viernes, 20 de febrero de 2009

Remembranzas inútiles para volver a La Habana


Mari Mari Narváez

Ahora apenas respiro un aire vano, y mis pulmones gastados me devuelven, taimadamente, aquella sensación cálida y juvenil: y es que el olor perdido de La Habana me late en el pecho con la intensidad dolorosa de la novela que ha sido mi vida.
Leonardo Padura, La novela de mi vida.


Quién puede dejar de amar un país tan hermoso. Hermoso, digo, como son las cosas realmente bellas; un resultado perfecto de ciertos encantos e imperfecciones.
Apenas se vislumbran luces desde la ventana del avión al arribar a La Habana. La electricidad no es símbolo de nada en esta ciudad sino tan solo un recurso que se activa y se desactiva utilitariamente. Y sin embargo, no hay más que adentrarse un poco a la ciudad para empezar a evidenciar ese gran lugar común que gustan de compartir todas las revistas turísticas del mundo: ¨Aquí la vida palpita¨.

Pero palpita de verdad. Se ve en las calles encendidas, no de electricidad ni de automóviles sino de gente. Gente que camina, gente que observa o compra un boleto de entrada, gente que se besa, y se toca y luego toma algo, y espera una guagua, o pide botella, o juega el dominó en la cuadra o mira a los otros pasar, hacer.
Palpita La Habana en una vida cultural increíble, posiblemente tanto como la nuestra en Puerto Rico pero mucho más democratizada, expuesta, físicamente accesible. Palpita en la gente y hasta en el amor, que encuentro mucho menos solemne y contractual. Sí, tienen razón las revistas. Aquí la vida palpita.

No quiero pecar de ilusa, mucho menos de panfletera, pero la vida se siente diferente en una persona que no tiene miedo de enfermarse por no poder pagar un tratamiento. En los niños y las niñas, que a veces nos dan la impresión de ser casi genios cuando tan solo son parte de un sistema educativo sobresaliente. Lejos, muy lejos de ser un país casi perfecto, Cuba sigue siendo sin embargo -(y, de hecho, Sin Embargo)- el país que imagino cuando cierro los ojos y sueño con un futuro distinto.

No es que Puerto Rico no esté vivo. En el fondo, ese también es nuestro gran encanto, aún poder hallar esa espontaneidad que subyace en el fondo de tanta artificiosidad, de tanto plástico, cemento y miedo.
Pero Cuba es sin duda un país mucho más orgánico en todos los sentidos.
Es cierto que escribo desde la mayor subjetividad pues La Habana es mi ciudad favorita en el mundo (claro que me faltan decenas de miles de ciudades por recorrer pero soy persona que gusta de la exageración).

Ese olor que defino como una mezcla de tabaco negro y salitre, te golpea desde que pones el primer pie fuera del aeropuerto y ya no te abandona hasta que te vas. Su malecón es una de las grandes maravillas del mundo. Supone un ritual muy sencillo pero tan revolucionario: una camina a lo largo suyo, se deja mojar un poco por la espuma de las olas que rompen, observa el horizonte, inhala el salitre, siente el sol fuerte contra los ojos, contra la frente y los labios. Y al cabo de ese momento, es como si la vida cambiara para siempre. Una no es nunca la misma persona después de andar un buen rato por el malecón de La Habana.

En Puerto Rico tenemos un breve malecón en la entrada de San Juan. Una orilla hermosísima por donde casi no pasa gente, y apenas ocurren cosas. Es un lugar completamente subyacente, en contraste con el malecón cubano, que es realmente el corazón de la ciudad. Sin malecón no habría jamás Habana.
El recuerdo es un misterio. A distancia, los episodios de la vida cobran aún más matices, más recovecos emocionales. Lo que hoy parece ordinario mañana será hermoso. Hermoso o atroz.

Así es precisamente que empieza a sentirse un inevitable temor, algo que nace del conocimiento, la certeza de la fragilidad.
El amor por Cuba no es como el amor a la madre ni al padre ni como el de la patria propia, que son amores que se saben eternos. Es más bien parecido al amor por un hombre, así de frágil y vulnerable. Una apenas lo dice pero se sabe que el encanto de esta isla es tan orgánico como la vida. Se aprecia, tal vez incluso con más intensidad porque, en el fondo, se sabe que un día desaparecerá, como desaparecen en su momento los padres y las madres, como se alejan los amores, como muere la juventud.

A menos que nos sorprendamos volviéndonos nosotros hacia ella, con toda probabilidad será ella, como la conocemos, la que dejará de ser.
Hace unos años, visité Cartagena de Indias, otra ciudad que me deslumbró de principio a fin. Daba mi primera caminata por la ciudad vieja cuando, en medio de un callejón, sentí ese olor único, definitivo: “Huele a La Habana”, dije inmediatamente.
Entonces respiré hondo, muy hondo, con esa urgencia de cuando se quiere retomar lo perdido aunque sea un instante. Hela aquí, pensé. Esta es la forma de retomar La Habana si un día ella ya no está.

Reseña tardía a El arte de ser mujer


Ana T. Pérez-Leroux

Hace muchos años, mientras empacaba para irme al norte, Mami se asomó a la puerta de mi cuarto. “Te tengo algo. Para que te lo lleves.” Una copia nuevecita de la cuarta edición del libro de cocina de doña Adria de Mañón, titulado escuetamente Mujer. Yo había usado la copia sin portadas de Mami en alguna ocasión en que se me ocurrió hacer pudín de pan. El pudín quedó algo seco, pero no por esto deben atribuírsele a la obra fallos que empañen la venerable reputación de doña Adria. Sería mas honesto por mi parte admitir que la mediocridad del pudín reflejaba, no limitaciones en la receta, sino en mi habilidad para seguir instrucciones, tanto en la cocina como en la vida.

Le sonreí a Mami y le dije. “Gracias, a ver como le busco espacio”. Pasé un par de páginas y aparecieron, casi como poemas, las indicaciones para el sublime pionono, el delicado puré de yuca, el sancocho y el molondrón guisado. “Bueno. Del molondrón, paso. Pero el sancocho y las habichuelas sí que me van a hacer falta.” Y tras una breve inspección, extraje de la caja el texto de Introducción a la cultura dominicana, del Profesor Landolfi, para hacerle espacio al libro de cocina. La decisión no sorprenderá: la impenetrabilidad de la prosa del profesor era legendaria en la universidad. El primer día de cátedra advertía, sin exageración: “Bachilleres, para leer mi libro van a necesitar un diccionario. Y de los gordos.” Durante el período de la reforma universitaria de fines de los sesenta se dio cierto intercambio inolvidable. Yo conocía la historia a medias, de haberla escuchado cuando era niña, y luego la encontré en la biografía del siquiatra dominicano Antonio Zaglul. Ocurrió durante una de las interminables reuniones del consejo universitario, en las que se debatían los objetivos de la nueva universidad. Si recuerdo que en esa época nunca sabíamos a que hora regresaría papá. Aquel día el debate pasó de interminable a agrio, y varios participantes estaban a punto de darse a golpes.

“¡Se callan!”, gritó el Dr. Zaglul, quien moderaba la sesión. Los participantes de la discusión quedaron en silencio, sorprendidos del tono. Zaglul era universalmente conocido por su temperamento tranquilo y afable.“O les leo el “Poema a dos manos” de Ciriaco Landolfi,” amenazó con buen humor.

La batalla entre los dos libros era entonces desigual. Los vericuetos de las consideraciones teóricas de la construcción de la cultura en el período colonial resultarían tal vez mas sofisticados que los de la carne mechada, pero menos deliciosos.

Lo que no supe entonces era el tesoro antropológico que me llevaba.

Un día, de ocio, abrí el libro de doña Adria, sin prisas, y sin objetivos. En vez de irme directo al índice, me puse a repasar la introducción. Me sorprendió ver que la sección de cocina no comenzaba hasta la página ciento veinte y nueve. “Que curioso…” pensé. No recordaba que la copia de mamá tuviera tanta introducción. Me encaramé en la banqueta: esto merecía atención. No se trataba de que el libro de recetas tuviera una introducción, sino, que era un libro de seis partes, y entre las cuales la cocina era solo Sexta. Antes venían La Formación y Educación Espiritual de La Mujer; La Mujer en el Hogar; Normas Básicas para la Belleza de la Mujer; La Salud de la Familia; y Las Buenas Maneras. Los objetivos de la obra eran formidables: “En muchos capítulos de este libro encontrarás muchos consejos; con cuya práctica serás, si te lo propones, una mujer encantadora”.

Se puede inferir muchísimo sólo de la estructura: El alma y la belleza preceden el estomago. Antes de preparar los deliciosos platillos, hay que aprender a como conseguirse invitados que puedan venir a comérselos (por ejemplo, siguiendo las instrucciones impartidas en la sección de amigos, donde nos recuerda la autora que “Los familiares nos los da Dios, los amigos los escogemos nosotros”). También hay que aprender a como tratarlos cuando vengan. En esto es muy detallada la autora: explica hasta lo que hay que hacer si viene el obispo a visitarnos. Poco posible, pero una nunca sabe. Algunos aspectos de la organización revelan pura lógica. El libro no explica como encender la estufa, antes de enseñarte a como aliviar las quemaduras y la asfixia.

Ciertas secciones tenían títulos y contenidos verdaderamente apabullantes. El uso del teléfono, en donde no explicaba los detalles del uso de un celular sino que se aconsejaba no marcar sin antes estar una segura cual era el número. Recordé la madrugada que una mujer borracha me despertó preguntando por Robertico. Estaba tan bebida que en lugar de comprender que tenía el número equivocado, me pedía explicaciones de que hacía yo, otra mujer, en la casa de Robertico, y exigía que le dijera donde porras estaba el Robertico ese. Me costó mucho que la tipa entendiera que no andaba yo en la casa de Robertico, si no en la mía, y que no, tampoco sabía yo que hacía él a tales horas de la noche. “Durmiendo, señorita, espero, y ya me gustaría a mi hacer lo mismo.” A la novia de Robertico le hacían falta los consejos de doña Adria.

Descubrí, hojeando estas páginas, cosas que agradezco haber oído tantas veces de los labios de mamá, de los de las tías, y hasta los de la temible doña Belén. Una de dos posibilidades tenía que ser cierta. O estas mujeres en mi vida también habían leído las páginas de Mujer. O, doña Adria, sin pretensiones, había realizado una estupenda labor etnográfica, al publicar esta astuta colección del saber y costumbres de generaciones de mujeres de la isla: “Los favores, amiga mía, debes corresponderlos con favores.” “Y mucho cuidado con regalar amor, disfrazándolo de amistad…Amor es una cosa, amistad otra.” “La soberbia es abominable”. “Es imprescindible saber convivir”.

Nunca hubiera logrado encontrar, en el erudito libro de cultura que no entró en mi caja de mudanza, qué cuidados se le debe dar al cuerpo de una persona después de muerta, ni cómo escoger la forma apropiada de las cejas que vayan con la forma de la cara, ni cómo servir un coctel Dama Rosada. El valor de la obra de la señora Mañón no radica en la infalibilidad de los consejos (en fin, que nunca aprendí a ser bella y encantadora), sino en la mirada certera que le ha echado a nuestras vidas. Si Margaret Mead hubiera venido a Santo Domingo en la década de los cuarenta, en lugar de andar escuchando exageraciones de morbosos adolescentes en Samoa, no habría conseguido explicarnos mejor.