jueves, 18 de octubre de 2012

Desde la crueldad de los botones

Sofía Irene Cardona


“¿Por qué se vive cuando se pasa de los sesenta? Yo no lo sé
Tendría que llegar allá.”
Noel Nicola

Doña Carmelita siempre terminaba sus conversaciones llorando. A mí me parecía simpática aquella matrona de ojos oscuros y melena blanca, siempre frente al televisor, como si hubiera nacido allí y todo le hubiera sucedido en los intervalos de levantarse a tomar agua. El tiempo la había ido sembrando en aquel trono, y, desde aquel sólido e inamovible sillón, reinaba. Si cierta cosa le desagradaba, mandaba a apagar la televisión, si necesitaba algo, la ordenaba a cualquiera de sus súbditos. Desde allí, recibía visitas, vaticinaba triunfos electorales, rememoraba tiempos mejores, preguntaba por los ausentes y, finalmente, lloraba. Nosotras, las jóvenes, nos sonreíamos, condescendientes, como ante una niña majadera. Qué fácil es enfrentarse a esa imagen cuando se tienen veinte años.

La cosa, para quienes vamos llegando a la cincuentena, es distinta. Los truenos anuncian la tormenta final, la nuestra, la inevitable. Los adultos que sostenían el mundo contra el que nos rebelábamos se fueron haciendo cada vez más vulnerables, cercados por las amenazas de la ancianidad. La suerte, la salud, la herencia, ha ido salvando a algunos para una lenta y pesada muerte natural. Sobreviven así a los vigorosos jóvenes que terminan abatidos por la enfermedad, el accidente o el inoportuno golpe. Los vemos reducirse lentamente a cierta inmovilidad que a veces parece sabiduría, y a veces, simplemente, cansancio. Los miramos quietos en sus sillas y, de momento, nos asusta imaginar que aquello es como un espejo. Me los he encontrado en todas partes: en Sabana Llana, en Capetillo, en Baldrich, en Vieques.

Seguramente no fui la única en incorporar a la memoria del paisaje de mi adolescencia, la imagen de otra señora en su umbral. A cualquier hora del día la encontraba allí, como a Carmelita, sentada a la puerta de su casa, una de esas construcciones hechas a retazos, con tablas de distintos colores y cemento sin empañetar. La puerta era tan estrecha y oscura que vista desde la avenida, la mujer parecía una siniestra muñeca en su ataúd. Un aire de tranquilidad, sin embargo, rodeaba a la inmóvil y taciturna anciana. Debió haber sido la sombra del árbol de pana, o la amplitud de su propia mirada sobre el reducido, pero cambiante, panorama que, desde su perspectiva, se presentaba ante sus ojos. Posiblemente, también ella me veía pasar día tras día frente a su casa y tomaba notas de mis transformaciones, paralelas a las suyas, que ya iban concluyendo. Pero qué sabía yo entonces.

Mi madre octogenaria, otrora mujer enérgica y firme, suele en estos días pasar el tiempo como aquella mujer, en silenciosa contemplación, “cultivando la nada”. Con la mirada puesta en otra dimensión, mi madre pasa las horas como si estuviera ahorrando energías para respirar. Ahora adopta la misma actitud, el mismo gesto, de muchos ancianos que he visto desde mi niñez.

Conservo esa imagen repetida en la memoria: la anciana desconocida que vivía vigilando la avenida desde un portal de Capetillo, doña Buena sentada en su balcón frente a mi casa, el anónimo señor siempre sentando en su terraza de la avenida Hostos, la mujer de nombre afrancesado que vigilaba la calle desde su sala en Vieques. Parecen miembros de una misma cofradía. No en balde, en muchas culturas los ancianos tienen a su cargo la comunicación con el más allá. Sin duda no están aquí, la mayoría del tiempo.

Hace unos días, sin embargo, unos amigos me enviaron la noticia del suicidio de Anastasia Khoreva. Contaba el periódico que esta rusa centenaria, debilitada como toda criatura que pasa a la alta ancianidad, harta del cuerpo que se resistía a morir, y abatida por las tristezas que se acumulan por decenios, se ahorcó con una soga. Al parecer, aun tenía habilidad y energía suficientes para tamaña empresa, destreza que muchas ancianas le envidiarían. (Como le escuché decir una vez a la octogenaria Elena Poniatoska, “los botones son crueles después de cierta edad”.) Para colmo, según se informaba, no era la primera vez que Anastasia lo intentaba. Solía decirle a su gente, con cierto retintín, que había vivido lo suficiente, y yo me imagino que los familiares, todavía con la gula de la longevidad, no le harían caso a la pobre Anastasia. Puede parecernos desde acá, ahora que somos saludables, que, cueste lo que cueste, una larga vida puede ser la gran cosa.

Lo curioso es que, a juzgar por lo que leí en la internet, la historia del suicidio de la centenaria Khoreva recorrió el mundo en todas las lenguas como todo un notición. Si Anastasia se hubiera quedado sumisamente esperando la muerte, en lugar de ir a su encuentro con ayuda de la soga, nadie, aparte de su obstinada familia, se habría enterado de su deceso.

Pero no sólo llegan a la prensa historias sobre centenarias suicidas. En aquellos mismos días se publicó la noticia de la proeza de otra mujer centenaria, una tal Mary Hardison, que se lanzó al vacío en parapente para celebrar sus ciento un añitos. La audaz bisabuela, rodeada de cuatro generaciones de descendientes, declaró para los reporteros de Reuters que “solo porque eres mayor no significa que tengas que estar sentada en tu trasero todo el día.” Precisamente por ese desafío, de acento distinto al de la malograda (y, a su manera, también habilidosa) Anastasia Khoreva, fue que el cumpleaños de doña Mary se convirtió en noticia.

Buena parte de los centenarios que la sobreviven, sin embargo – y contrario al consejo de la centenaria aventurera – optan por la melancólica quietud. Desde allí nos ven pasar, como si en lugar de esperar la muerte, esperaran a que el mundo les diera alcance. Posiblemente, con el tiempo y un poco de suerte, algunos tomemos su lugar, pero resignados o desafiantes, no nos libraremos de la crueldad de los botones.

domingo, 14 de octubre de 2012

Marista Boy Meets la Américo Miranda


Mari Mari Narváez

Sé que esto puede sonarles a que me he resignado y no es así. Créanme, estoy muy indignada. Abundaré sobre ello si me sobra el espacio pero ahora quiero desaprovecharlo para decirles que siento ansias locas por pasar cuanto antes al episodio en que Marista Boy meets la Iupi, AKA Memorias del subdesarrollo.

No voy a entrar en las razones que –como antropóloga espontánea– adjudico a Marista Boy para venir a reclamar a rajatabla su puestecito en el Recinto de Ciencias Médicas, y que trascienden su deseo de alcanzar su otro puestecito: el de la gobernación. Ambos le pertenecen por nacimiento pero tanto Time Share en la Florida que ha comprado este país, tanto paquete all-inclusive y coronita de Cinderella y aquí nadie entiende el mundo mágico de los príncipes y sus consortes.

No es lo mismo llamar a la célula madre que verla venir. Quiero ver a Ricky bregando con esa ausencia perenne, el abismal espacio en que nada está en la Universidad de Puerto Rico. El pobrecito, le observo esa mirada de gato del diablo (siempre desorientado) que heredó de su madre, y pienso que todavía no sabe (tal vez nunca lo sepa) lo que es un vuelo non-stop New England - Ave. Americo Miranda, parada Centro Médico.

Cuando el joven hasta ahora asistente de investigación tenga que sacar pecho y, en efecto, montar un banco de células, un laboratorio (algo tendrá que hacer para disimular que se estará usurpando el dinero hasta que Colón baje el dedo), y se dé cuenta de que las cosas no están dadas, hechas, que tiene que montarlo todo desde la nada; cuando se entere de que los científicos que investigan de verdad en la UPR tienen que hacer de tripas corazones para mantener un laboratorio contra todo pronóstico, aparte de pasarse horas largas haciendo el trabajo que nadie quiere hacer para –invariablemente– toparse con la mendicidad de una administración corrupta y mediocre. En ese momento tal vez no lo veremos pero el niñito de papá elevará un pensamiento a las buenas madres del mundo.

Encima, Ricky estará entrando a la Facultad ya severamente desprestigiado. ¿Quién podrá tenerle algún respeto profesional sabiendo que le regalaron el contrato? Yo quisiera verle la cara cuando tenga que enfrentarse a cualquiera de los científicos que llegaron a Ciencias Médicas porque construyeron una carrera académica en las mismas universidades prestigiosas del mundo pero con verdadero sacrificio. Aquellos y aquellas que están entregados a sus investigaciones porque realmente son sus proyectos de vida.

Que el proceso de contratación del niño Rosselló fue completamente deshonesto, irrespetuoso y anti-universitario es obvio y se ha comentado hasta la saciedad. Es un atentado más a la democracia, otro acto de violencia estructural. Que han inflado dramáticamente sus méritos y capacidades para proyectarlo como si fuera un genio, también. Alguna inteligencia debe tener el muchacho, eso no lo dudo. Tanta como tantos otros. Por lo demás, al menos productividad científica se sabe que no tiene todavía. Sólo cuenta con cuatro publicaciones y dos de ellas son sólo ‘reviews’. Tiene un índice H de 2*, que se considera bajo para un chico que ya pasó su etapa post doctoral. Si esto se suma a que él mismo ha declarado tener el anhelo de gobernar a Puerto Rico, entonces la sospecha de que viene a Centro Médico a coger un chequecito para poder mantenerse mientras hace campaña electoral es completamente coherente.

Súmese a esta nefasta historia aquella publicada aquí mismo en CLARIDAD la semana pasada sobre cómo la National Science Foundation ha tenido que congelar 52 millones de dólares destinados a la investigación científica de la Universidad de Puerto Rico porque, en lugar de dedicar los fondos a la producción, los administradores de la Universidad se han dedicado a inflar sus salarios y los de sus investigadores predilectos. Eso es lo más indignante: la hipocresía, no sólo de los administradores de la Universidad sino también del Gobernador y sus allegados.

Por un lado, se proyectan como los defensores acérrimos de las Ciencias como las herramientas más fundamentales para el desarrollo. Se pasan el cuatrienio balbuceando lugares comunes acerca de una economía del conocimiento que en realidad nunca apoyan, a menos que sea para aumentar el avance científico y la productividad de empresas extranjeras que vienen a explotar al País para luego llevarse sus más de 30,000 millones de dólares en ganancias sin invertir un ápice en la Isla, ni siquiera pagando las contribuciones que corresponderían. Han llevado muy lejos su ataque contra las Ciencias Sociales y las Humanidades para favorecer los campos técnicos y científicos que, según ellos, son los únicos importantes para ese desarrollo economómico. Como si el País no estuviera plagado de violencia, desigualdad social y neo-analfabetismo, entre tantos otros padecimientos y como si todo esto no incidiera en la economía y el desarrollo. Administradores y políticos se llenan la boca con discursos clichosos sobre cómo convertirán el Recinto de Río Piedras en uno graduado y especializado en investigación científica. ¿Para qué? ¿Para seguir robándose el dinero, suplementando sus salarios sin producir? (El dinero que la NSF no tiene planes de volver a darles, por cierto) ¿Para seguir invirtiendo en edificios millonarios, en bancos de nada, en laboratorios sin proyectos de investigación?

Yo, tan bruja, fastidiando con este nene y –después de todo– si el pobre no ha publicado algo sobre las células madre ha sido por una noble causa: ha estado sacrificándose todo este tiempo escribiendo esa promesa de libro titulado Un mejor Puerto Rico es posible, para cuya publicación urgente ha revivido la moribunda Editorial de la Universidad.

La verdad, con semejante productividad, ingenio y creatividad; con esa enorme capacidad que ya está demostrando para diferenciarse de su padre, me mata de emoción este muchacho.