martes, 18 de enero de 2011

Hacer algo inútil



Sofía Irene Cardona

Un día me encontré, convocada por fuerzas mayores que no vienen al caso detallar, con la encomienda de escoger entre una manada de egresados de escuela superior, en consulta con otras dos personas, los merecedores del Premio al Más Virtuoso.

Los aspirantes al galardón debían probar, además de su destacada labor académica, un compromiso cívico. Pasé una jornada completa, en extraño tribunal, escuchando las historias de éxito y filantropía que habían preparado los candidatos para la ocasión. Uno tras otro fueron desfilando con cartapacios llenos de fotos y certificados, mostrando cuán activos habían estado en los últimos cuatro años y qué grandiosas metas tenían para el futuro: “Logré aquello, haré esto otro, seré doctor, salvaré el mundo. ¡Admírenme!” Parecían entrenados por el mismo diabólico funcionario, rey del lugar común, acérrimo defensor de los Valores Mayúsculos, esos que a nada saben ni nada dicen, pero qué bien le suenan los discursos, qué lindo habla, qué profundo. Eran una legión entrenada para el Éxito.

Aburrida de lo mismo y lo mismo, a la tercera hora empezaba a distraerme. Ponía cara interesada y se me iba la cabeza a flotar sobre la escena como cuando morimos en las películas, y me veía pequeña desde arriba, flotando mi conciencia sobre la tediosa realidad. Entonces fue que se me ocurrió la frase: “Quisiera hacer algo inútil.” Deseé que uno, al menos uno, me confesara que, a decir verdad, se dedicaba a hacer lo que le daba la gana y, a pesar de sus talentos para ser abogada, ingeniero o doctor, su mayor aspiración era hacer algo inútil, algo que no sirviera para absolutamente nada, algo que se hace sólo porque sí.

Ya habrán adivinado por dónde voy. Soy profesora de literatura española y, para muchos en estos lares, nosotros, los de Humanidades, sobramos en el Universo. Nuestras disciplinas no sirven más que para adornar la personalidad de los ociosos. Tal vez por eso deseaba que alguno declarara aquello, para abrir los brazos y recibirlo: “¡Ven, joven, te esperamos en la más inútil de las profesiones! ¡Sé catedrático, investiga, delira, piensa! No salvamos a nadie, pero tampoco nadie se nos muere. No hay grandes riesgos y, en treinta años, llegas a la jubilación.”
Pero eso era, como sabemos, en otros tiempos.


Últimamente, las criaturas que viven de las Humanidades, criaturas en peligro de extinción, tienen aspecto de náufragos. Las aguas suben, se agitan y en cada vuelco alguien perece ahogado por el agobio o el desencanto: emigran, cambian de oficio, o, como dicen ahora, “se reinventan”. Otros somos más afortunados y, a menos de una década del retiro, tratamos de pasar inadvertidos por la ola del caos, a ver si llegamos a la fecha cumbre sin caer al agua.

Tal vez por eso mucha gente no entiende que protestemos por las condiciones de trabajo. “¡Son unos quejones, con los tres meses que tienen de vacaciones!” Lo dicen con malévola envidia, sin indignarse por las escasas dos semanas que les conceden a ellos sus patronos, rabiando por la felicidad que imaginan en los dos meses de supuesto asueto. Ellos, esclavos en jornadas de doce horas, sí que producen en dólares y centavos. Tampoco consideran que dar cátedra no es, precisamente, hablar de lo que venga en gana, aunque me consta que hay colegas que, como en todos lados, desprestigian la profesión con prácticas chapuceras. Quemémoslos en la hoguera.

Así pues, algunos consideran a los catedráticos (aquellos con tarea completa, se entiende) como un grupo de “privilegiados”, parásitos de un arcaico sistema. Aunque debe decirse que también hay quien los tiene por venerables sabios, custodios del conocimiento. A saber.

Yo, como soy parte del gremio, no puedo verlo de ninguna de las dos maneras, pero últimamente ciertos vehementes comentarios me han puesto a pensar qué rayos somos nosotros y cuál es nuestro lugar en una institución que, como el mismo país, prefiero imaginar como un dragón amarrado en lugar de como un cerdo a la varita. La alegórica criatura se retuerce y sólo puede ser cochino o quimera según resulten las pretendidas reformas que se avecinan.

Y es que soy de quienes piensa que la UPR es todo lo fuerte y continua que la hagamos quienes la imaginamos: siempre más utopía que realidad, más deseo que fruto. Tal vez en eso es que somos verdaderamente privilegiados. Ése es el secreto que desconocían, en aquel momento, los muchachos talentosos. Queremos hacer algo inútil y sabemos cuán gozoso es el esfuerzo. Apuesto que entre los que entrevistamos ese día, más de uno hizo el viraje y por ahí anda, naúfrago como los otros, o intentando echarse a la mar, a pesar de todo.

Eso prefiero pensar. No tengo remedio.


POST SCRIPTUM
Mientras termino de escribir esto, me llega un email de mi Directora. Tenemos reunión de emergencia el viernes 21 de enero. La Administración Central de la UPR ha decidido poner nuestro Departamento de Estudios Hispánicos “en pausa”. ¡Alto la acción! Ya para cuando salga este artículo publicado habremos pasado los primeros momentos de la histeria. ¡Una gran ola mece con fuerza la barca! Ahora sí que convencer a estos laboriosos muchachos de las virtudes de nuestro oficio costará trabajo. Pero no puedo escribir más, llega la hora del cierre, debo enviar el escrito. A ver a dónde nos lleva el zarandeo...]