cielo moscovita, como dominaría la nuestra, para espanto de los recién llegados a Isla Verde, la estatua de Colón erguida sobre las aguas de la Laguna.

No sé si es la misma cabeza, pero se rumora que uno de los diez adefesios más horribles del mundo, el monumento naval al Zar Pedro el Grande, era originalmente una estatua de Colón que fue rechazada por Estados Unidos y España en 1992.

Dicen las malas lenguas que el ridículo monstruo que domina la línea del cielo moscovita desde 1998, fue originalmente un monumento al Almirante, supuestamente comisionado por los Estados Unidos y España para conmemorar el Quicentenario. Al parecer, el conjunto monumental era tan colosalmente espantoso, que los encargados rechazaron gentilmente el honor, ahorrándose grandes cantidades de dinero y muchos quebraderos de cabeza. Sin amilanarse por el rechazo internacional, el polémico escultor Zurab Tsereteli, se agenció otra comisión conmemorativa en Moscú, decapitó a Colón y colocó en su lugar la cabeza de Pedro el Grande. ¡Voilà! La figura del Zar, vestido de guerrero romano sobre tres calaveras, se colocó en medio del Río Moscova para celebrar los tres siglos de la fundación de la Marina Rusa en la ciudad que el dignatario había rechazado toda su vida. La oposición ciudadana fue tal, que un grupo radical, opuesto al entierro de Lenin, aprovechó el malestar popular para intentar volar el monumento al Zar con tres kilos de dinamita.

El escultor no es poca cosa. Zurab Tsereteli, presidente de la Academia de Artes de Rusia, cuenta, sin embargo, con una lamentable reputación de artista chapucero que, a decir de algunos, se ha dedicado a afear la ciudad de Moscú con sus terribles y grotescos figurines. Los artistas de New Jersey se refieren a él como “one of the world's blantant self-promoters” que le ha regalado homenajes de bronce hasta a Teresa de Calcuta. Para coronar su historia, se rumora que hasta algo tiene que ver con los alocados planes de un Disneyland ruso.

Tsereteli, acostumbrado a mercadear los productos de su imaginación desaforada, se las agenció para ofrecerles a varias administraciones el action figure que le sobraba del conjunto del Zar. Cuentan que cinco estados americanos rechazaron al Colón de Tsereteli por “monstruoso” y “coloso desproporcionado”, según dicen los documentos, hasta que, como saben, por piruetas del destino, uno de nuestros alcaldes, maravillado por las artes seductoras del mercader de bronces, se trajó de Rusia el souvenir del gigantesco Colón para dominar el skyline de Cataño.

Ya recordarán la historia de los tropiezos del desarticulado monumento. Varias veces ha amenazado con erguirse sobre el horizonte en distintos puntos de la isla. Hace poco se discutía la ubicación de la estatua desmembrada y parecía que, contario a los críticos ciudadanos moscovitas, varios políticos del patio consideraban el monumental adefesio un beneficio para su región.

El veterano escultor, sobreviviente del sistema comunista y muy amigo del alcalde de Moscú, conoce bien la necesidad de descollar que tienen algunos políticos: posar para la foto, grabar en letras de acero su firma, nombrar alguna calle, menganito was here. Y estamos en año pre-eleccionario. Hay que levantar algo grande, ya.

Rebuscando el espacio virtual, a ver si encontraba pistas del personajillo en cuestión, di con una entrevista publicada en Uruguay en la que Tsereteli anunciaba hace unos días, con bombos y platillos y sin asomo de dudas, la futura colocación de la polémica pieza en Puerto Rico a comienzos del 2012. Las razones que daba para el atraso eran, además de confusas, dignas de una novela de espionaje: que si había traído a Colón en piezas empacadas por separado, que si la aduana sospechaba contrabando de oro, que si falsas acusaciones contra él, que si infinitas revisiones, que si mucho tiempo perdido. En fin, nada decía del Amolao y los tropiezos del pobrecito Colón en aquella islita perdida en el mapa.

Nada decía tampoco del costo del ensamblaje, pero aseguraba que estaría aquí para atender el asunto personalmente: “Son 2.200 detalles, la estatua alcanza la altura de un edificio de 40 plantas.”

Saquen cuenta, queridos ciudadanos. ¡Artistas de Puerto Rico, alcen sus cabezas! ¡Pronto se levantará Colón sobre el cielo borinqueño! Según averigüé, los moscovitas están decididos a desterrar a Pedro el Grande y sacarlo, literalmente, de su vista, cueste lo que cueste, con crisis global y todo. Han considerado trozarlo en pedacitos, dinamitarlo, regalarlo, rifarlo. Treinta y tres millones de dólares les cuesta el desplazamiento, pero están decididos a salir de él.

Estamos a tiempo, señoras y señores. Tal vez no podamos arreglar muchas cosas, pero a este señor podríamos impedirle que se levantara. Que se quede para siempre en piezas, pasto del salitre y el sol tropical, desvaneciéndose sobre la tierra como suelen desvanecerse todos los mortales.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Lo duro que es ser Humphrey Bogart


Sofía Irene Cardona


Es curiosa su foto de 1949, por el fotógrafo Yousuf Karsh: cigarillo en mano, mira al cielo con los ojos apenados bajo su frente amplia. Dan ganas de ir a abrazarlo, pobrecito. El mundo parece que se le viene encima, pero no, él saldrá airoso al final, seguro. No en balde lo imitaba el ingenioso y frentudo canario Piolín, simpre victimario del inocentón gato Silvestre, mi primer contacto con Bogart.

Hay varias versiones de la historia de su cicatriz, como varias fechas para su nacimiento, por obra y gracia de las manipulaciones de los estudios de Hollywood, según cuentan los biógrafos. La cicatriz sobre su labio podría haber sido producto de un honroso incidente de guerra, una torpeza de soldado incauto, un golpe del padre castigador. Épica. comedia o drama, la cicatriz de Humphrey Bogart se disimula en su rostro pero no en su leyenda, como parte de su indumentaria heroica: traje, sombrero, gesto, cigarillo, misterioso pasado. Algo debían inventarse para un hombre que vendría a encarnar uno de los más populares arquetipos de masculinidad en el siglo xx.

El mayor encanto de Humphrey, al menos el que más continuidad tiene en los personajes masculinos de imaginación, es, precisamente, el carácter de hombre misterioso y duro, el cínico que, sorpresivamente, y en el mejor momento de la historia, muestra su lado noble, casi cruzando el límite de lo masculino: el tipo que ilumina con su inesperada ternura la última escena.
Su carácter era perfecto para el cine de entonces: un liberal que detestaba las pretensiones, el falso glamour y la fanfarria del espectáculo, un rebelde elegante que, a pesar de desafiar el comportamiento convencional y la autoridad, lucía nítidos modales, como todo un señorito. Algunos llegarían, sin embargo, a tildarlo de flojo en época del macartismo, pues, después de un primer gesto de solidaridad, reculó a la hora de la verdad y se distanció de sus colegas comunistas para asegurar su lugar en Hollywood, como tantos otros. Para ser héroe, en la vida real, se necesita más que el gesto y la indumentaria.

Como buen hombrecito, mantuvo siempre fama de jaquetón, aparentemente muy a su pesar; así dice: I can't get in a mild discussion without turning it into an argument. There must be something in my tone of voice, or this arrogant face - something that antagonizes everybody. Nobody likes me on sight. I suppose that's why I'm cast as the heavy. La fabricación de su persona parece haber mezclado historia, actuación e imitación de hombres terribles de su época, como el famoso Baby Face Nelson, un bandido colérico que mataba a troche y moche como los bigshotes de nuestros barrios, pero que, paradójicamente (a juicio de sus biógrafos), era un devoto padre de familia que cargaba con sus hijos y su mujer hasta cuando andaba fugado por el quinto infierno. Este personaje histórico fue el que le sirvió de modelo para los gángster que lo llevaron, finalmente, a moldear el equívoco carácter de hombre duro y vulnerable que se convirtió en arquetipo del mismo Bogart. Así pues, Bogart se forjó como el arquetipo del hombre atribulado, cínico, vulnerable, honrado y encantador al que le sigue toda una caterva de héroes masculinos del cine contemporáneo.

Lo irónico es que no vivió lo suficiente para ayudar a hacerse hombre a su primogénito, Stephen, su hijo mayor, que lo recuerda muy vagamente. A los cincuenta y siete años, un cáncer acabó con él. La vida de un alcohólico fumador suele ser corta. El hijo escapó de la familia y del escrutinio que traía su nombre. What a shadow to live in, le dice un entrevistador. El hijo lo recuerda, de hecho, como una sombra y según salía en las películas: con la misma indumentaria, los mismos gestos. A los ocho años se confunden las cosas. Sin embargo, está seguro de que aquel que aparece en la pantalla es genuinamente él, así mismito. El propio Humphrey habría dado la clave de este fenómeno al hablar de la necesidad de verdad en la actuación: “An actor needs something to stabilize his personality, something to nail down what he really is, not what he is currently pretending to be.” Bogart siempre es Bogart.

Ya mayor, después de pasar por los duros años de adolescencia y juventud, el hijo, atribulado por no haber conocido a su padre, decidió investigar su biografía y averiguar quién había sido realmente. Como tantas búsquedas del padre, después de un largo viaje por documentos y testimonios, Stephen terminó por descubrir que era más parecido a su progenitor de lo que él sospechaba, como si siempre hubiera estado allí.

Y tal vez siempre estuviera. Era casi como mirarse en el espejo.

Al menos él, como pocos, pudo reconstruir a retazos el carácter de un padre soñado, hecho más de figuraciones e historias ajenas, que de memorias propias y verdaderas, y, como buen espectador de cine, decidió creer lo que veía.

Lo que nunca sospechó Stephen Bogart fue que muchos otros espectadores también fueron hijos del feo pero sublime Bogart: una raza de varones desencantados que desearían, sobre todo, reivindicar su dureza en un último instante, con un acto sorpresivo de nobleza. Por lo visto, parece decir el fantasma del padre ausente, también es duro ser un hombre como Dios manda, hasta para el mismísimo Bogart.

miércoles, 27 de abril de 2011

Buenas maestras del mundo, saluden



En la foto, Gisela (QEPD), junto a Fermín Segarra Cordero, quien hoy es violinista de la Orquesta Sinfónica de la Escuela Libre de Música.

Sofía Irene Cardona

A Gisela García Casillas (1973-2005)


En muchas ocasiones comparto mi entusiasmo por las clases grupales de violín que toma mi hija Irene en el Conservatorio de Música de Puerto Rico, en particular cuando la conversación llega al tema de la falta de esperanza, la necesidad de compromiso, la educación de las nuevas generaciones. Yo les cuento de una maestra muy especial de mi hija Irene, Gisela García Casillas. Su rigor, su alegría, su compromiso, son ejemplares. Más de una vez he hablado de esta experiencia para demostrar que no todo está perdido; hay modestos proyectos que poco a poco sostienen el espíritu de este país.

Hace unas semanas, mientras la maestra convalecía de una operación, se me ocurrió escribir este pequeño homenaje. Como sucede a menudo, nunca pude compartir este escrito: el pasado jueves 24 de marzo Gisela murió súbitamente a los treintidós años, salvándose de una dolorosa agonía y sumiéndonos a todos en una tremenda pena.


Hay personas que son de veras un regalo para el mundo. Llegan sin avisar, cuando nadie los espera, envueltos en cintas y colores brillantes, sospechosamente abultados y graciosamente dedicados a nuestra felicidad. Son personas que nos sorprenden con el encanto de su buena mano para cosernos una herida, con la elegancia de su perfil, con su magnífica voz. A veces no son curanderos ni actores ni cantantes, a veces son algo más próximo o doméstico: un buen cocinero, una secretaria diligente, una ingeniosa maestra de violín. Conviene recordar este dato tan evidente.

He tenido la suerte de encontrarme últimamente muchos de estos regalos, pero sin duda el más sorpresivo, la más envuelta en cintas, la más brillante y (esto le hará mucha gracia) la más abultada y graciosamente dedicada, es la magnífica Gisela.
Gisela es maestra de violín del Programa Suzuki en el Conservatorio de Música de Puerto Rico. Parece un ser inventado especialmente para encantar a mi hija Irene y su amigo Sebastián: irónica, dramática, talentosa y sabia, no los chiquitea jamás. Es rigurosa y los hace trabajar muchísimo, pero sabe bien cómo hacerlos reir, cómo hacerlos sentir poderosos. Es la maestra que quisiéramos para nuestros hijos en todas las materias. Es un regalo, sin duda.

Los padres tenemos la fortuna de estar obligados a asistir a su clase grupal. Llega Gisela con sus motetes, los niños se alínean para que les afine el violín; ella trajina mientras nos distrae con sus comentarios irónicos, divertidos, algunos destinados a los niños, otros destinados a los padres. Una vez preparados los instrumentos, acomodados los niños, se para frente a ellos con el violín bajo el brazo, los revisa a todos con una mirada silenciosa que simula ser severa: tuerce los ojos para aquí, tuerce los ojos para allá, disimula una sonrisa bajo su pretendida gravedad, arregla la colocación de algún alumno, vuelve a su lugar, toma aire y se inclina: saluden: todos se han inclinado simultáneamente, saludan. Se colocan en posición para tocar: el violín sobre el hombro izquierdo, la cabeza un poco ladeada, el arco sobre las cuerdas, la mirada expectante. Gisela vuelve a tomar aire y comienza la introducción de la pieza en su violín. A un gesto de la maestra los niños aspiran al unísono y comienzan a tocar. Suena un minuet de Bach.

Mi hija de siete años está entre los niños. La veo de espaldas, muy erguida junto a los otros, la mirada concentrada en Gisela; parece que un hilo los mueve a todos a la vez. Mi niña es un arquero dispuesto a embestir contra cualquier calamidad. Los observo, los escucho y siento que el mundo se salva por un instante.

Gisela se sonrojará con este escrito y pensará que escribo esto porque tengo miedo de perderla, porque está muy enferma y la echamos de menos. La verdad es que lo escribo porque quisiera que otros se contagiaran con sus virtudes. Confío en que si aplaudimos suficientemente su ejemplo, tal vez alguna joven talentosa, aún vacilante, decida por fin dedicarse a la enseñanza. Clamo por ellas. Porque si es cierto que quiero para mi hija lo mejor, quiero entonces para ella una legión de Giselas que la instruyan y le demuestren cómo la belleza de lo que hacemos puede servir de antídoto para cualquier hecatombe.

Si Gisela supiera que cuando leo sobre las terribles miserias, las tristes fatalidades y las tremebundas crisis que nos asolan por todos lados, su recuerdo frente a los niños, violines al hombro, inclinadas las cabezas y los arcos dispuestos a tocar, me salva de todo pesimismo. Y ya saben, para como están las cosas, la esperanza es la locura más necesaria de los tiempos.
Así de poderosa es una buena maestra. He dicho. Buenas maestras del mundo, saluden.

martes, 26 de abril de 2011

¿Cómo se venga una muerte? Preguntas de después de otra marcha



Mari Mari Narváez

Hablo de ese vacío, esa impotencia, su humillación incorporada y, ante todo, esa pregunta incisiva que se repite, que ataca y ataca y ataca, que se multiplica adentro en la ampliación imaginaria de una escena atroz y bella.

Se sale a la calle (a la calle Chardón) y se escucha esa máxima como si fuera un consuelo: esa de que su muerte será vengada. Cuántas muertes, me pregunto. La venganza no cabe en los corazones de los verdaderos revolucionarios. Y revolucionarias. Queda la oración incierta, queda la ambigüedad de la palabra, si será literal, simbólica o hasta literaria. O pura retórica de piquete.

¿Cómo se venga una muerte? ¿Con un arma que me lleve directamente a un calabozo del Patriot Act? Si es así, tengo que practicar bastante el tiro al blanco, no vaya a ser que me encierren sin siquiera haber rozado al guardia, Capitán. ¿O debe ser un agente, un juez, un marino, algún jefe de algo? ¿Cerraré los ojos cuando dispare? ¿Qué hago con el temblor en las manos? ¿A dónde debo dirigir el tiro? ¿Cómo huyo de la escena, dónde me escondo? ¿Qué hago entonces con mi vida? ¿Espero mi arresto?
¿O se venga una muerte escribiendo? Entre tanta letra que circula por el mundo, ¿hará eso alguna diferencia? ¿Qué se escribe para vengar una muerte? ¿Se escribe de nuestra condición, de uno, dos, cinco, cientos de asesinatos, de una emboscada y su ilegalidad? ¿Se envía un e-mail que solicite su propia continuidad en cadena? “Si usted no reenvía este mail, no tiene corazón”, puedo ponerle en el subject. ¿Y luego qué?

Tal vez sea mejor luchar, esa cosa tan abstracta. ¿Y cómo lucho? ¿Yendo junto a los compañeros y las compañeras a todas las marchas que convoquen, pegando stickers, reuniéndome? ¿Acudo a convencer a alguien en algún residencial, en alguna urbanización, en alguna escuela? Yo nunca he convencido a nadie de nada, ni siquiera a mí misma de muchas cosas de las que me gustaría convencerme, pero, digamos que lo logro en alguna instancia. ¿Qué les digo entonces que hagan? Los convenzo, ¿y qué les pido? ¿Que también acudan a una marcha, al piquete, a la vigilia? ¿Que se miren y se vuelvan a saludar y griten consignas entre sí? Que casi se vuelvan una familia infinita de tanta compartidera y de tanta marchadera y de tanto acto de solidaridad. Que miren los periódicos y se quejen de todo antes de irse a la cama. ¿Y luego de la última marcha qué? ¿Nos tomamos unas cervezas y comemos algo?

Qué se hace cuando se está muy tranquila, muy moderada, muy ponderada; cuando se es una más y se quiere ser una más y, de repente, te declaran una guerra; una guerra que siempre fue de tus padres y sus amigos. Aparte de acudir a la protesta y volver a llorar y tomarse unas cervezas con los amigos ¿qué se hace con aquel llanto imprevisto sobre una lozeta, con el llanto nuevo de Sara Marina, a quien ya le declararon también su guerra; con el llanto de todos y de todas cuando el doctor, allí frente a la Corte Federal dijo que el Comandante Ojeda murió desangrado?

¿Cómo se venga una muerte? ¿Qué se hace? ¿Sigue una montada en su 4 x 4 yendo de tienda en tienda? ¿Le tira el auto al primer transeúnte que se acerque? ¿Lo quema en un acto de indignación, en una respuesta a la gran provocación de la vida? ¿Dejas de pagarlo todo, de limpiarlo todo, de escribirlo todo y te declaras combatiente enemiga? ¿Gritas un poco en el piquete, te subes a un árbol, te amarras ahí y manifiestas así tu cansancio, tu locura, manifiestas así tu rebelión? Tu famosa, tu histórica, tu cíclica rebelión.

martes, 18 de enero de 2011

Hacer algo inútil



Sofía Irene Cardona

Un día me encontré, convocada por fuerzas mayores que no vienen al caso detallar, con la encomienda de escoger entre una manada de egresados de escuela superior, en consulta con otras dos personas, los merecedores del Premio al Más Virtuoso.

Los aspirantes al galardón debían probar, además de su destacada labor académica, un compromiso cívico. Pasé una jornada completa, en extraño tribunal, escuchando las historias de éxito y filantropía que habían preparado los candidatos para la ocasión. Uno tras otro fueron desfilando con cartapacios llenos de fotos y certificados, mostrando cuán activos habían estado en los últimos cuatro años y qué grandiosas metas tenían para el futuro: “Logré aquello, haré esto otro, seré doctor, salvaré el mundo. ¡Admírenme!” Parecían entrenados por el mismo diabólico funcionario, rey del lugar común, acérrimo defensor de los Valores Mayúsculos, esos que a nada saben ni nada dicen, pero qué bien le suenan los discursos, qué lindo habla, qué profundo. Eran una legión entrenada para el Éxito.

Aburrida de lo mismo y lo mismo, a la tercera hora empezaba a distraerme. Ponía cara interesada y se me iba la cabeza a flotar sobre la escena como cuando morimos en las películas, y me veía pequeña desde arriba, flotando mi conciencia sobre la tediosa realidad. Entonces fue que se me ocurrió la frase: “Quisiera hacer algo inútil.” Deseé que uno, al menos uno, me confesara que, a decir verdad, se dedicaba a hacer lo que le daba la gana y, a pesar de sus talentos para ser abogada, ingeniero o doctor, su mayor aspiración era hacer algo inútil, algo que no sirviera para absolutamente nada, algo que se hace sólo porque sí.

Ya habrán adivinado por dónde voy. Soy profesora de literatura española y, para muchos en estos lares, nosotros, los de Humanidades, sobramos en el Universo. Nuestras disciplinas no sirven más que para adornar la personalidad de los ociosos. Tal vez por eso deseaba que alguno declarara aquello, para abrir los brazos y recibirlo: “¡Ven, joven, te esperamos en la más inútil de las profesiones! ¡Sé catedrático, investiga, delira, piensa! No salvamos a nadie, pero tampoco nadie se nos muere. No hay grandes riesgos y, en treinta años, llegas a la jubilación.”
Pero eso era, como sabemos, en otros tiempos.


Últimamente, las criaturas que viven de las Humanidades, criaturas en peligro de extinción, tienen aspecto de náufragos. Las aguas suben, se agitan y en cada vuelco alguien perece ahogado por el agobio o el desencanto: emigran, cambian de oficio, o, como dicen ahora, “se reinventan”. Otros somos más afortunados y, a menos de una década del retiro, tratamos de pasar inadvertidos por la ola del caos, a ver si llegamos a la fecha cumbre sin caer al agua.

Tal vez por eso mucha gente no entiende que protestemos por las condiciones de trabajo. “¡Son unos quejones, con los tres meses que tienen de vacaciones!” Lo dicen con malévola envidia, sin indignarse por las escasas dos semanas que les conceden a ellos sus patronos, rabiando por la felicidad que imaginan en los dos meses de supuesto asueto. Ellos, esclavos en jornadas de doce horas, sí que producen en dólares y centavos. Tampoco consideran que dar cátedra no es, precisamente, hablar de lo que venga en gana, aunque me consta que hay colegas que, como en todos lados, desprestigian la profesión con prácticas chapuceras. Quemémoslos en la hoguera.

Así pues, algunos consideran a los catedráticos (aquellos con tarea completa, se entiende) como un grupo de “privilegiados”, parásitos de un arcaico sistema. Aunque debe decirse que también hay quien los tiene por venerables sabios, custodios del conocimiento. A saber.

Yo, como soy parte del gremio, no puedo verlo de ninguna de las dos maneras, pero últimamente ciertos vehementes comentarios me han puesto a pensar qué rayos somos nosotros y cuál es nuestro lugar en una institución que, como el mismo país, prefiero imaginar como un dragón amarrado en lugar de como un cerdo a la varita. La alegórica criatura se retuerce y sólo puede ser cochino o quimera según resulten las pretendidas reformas que se avecinan.

Y es que soy de quienes piensa que la UPR es todo lo fuerte y continua que la hagamos quienes la imaginamos: siempre más utopía que realidad, más deseo que fruto. Tal vez en eso es que somos verdaderamente privilegiados. Ése es el secreto que desconocían, en aquel momento, los muchachos talentosos. Queremos hacer algo inútil y sabemos cuán gozoso es el esfuerzo. Apuesto que entre los que entrevistamos ese día, más de uno hizo el viraje y por ahí anda, naúfrago como los otros, o intentando echarse a la mar, a pesar de todo.

Eso prefiero pensar. No tengo remedio.


POST SCRIPTUM
Mientras termino de escribir esto, me llega un email de mi Directora. Tenemos reunión de emergencia el viernes 21 de enero. La Administración Central de la UPR ha decidido poner nuestro Departamento de Estudios Hispánicos “en pausa”. ¡Alto la acción! Ya para cuando salga este artículo publicado habremos pasado los primeros momentos de la histeria. ¡Una gran ola mece con fuerza la barca! Ahora sí que convencer a estos laboriosos muchachos de las virtudes de nuestro oficio costará trabajo. Pero no puedo escribir más, llega la hora del cierre, debo enviar el escrito. A ver a dónde nos lleva el zarandeo...]