jueves, 11 de noviembre de 2010

Historias de pizarras para tiempos de crisis


Sofía Irene Cardona

En el principio era el lápiz. Un palito amarillo relleno de carbón, afilado con un cuchillo o contra la mesa del pupitre. Algunos privilegiados tenían sacapuntas portátiles, con cámara colectora para las falditas tricolores que despedían en el afilamiento. El lápiz boto era un problema, letra ilegible, trazo inseguro, revelaba una actitud displicente y a veces rebelde en la escuela. Las niñas aplicadas solían tener puntas siempre afiladitas, y las más pudientes, lápiz mecánico. Hasta en eso había diferencias de clases. Ésa era toda la tecnología escolar (al menos la que yo alcancé a ver), hasta que empezaron a aparecer las calculadoras portátiles y, décadas después, las computadoras personales y demás cachivaches enchufables.

Ahora no podemos vivir sin ellos. Cuando pensábamos haber llegado a la cumbre del confort, apareció la internet, que ahorra importunos viajes a la biblioteca y engorrosas consultas papeleras, además de tener muchísimo caché. Ilusoriamente acomodados en el futuro, continúan desfilando ante nosotros maravillas que transforman, si no la vida, al menos el salón de clases. Cualquier colegio o institución educativa que se precie, debe contar con una división de tecnología que asegure la potenciación de las habilidades estudiantiles. Un maestro preparado y un buen libro no parecen ser suficientes. Que no. Ahora hasta las pizarras tienen que ser “inteligentes”.

Yo llegué a escribir sobre una pizarra de verdad, brutísima. No sé cómo llegó a casa, me imagino que como subproducto de una de las renovaciones que se hicieron a mediados de siglo pasado de la Facultad de Humanidades. Era una pizarra en ley, una pizarra como dios manda. Es decir, una piedra de pizarra, pesada y granítica, con textura de hierro, negra y lisa. Con ella, llegaron cachitos de tizas (hablo de antes de la crisis de los setenta, cuando el precio del petróleo las hizo escasear en la Universidad) y las larguísimas sesiones de jugar a la maestra. Yo era, por supuesto, la maestra, y mi hermana menor, hoy periodista, mi única estudiante. (Esto explica muchas de mis manías catedráticas, como mi tendencia a la amable tiranía.) Nosotras nos entusiasmamos enseguida con el nuevo artefacto que se colocó en la terraza de arriba, a la sombra de un árbol de mangó, aunque a ciertas horas recibía tanto sol que se calentaba peligrosamente. Allí, en medio de un mimero, hice mis primeros pininos en la cátedra, escribiendo en aquella pizarra primigenia.

Cuarenta años después de mi inicial experiencia pizarrera, cuando ya la ciencia humana había puesto un hombre en la luna, tuve la oportunidad de ver de cerca una pizarra inteligente. A diferencia del imponente pizarrón de mi infancia, esta superficie era pálida y frágil, como cáscara de huevo. Al menos esa impresión me dio. Tuvieron que ponerle notitas a ambos lados para que los profesores más distraídos no la escribieran con vulgares magic markers. Celebré muchísimo el encuentro, ante la mirada lela de mis incrédulos estudiantes. ¡Aquello parecía Ciencias Naturales! ¡Algo que se enchufa! Al otro día, sin embargo, tuve que volver al salón de la verde pizarra de siempre, al polvo familiar de la tiza blanca, a la prehistoria.

Debo confesar, sin embargo, mi escepticismo ante algunos prodigios de la tecnología y aprovechar la ocasión para desahogarme: no hay nada que me aburra más que una presentación en PowerPoint. Tal vez si me explicaran algo verdaderamente complejo agradecería los bosquejos y diagramas que acompañan estas presentaciones, pero suelen ser somníferas sesiones de redundantes discursos que bien podrían resumirse en una conversación de cinco minutos.

Sospecho que lo inventó alguien con fuerte sentido del ridículo. En cierto sentido, me identifico con el inventor. Hablar en público puede ser una verdadera tortura. Cuando más esfuerzo hacemos para explicar algo complejo o pesado, la gente se desconecta y comienza a dibujar en las esquinitas del papel, se contorsiona en las sillas y, lo que es peor, se distrae examinando al conferenciante. Le revisan la vestimenta, las manchas de la piel, los gestos inseguros y hasta los mocos de la nariz. El orador, completamente expuesto a la mirada escrutadora del público, debe hacer, de tripas, corazones, para no perderse también en la mirada estrábica de su interlocutor. El Powerpoint se convierte en tabla salvadora: se entretiene al público, y el conferenciante, mientras tanto: blablablá y ¡chachán! Misión cumplida. Tal vez por eso, cada vez que voy a una de esas presentaciones me parece que me están tomando el pelo.

Pero, en fin, el proceso de renovación tecnológica es irreversible y que para bien sea. Ya en los vetustos pasillos del benemérito cuadrángulo histórico de nuestro primer recinto universitario, comienzan a llegar, aún en plena crisis, algunos de estos portentos. Atrás quedará, no solamente la pizarra primitiva de mi infancia, sino también la verdosa superficie en la que a veces escribo para distraer a mi público.

En algún salón habrá muy pronto, seguramente, una de esas pizarras de cáscara de huevo y nos dirán que han hecho su trabajo. ¿No ven lo mucho que hemos progresado, lo súper modernos que estamos ahora? Es posible que no haya para darles contratos completos a muchos profesores, ni abrir más secciones de los cursos, que se jubilen prematuramente montones de colegas aún productivos, que emigren desencantados algunos universitarios recién doctorados, pero los que queden tendrán donde plasmar las geniales ideas que graviten sobre sus melancólicas cabezas: ahí, en las prodigiosas e imprescindibles pantallas que amueblen el futuro.

Pero, fíjense, aún después de la hecatombre habrá alguien de verdad, como al comienzo de mi historia, lápiz, tiza o puntero mágico en la mano.

El jíbaro y el catedrático (una historia del más allá)


Sofía Irene Cardona

Cuatro años antes de morir, a mi padre de ochenticuatro años lo entrevistó mi prima Patricia, como parte de un investigación sobre la memoria para su curso de psicología. Guardamos la grabación como un preciado tesoro, pues allí narra, por insistencia de mi prima, los datos más remotos de su biografía. Habla de su temprana orfandad, de sus años perdidos y, sobre todo, de cómo, a su juicio, superó sus orígenes campesinos y se convirtió, por esfuerzo propio, pero con la ayuda de gentes generosas que se encontró en su camino, en catedrático de la Universidad de Puerto Rico, donde laboró por cuatro décadas el siglo pasado.

Dice él que la idea de hacerse catedrático le vino de una peregrinación de su padre a Hormigueros. El abuelo, que era muy devoto, regresó contando sobre el elocuente discurso que había dado un catedrático, que después resultó ser el nacionalista Clemente Pereda. Era la primera vez que mi padre escuchaba el término y entonces le pareció la palabra más hermosa para un oficio: catedrático. Yo supongo que, más que al vocablo, su impresión se debería a la reverencia con la que lo habría pronunciado mi abuelo, cuyos planes de estudiar becado en Río Piedras en la Escuela Normal que después se convertiría en UPR, habían sido tronchados por la férrea oposición de su madre campesina. El muchacho se perdería, pensaba mi bisabuela. Mi padre aclara en la entrevista que mudarse, a principios del siglo XX, del Pepino a Río Piedras, era como irse “hoy” (a finales del siglo xx) a vivir a Moscú. Tal vez por eso puso tanto empeño en irse él.

Después de la muerte de su madre, mi padre había abandonado la escuela para “andar por ahí” con sus hermanos mayores hasta que se dio cuenta, a los dieciséis años, de que estaba malgastando el tiempo: “En mis años perdidos de adolescente, yo no pensaba en nada.” Me pregunto a veces qué hubiera sido de él si hubiera vivido en estos tiempos, cuál habría sido su historia si hubiera tenido que enfrentarse a las tentaciones que asechan hoy a los más jóvenes.

Con la ayuda de su maestro de quinto grado, “un tal señor García, que tenía una pierna más larga que otra”, emprendió la tarea de completar la escuela superior a través del Negociado de Estudios Libres y terminó graduándose en Lares, donde conoció al amigo de toda su vida, Juan Bautista Pérez.

Con él consultó, el último viernes del semestre, su futuro académico: “El hoy licenciado Juan Bautista Pérez fue mi compañero, y era tan pobre como yo. El viernes en la noche estábamos sentados en la plaza. Hablamos de dónde íbamos a estudiar. Allí decidimos que yo iría a Río Piedras y él a San Germán, donde se podía trabajar en el campo y estudiar. Yo decidí ir a Río Piedras porque yo quería ser catedrático, ya te lo dije. No sabía qué iba a hacer, pero iba a conseguir una licencia de maestro. Yo iba a hacer lo que mi padre no había hecho, porque mi abuela no lo había dejado.”

Me emociona imaginar esa noche de 1939 en la plaza del pueblo: los dos pobretes pensando a dónde irían a parar, qué sería de ellos. Setenta años después, el apenado Juan Bautista se presentó a darle el pésame a la familia, en el Centro Católico de la UPR. Aquel benemérito señor me abrazó con una pena de muchacho huérfano que no correspondía al duelo de un anciano. ¡Qué lejos habían llegado ambos! No puedo evitar pensar en ellos y su historia cuando escucho a los universitarios de hoy discutiendo sus planes de estudios en el extranjero, como si sólo tuvieran que coger una guagua.

Una vez en Río Piedras, tuvo que lidiar con la inmensa brecha entre su trasfondo campesino y los modos de la ciudad. “Tuve que aprender cómo se sentaba a la mesa, a mirar con el rabo del ojo lo que hacía el otro... la conversación. Tuve que aprenderlo todo. Ese primer año no sólo fue de estudios en la universidad, sino también de sociedad. Llegué, llegué a la universidad.” El recinto era entonces, a su parecer, un lugar poblado de gente adinerada, que escuchaba ópera, viajaba a Europa y vestía con elegancia. Entró a un grupo, según él, “muy distinguido”: Ricardito Alegría, Luisito Muñoz Lee, Gloria Arjona, John Bothwell y tantos otros. No estoy segura de que haya superado nunca esa sensación de estar como cucaracha en baile de gallinas.

En mis años universitarios, mi padre me mareaba con la misma cantaleta: lo privilegiada que yo era (en un sentido muy distinto a como lo entiende Fortuño) de entrar a la Universidad, lo poco que me había costado (y no se refería al dinero), el escaso esfuerzo que me requería (y no hablaba de capacidad intelectual). Tardé mucho tiempo en entender a qué se refería y ahora le repito yo lo mismo a sus nietos (y hasta a mis estudiantes) que me ponen a mí la misma cara de teléfono ocupado que yo le ponía a él. Confío en que ellos, como yo, algún día entenderán.

“Pocos saben de dónde vine”, dice en la grabación. Él se esforzó, hay que señalarlo, en ocultarlo. Sin embargo, al final de su vida, tuvo la suerte de librarse de esas trabas y asumir su identidad campesina como un gesto de liberación, completamente exento de pintoresquismo.

Disfrutaba bromear con eso. Le pasó una vez que, en medio de alguna labor de la finca, tuvo que salir a la carretera todo sudoroso y enfangado, el calzón enrollado sobre unas botas viejas, con un sombrero de paja, machete en mano. Un niño del vecindario se le acercó y le dijo, como si le hablara a un marciano: “Oiga, señor, ¿usted es un jíbaro?” Mi padre, divertido, le contestó que sí, que por supuesto, y se relamió de lo lindo repitiendo después la anécdota muchas, muchas veces, hasta el final de sus días, como lo hace en la entrevista de mi prima.

La historia grabada en la cinta no termina ahí. También cuenta lo que pasó después, de sus inicios como profesor, la vida en los hospedajes de Río Piedras y su primer viaje de estudios a París, en 1946, enviado por la misma Universidad, donde se hizo muy amigo del poeta Francisco Matos Paoli. La suya es la historia de muchos otros que en aquellos tiempos emprendieron la aventura de tales transformaciones, pero todo eso es largo de contar aquí.

Por el momento, escribo este cuento con final feliz, en ocasión de las recientes batallas universitarias, como una forma de convocar los buenos ánimos. Ya nos tocará rememorar la historia de estos tiempos y, con suerte, tal vez encontraremos a alguien escuchando.

El extraño caso de una reinvención


Sofía Irene Cardona

Cansada de dar orejitas gratis a las atribuladas esposas de los colegas de su marido, Colette Young, decidió montar un negocio. Armada de la fuerza de cara imprescindible para estos embelecos y veinte años de experiencia como consorte de un alto ejecutivo de la Dr. Pepper, fundó la empresa “ExecuMate”, dedicada a la preparación de “perfectos cónyuges” de ejecutivos. Vamos, se reinventó, pero, como verán, no demasiado.

Colette se propuso aconsejar, a cambio de un módico precio, a las esposas de mandamases sobre cómo bregar con el ajetreo y las presiones del exigente mundo empresarial. ¿Cómo permitir que el patrono de su marido sea el verdadero dueño del hogar, el indisputado señor mandón de todas las vidas? La nueva empresaria encontró las respuestas, las empaquetó con virtuales cintas de colores y se lanzó al mundo a buscar fortuna. Para sorpresa de muchos, en plena crisis, todo le fue viento en popa. El negocio resultó tan exitoso que poco después la noticia de la gesta de Colette le había dado la vuelta al mundo en los principales diarios del globo, ávidos por noticias de esta naturaleza. Con esto de la crisis, llegan a la prensa las más peregrinas historias de ciudadanos emprendedores, obstinados sobrevivientes de la catástrofe económica que insisten en reinventarse. En contadas y célebres ocasiones, las más disparatadas iniciativas llevan a estupendos resultados como los que obtuvo Colette con Execumate, para fortuna de los reinventados y consuelo momentáneo del resto de los agobiados del mundo.

Cuando supe de este asunto, me soprendió enterarme de que, a estas alturas, existiera gente que pagara hasta $300 la hora para que le dijeran cómo vestirse y comportarse en público. Colette aconseja a las esposas cómo sobrevivir el ajetreo y las presiones del ámbito del traqueteo mercantil, que, como sabemos, es cada vez más dueño de las vidas de los mortales, de una u otra forma. Pero lo que me dejó verdaderamente lela fue enterarme de que existían compañías dispuestas a pagarle $15,000 a Colette por un contrato de consejería a largo plazo y, de esta forma, garantizar la armonía matrimonial de sus empleados.

Imagínense ustedes la situación. Al día siguiente de una aburridísima cena de negocios, un Altísimo Señor reclama la presencia en su oficina de su Todavía Alto Subalterno y le despepita:

- Sr. Todavía Importante, esa esposa suya va siempre hecha una birria. Necesita que alguien la instruya en las artes de la selección de vestuario. Además, si quiere usted progresar en esta compañía, su doña tiene que aprender a obsequiar mejor a los clientes en su casa. ¡Y tendrá que redecorar! Tome esta tarjeta y dígale a Colette que viene de nuestra parte.

Y es que Colette sabe lo difícil que es armonizar la vida familiar con una carrera existosa (la del marido, no la de ella). Según el reportaje, desde que se casó hace veinte años, se ha mudado varias veces por el trabajo de su marido, a Polonia, Chicago, Minneapolis y Dallas. Que conste que al casarse tenía estudios de posgrado en música y consejería. Por lo visto, no contaba con que sería algún día la esposa de un señor exitoso pero tenía dotes naturales y, sobre todo, mucha iniciativa.

Lo notaron sus amigas, bueno, las respectivas consortes de los colegas de su marido, que acudían a ella en búsqueda de útiles orejitas para la feliz sobrevivencia matrimonial y empresarial. Al parecer, en algún momento se dio cuenta de que aquellos favores merecían muy bien una renumeración; es más, eran un capital que ella debía explotar.

Resulta inquietante que como prueba de su eficencia, no cita en su página web a una clienta satisfecha, a la esposa de algún ejecutivo, sino a un tal Peter Pérez que testimonia haber experimentado personalmente la fortuna de tener, gracias a Execumate, una “capable corporate wife”, es decir, según él, una esposa que va más allá de ser solidaria y se convierte en parte del equipo. Valga apuntar, sin embargo, que Colette aclara que no sólo asiste a mujeres-consortes, también tiene clientes varones: aconseja a ejecutivos y directivos sobre cómo encontrar a la mujer ideal para entender su particular modo de vida.

Escrito está: “no es bueno que el hombre esté solo”. Los empleados felices son más eficientes, dice Colette para venderles sus seminarios a las autoridades corporativas. Algo así decían los lecheros de las vacas contentas.

Rebuscando por ahí sobre este tema, me topé con una encuesta, aparecida el 24 de octubre de 1964 en el periódico argentino “La Nación”, titulada “¿Podría ser usted la esposa ideal de un ejecutivo?”

La premisa del encuestador debía ser la misma que animó medio siglo después la filosofía de ExecuMate: “Se ha entendido que una esposa poco social, de desagradable trato, o poco comprensiva hacia los problemas e inquietudes de su esposo, puede convertirse en potencial enemigo de la empresa en la cual el esposo trabaja.” Una esposa inadecuada es, por lo tanto, un saboteador en potencia de la vaca contenta.

Así pues, la encuesta pregunta si la esposa es impertinente (si lo aburre con nimiedades domésticas u ofrece su opinión sin que se le pregunte), antisocial (si está siempre dispuesta a recibir sus “amigos” en la casa, sin previo aviso, y “organizar, en forma simple e inmediata, y sin mal humor, una buena comida y una reunión agradable”), si cuida “su elegancia y buen gusto en el arreglo personal cuando debe alternar con relaciones de su esposo”, si acepta su falta de atenciones, si es controladora y celosa, si “se pone bonita y trata de atraer a su esposo con cariño y dulzura cada vez que éste vuelve de sus ocupaciones” y, finalmente, si le manifiesta al esposo “admiración y reconocimento por sus esfuerzos y sacrificios.” Más claro no canta un gallo.

Tentada de saber si yo cualificaba para consorte de poderoso tomé el quiz y, aunque maticé algunas premisas y contesté aproximadamente, obtuve, no sé si para mi alivio o decepción, una puntuación muy baja. A quien saca altas puntuaciones, el artículo la felicita y propone como “esposa ideal de un ejecutivo, vale decir, hasta del presidente de un país”. A quien lo hace más o menos, le da alguna esperanza de redención: habrá que esforzarse, le dice. A las fracasadas como yo, nos propone trabajar en los cambios y nos recomienda que, por nuestro bien y el del futuro de la empresa en cuestión, procuremos no elegir por esposo a un ejecutivo.

Esto era en 1964. Actualmente, ya se sabe, no tendríamos problemas, las incapaces sólo tendríamos que contratar a Colette por $300. A cambio de esta módica suma podríamos conseguir las condiciones necesarias para pasearnos glamorosamente por los estrechos y aromáticos pasillos del dominio empresarial. En todo caso, si las lecciones no fueran suficientes, siempre nos queda la opción de comprarle a Colette una franquicia y abrir por ahí alguna sucursal. Sería casi como reinventarnos, muchachas.

viernes, 20 de agosto de 2010

El mito del hombre malo


Mari Mari Narváez

Lo más bello es ver cómo la voz de Iker se va cortando con el llanto, y cómo luego gira la cara hacia dentro como escondiéndose un poco de la cámara. Sara (decir nerviosa sería una redundancia) se toca el pelo y musita un “no pasa nada, vamos a hablar un poquito del partido”. Nadie sabe realmente cómo ni por qué lo llevó con su entrevista hasta ese lugar donde tendría que mencionarla. Pero en ese momento, Iker Casillas agarra como un último hilo de aire, una bocanada fina, antes de lanzarse por el río de la euforia.

Entonces el beso fue precioso, no importa si por auténtico, si por espontáneo o tan sólo por romántico. Lo que sí importa es que una, desde la expectación virtual, sabe que el amor es así. Que siempre empieza así. Y que sólo muy excepcionalmente termina así. Hemos visto a Iker. El capitán del equipo español de Fútbol es un buen hombre: luchador, sencillo, sensible. Es bueno y es lindo y parece amar a Sara Carbonero, la periodista de Telecinco. Lo que es difícil de creer es que un día pudiera ser capaz de golpearla. O ella de golpearlo a él.

Una de las cosas que más me angustia cuando una mujer es abusada o muere a manos de su pareja es la especie de mordaza que se impone en los círculos feministas-progresistas. Súbitamente, se vuelve casi inmoral hacer alusión a cualquier cualidad de benevolencia humana que caracterizara al maltratante antes del episodio público de violencia. Es decir, a muchas personas les indigna que los allegados de la pareja hablen bien del agresor; que digan que lo conocían como un buen hombre, excelente padre y profesional, incluso como un buen esposo. La mordaza no escrita implica que, si ese hombre fue capaz de asesinar a su esposa, entonces es imposible (acaso demasiado violento y contradictorio para nuestras sensibilidades) que fuera un hombre bueno. Esta es una de las rutinas sociales que más alimentan lo que llamo el mito del hombre malo.

Si optara por abundar en este artículo acerca de la patología de la violencia, posiblemente terminaría cometiendo algún grado de irresponsabilidad pública pues la violencia es algo mucho más repartido, mucho más generalizado de lo que nos atrevemos a conceder. Esto, por supuesto, no significa que, por ende, deba ser tolerable, y mucho menos en una relación de pareja.
(Claro, habría que empezar por redefinir aquellas cosas que se han ido imponiendo como socialmente “importantes” en las relaciones de pareja. ¿Un contrato? ¿El concepto del amor y el compromiso “hasta que la muerte nos separe”? ¿Compañía, alianzas, solidaridad en la administración de la vida? ¿Contraprestación? ¿Alivio para el dolor? ¿La felicidad misma? Eso, sin embargo, vendría siendo otro artículo).

Freud siempre dijo cosas terribles pero no por eso menos ciertas, o al menos perceptibles. Teorizó acerca de los dos instintos que, según él, rigen al ser humano: el instinto erótico (Eros) o de unión, que tiende -valga la redundancia- a unir y conservar, y el de destrucción, que tiende a destruir y matar. Cientos de años antes que él, ya filósofos como Nicolás Maquiavelo y Freidrich Nietzsche afirmaban que la violencia es algo inherente al género humano, teoría que se ha extendido a lo largo de todos los tiempos.

En una carta muy famosa que Freud contestó al físico Albert Einstein en septiembre de 1932, expresa que el reconocimiento de los dos instintos (unión y destrucción) “no se trata más que de una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno de su ciencia (...) Hemos llegado a concebir que este instinto (destrucción) obra en todo ser viviente, ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración. Merece, pues, en todo sentido la designación de instinto de muerte, mientras que los instintos eróticos representan las tendencias hacia la vida”.

Así como filósofos de importancia han apoyado directa o indirectamente lo anterior, existen muchos otros que los han contradicho, argumentando que la agresividad es un fenómeno social. En su ensayo Teorías de la violencia humana, el escritor boliviano Víctor Montoya explica que “los naturalistas, a diferencia de Freud y (Konrad) Lorenz, sostienen que una de las peculiaridades de la especie humana es su educabilidad, su capacidad de adaptación y flexibilidad; factores que permiten -y permitieron- la evolución de la humanidad desde que el hombre dejó de vivir en los árboles y en las cavernas”.

Creo que nunca estará claro cuál teoría es más correcta. Y creo que, en términos prácticos, tampoco es necesario saberlo. Después de todo, si la violencia no es innata, de todos modos, en sociedades como la nuestra, se adquiere de una manera extremadamente orgánica por vía de la socialización aunque, por supuesto, en diversidad de grados y según los conflictos de clases de cada sociedad y grupo (en consideración del pensamiento marxista).

Sin embargo, lo importante de estas teorías es que demuestran que la violencia no es exclusiva de los agresores probados, de los patológicos ni de los hombres “malos”, “insensibles” o “sin sentimientos” sino que existe potencialmente en cada uno de nosotros. Por un lado, nuestra socialización fomenta la violencia día a día y, por el otro, la mente es posiblemente el órgano más frágil del ser humano y está directamente relacionada con la capacidad de contención ante las frustraciones, ante las cosas que, con razón o sin ella, nos parecen incomprensibles, ante la irracionalidad y la perversidad.

Mucho más allá de esto, lo más peligroso de ‘diabolizar’ al maltratante es que, precisamente, esto impide que las mujeres puedan identificar a sus maridos o parejas como tal. Si no se puede discutir que el agresor en cuestión puede ser también (o ha sido, o fue) un buen padre, un buen profesional, empleado, trabajador, un buen hijo e incluso, en su momento, un buen marido, entonces será cada vez más difícil para las mujeres identificar y aceptar que su pareja es uno de esos maltratantes. Después de todo, nadie se casa con un ogro. Serán pocas las que lo hagan con un abusador y, si lo hacen, es porque ven en ese hombre otras cualidades que le crean la ilusión de que un día puede dejar de serlo.

Todos los amores empiezan con las emociones más placenteras que tiene la vida: el deseo, la empatía, el sentido de felicidad. Si ya de por sí es complejo y muy confuso experimentar episodios de violencia entre parejas, más difícil aún es llegar a aceptar que el marido o la pareja -esa persona con quien decidiste hacer tu vida porque te amaba y tú lo amabas a él- no es que ocasionalmente tenga episodios de violencia sino que es un maltratante.

Si no se explica que un hombre aparentemente “bueno” en muchos aspectos de su vida también puede ser un agresor; si no se comprende que cualquier agresor o cualquier persona que tenga dificultades serias controlando su ira puede llegar a ser homicida , aunque sea el hombre que se supone que te ama, el padre de tus hijos, el empleado ejemplar, el hijo predilecto, no se podrá lograr siquiera lo más básico: identificar a esos agresores domésticos. Y aquí uso la palabra doméstica adrede porque, en este contexto, lo son y por eso precisamente son tan peligrosos, porque no tienen que romper puertas ni hacer escalamientos ni taparse las caras. Son agresores en la domesticidad.

Paradójicamente, Freud decía también a Einstein (y hay que tener presente que, en esta carta, Freud no se refería directamente a la violencia de género sino a la violencia humana en general y especialmente a la que desemboca en la guerra pero el concepto aplica por igual): “No se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar su expresión en la guerra.

Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones, hallamos fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a su contraria, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra”.

Es más que paradójico cómo, en el caso de la violencia entre parejas, los dos instintos de Freud -el de la unión y el de la destrucción- se funden espantosamente. El Eros no necesariamente neutraliza al de la destrucción otro sino todo lo contrario. Precisamente, el afecto, la familiaridad, la unión, la relación sexual, se vuelven móvil de la agresión.

El concepto de ‘entregarse’ al otro en amor sigue tan vivo en el siglo XXI como en el siglo V. Aunque parezca terrible -y lo sea- no es una acción sencilla tomar posesión sexual irrestricta, exclusiva y sostenida de un cuerpo, para luego asimilar que no te pertenece, que el cuerpo de esa mujer (“mi mujer”) o de ese hombre (“mi marido”) no son tuyos y nunca lo fueron. Una vez más, habría que empezar por proponer un lenguaje nuevo. Amar ya no tendría que ser “entregarse” sino compartirse.

Según Montoya, “Sigmund Freud y Konrad Lorenz comparten la idea de que la agresión puede descargarse de diferentes maneras. Por ejemplo, practicando algún deporte o rompiendo algún objeto que está al alcance de la mano. Si Lorenz aconseja que el amor es el mejor antídoto contra la agresividad, Freud afirma que los instintos de agresión no aceptados socialmente pueden ser sublimados en el arte, la religión, las ideologías políticas u otros actos socialmente aceptables. La catarsis implica despojarse de los sentimientos de culpa y de los conflictos emocionales, a través de llevarlos al plano consciente y darles una forma de expresión”.

En este punto, se vuelve imperativo el espacio de la cultura, ya no sólo en la calidad de vida en general sino muy específicamente en la supresión (incluso sustitución) de la violencia.

Como mujeres y como comunicadoras, tenemos que repensar nuestra realidad, cuestionar nuestros métodos, nuestras preconcepciones, tratar de ponernos en el lugar de las mujeres que no tienen que teorizar sino, en efecto, lidiar con parejas maltratantes. Tenemos todas y todos que tomar notas para tomar acción. El hecho de que no crea en adjudicar la violencia únicamente al agresor físico, al público, al sujeto evidente, o que no crea tampoco en la legitimidad de descartar sus otras facetas como hombre, no significa de manera alguna que no crea en la educación contra la violencia de género y en la urgencia que esta tiene en nuestro país. Por el contrario, creo que las campañas deben subrayar que nadie, ni una sola mujer, debe permitir ser destinataria de la violencia de nadie. Mucho menos de un ser amado, de quien -invariablemente- los golpes físicos o emocionales siempre duelen demasiadas veces más. Amar es también crecer, es madurar, aprender a encauzar las frustraciones, evitar el dolor. Creo en un acercamiento que libere a las mujeres de la victimización, imponiéndoles la responsabilidad de “no permitir, bajo ninguna circunstancia”.

Lo dice la sicóloga Silvia Tubert acerca de la feminidad y yo lo aplico también a los procesos de violencia de género, que no son sino “síntomas” de ese “malestar” que es siempre “lo femenino”, según el psicoanálisis.

“En la medida en que no haya una construcción considerada como verdadera o definitiva (aquí coinciden psicoanálisis y postmodernismo) habrá que seguir hablando, y al hablar, las mujeres podrán situarse como sujeto de la enunciación, como sujeto en proceso, definido no por lo que es sino por lo que aspira a devenir”.

lunes, 21 de junio de 2010

La manzana, la tablita y las caídas


Sofía Irene Cardona

“¿Estamos genéticamente programados para el habla y desenvolvimiento ilimitado de la inteligencia tecnocientífica, como descubrió Chomsky, pero tenemos irremediablemente atrofiados, salvo en casos, personas y momentos excepcionales, las facultades que nos permitirían vivir en un mundo de mayor equidad y justicia?”
Juan Goytisolo, “En el V Centenario de la Celestina”
Cogitus interruptus, 1999


Otro trabajador melancólico se precipita. Allá va. Cae inerte sobre el suelo como fruta madura y su muerte resuena alrededor del globo. En Foxconn, una fábrica taiwanesa de aparatos electrónicos que emplea 400,000 trabajadores residentes, se han sucedido trece intentos de suicidio que han dejado el saldo de once muertos y dos hombres gravemente heridos en los últimos cinco meses. Los suicidas tenían menos de veinticinco años, poco más o menos la misma edad de los jóvenes huelguistas puertorriqueños de este verano del veinte diez.

El asunto es que Foxconn, ubicada en lo que fuera hace veinte años una aldea de pescadores, y hoy, una ciudad de catorce millones de habitantes al sur de China, ensambla todo tipo de aparatos electrónicos para Dell, Hewlett Packard, Acer y, principalmente, Apple. Valga decir que, a pesar de los exiguos salarios de $132 mensuales que reciben los obreros, el presidente de la compañía, Terry Gou, es el tercer hombre más rico de Taiwan, con una fortuna de seis mil millones de dólares.

Se ha revelado que en esta fábrica se hacen turnos de doce horas diarias bajo estricta disciplina, que auditores han encontrado violaciones a las leyes de labor infantil, récords falsificados y fallas en el manejo de desperdicios contaminantes, que sólo los trabajadores que producen para Apple tienen derecho a una banqueta, mientras los demás deben trabajar de pie. Algunos empleados se han quejado de malos tratos, palizas con barras de hierro y latigazos. También se informa que la policía china ha hecho silenciar a quienes han tratado de investigar el asunto de primera mano. Para colmo de visos novelescos, uno de los suicidas fue el joven Sun Danyang, el ingeniero que informó la pérdida de uno de los dieciséis prototipos del nuevo iPhone G4, como parte de una trama digna de un guión hollywoodense con interrogatorios intimidantes, registros ilegales y otras peripecias por el estilo.

La historia se publica en medio del furor del estreno europeo del futurístico iPad y el portento sale a la luz manchado de sudor y lágrimas chinas. Mientras millones de consumidores de todo el mundo hacían fiesta con el nuevo juguete, una tablita que recuerda las primitivas páginas de cera, chinos melancólicos y desesperados se lanzaban al vacío desde las azoteas de la fábrica. Un escándalo mediático, pues, ha orlado de primitiva sangre al glamoroso mundo tecnológico diseñado en California, pero made in China. Lo sentimos mucho, el mundo es uno solo, aunque a veces no lo parezca.

Para prevenir más suicidos y peores escándalos, la firma taiwanesa ha contratado dos mil cantantes, bailarinas y entrenadores de gimnasia. Mientras tanto, y por si acaso, han puesto una red alrededor de los edificios, para evitar suicidios desde las azoteas, contrataron dos mil psicólogos y, de paso, last but not least, han aumentado el salario dos veces en siete días, hasta 70%. A ver si mitigan la dureza del trabajo, sin reducir la productividad y, sobre todo, las ganancias.

Con todo, el presidente de la Apple, Steve Jobs, al otro lado del globo, no cree que se trate de una fábrica en la que se exploten a los obreros, nononó, porque hay tiendas, restaurantes, cines y piscinas olímpicas. Eso ha dicho. “Para una fábrica, está muy bien,” sentencia sonriente y aliviado por el aspecto civilizado de las facilidades. Y yo me pregunto si Jobs de verdad cree que una banqueta para descansar la espalda a lo largo de diez horas de minuciosa labor, bajo la supervisión de un tiránico capataz, es suficiente mejoría de condiciones de trabajo.

Una de las fotos de Foxconn que circulan en la prensa muestra un salón atestado de disciplinados trabajadores uniformados de verde pálido. En una de las líneas, una joven obrera echa una cabezadita sobre la mesa de trabajo, no sabemos si en acto de rebeldía o por razones reglamentarias. Echo de menos en la imagen los omnipresentes audífonos, una musiquita que por favor sosiegue el abatido ánimo de esa muchachita rendida.

¿En qué pensarán los obreros chinos durante su jornada? ¿En bailarinas, cables, peces de colores? Después de tanta fanfarria, tanto botón y pantalla, tanto brinco conceptual, cable y enchufe, se preguntarán ellos dónde, o dónde, estará el futuro que les habían prometido. En el resto del mundo, sólo verán los maravillosos juguetes que salen de sus manos y parecerán modernos sobando la pantalla, dibujando el espejismo de una civilización todavía imposible.

sábado, 29 de mayo de 2010

Agridulce


Ana Teresa Pérez-Leroux

La última tarde que pasé con mi abuela Celina, Mama Cele, en su casa de la 27 de Febrero, insistió en que aprendiera a cocinar el repollo agridulce. Ella ya había picado el repollo en trozos medianos. Lo puso en una sartén con tapa, y le añadió tomate, ají, cebolla y ajo, esos inevitables participantes de todo plato criollo. Sal, aceite y vinagre, y para mi sorpresa, dos cucharadas gordas de azúcar negra. Me instruyó que le pusiera la tapa, y que lo cocinara a fuego lento. Sólo entonces miré alrededor. La cocina de campo de mi abuela, que tan enorme me parecía a los cinco años, ahora se veía deslucida y vacía. Los esfuerzos de mi tío habían modernizado este espacio, llevándolo desde el uso del carbón de leña, hasta el gas, la cerámica, el acero inoxidable y varias formas de refrigeración.

Aquí sufrí a los dos años mi primer accidente serio, al resbalarse una olla en la que estaban hirviendo trapos. Las mujeres de la familia se lamentaban pensando que las quemaduras de primer grado me mutilarían con cicatrices horribles, que no permitirían florecer mi belleza de mujer. Las cicatrices se desvanecieron con el tiempo, pero no el recuerdo de los cuidados tiernos de Mama Cele. Más tarde, me bebí mi primer café con leche en esa misma cocina, y a los seis me hice aficionada al pan con mantequilla de maní. Esos primeros años íbamos donde los abuelos tres fines de semana al mes, y por eso conocía yo mejor a Puerto Plata que a mi nativo Santo Domingo. Llegábamos por la carretera de la cumbre, a veces hermosa y soleada, a veces gris de lluvia y niebla, amenazadora con los derrumbes que ocasionalmente cobraban la vida de algún camionero. Con los años, y sobre todo después de la muerte del abuelo, y nuestras complicadas y ruidosas adolescencias, comenzamos a ir cada vez menos.

Esa tarde resonaba la finalidad del momento: yo ya planeaba mi salida del país, mi abuela pronto accedería, por fin, a dejar de vivir sola. La demencia que le había debilitado la memoria, hacía muy poca mella sobre su legendaria terquedad. Última residente de la casa de madera en la que crío los cinco hijos, limpiaba su gigantesco patio con un machete feroz, y regañaba a cualquiera que se acercaba a su portón. Insistía en que si trabajaba en el patio lograría escapar el mal del cerebro que afligió a cada uno de sus hermanos en su ancianidad. Había sido la más pequeña, y su demencia constituyó un regreso paulatino a una infancia feliz en los campos de Las Lagunas, por los lados de Navarrete.

Al aumentar su vejez y su desorientación, a todos en la familia nos apremiaba con urgencia su creciente vulnerabilidad. De nada valían las afectuosas ofertas de hijos y nueras. Mama Cele se negaba a aceptar mujer de servicio, cuidadora, o invitación a mudarse con alguien. Las sobrinas iban en misiones individuales, convencida cada una de que ella sí que lograría arreglar la situación. Mama Cele disfrutaba la visita, y las despedía al fin de la semana cariñosa, pero inflexible. Una vez Papá se la trajo con argucias a la capital. Mamá dio fin tajante al episodio el día que la abuela amenazó con cortarse las venas, si no la dejaban regresar a su casa. La enorme mesa cuadrada de su cocina me parecía ahora pequeña para tantos atardeceres con historias. En la psicología budista se piensa que el ego se forma de inicio con la experiencia de distinguir el espacio interno del externo. La cocina de Mama Celina, con vista a la mata de mango, y al platanar de la cañada, fue clave crucial de mi espacio exterior. Allí escuché historias en las que se moldearon juntas mi memoria histórica y la autobiográfica: historias de los tiempos de Concho Primo, cuando los gobiernos no duraban más que meses; historias de cuando los Americanos prohibieron la curandería; y el cuento de la isla de mi abuelo y Plácido Brugal, una que compraron para criar chivos y hacer sal, antes de que a Trujillo se le ocurriera nacionalizar la industria para quedarse con todas las salinas de la isla. El mundo de afuera nunca logró parecerme inhóspito, porque me lo imagino alumbrado por el fuego de las cocinas de los abuelos. Allí siempre me supe querida. Nunca llegué a esa cocina sin que me esperaran un chocolate escondido en la alacena, un huacal de refresco recién traído del colmado, y alguna lata de galletas de soda sin abrir. Cuarenta y pico de años más tarde sólo pensar en estas golosinas me pone tibio el corazón. Inexorablemente, desde la adultez, esos lugares de la primera infancia se estrechan, y se reducen, y pierden la vitalidad que sólo puede conferir la inocencia. Los soles cuyo saber nos orienta al navegar la enormidad del universo, quedan como velitas de cumpleaños al alejarnos por el túnel del tiempo. Esa tarde del repollo me dolió ver que Celina ya no sabía todo lo que había que saber en el mundo. Que ya no lograba domesticar los azares del destino con su sólida y agridulce sensatez. Peor aún, que ahora debía yo de servirle de Lazarillo; recordarle gentilmente que ya no estaba Balaguer en el gobierno, quién era el síndico de Puerto Plata este año, y que su vecino Don Rogelio, hermano de Lilis Hereaux, hacía casi dos décadas que no vivía. “Vamos a ver el repollo. No quiero que se queme.” Abrió la tapa, y lo revolvió. El tomate y el aceite ya se iban convirtiendo en salsa. “Bájame el fuego un poco.” Taque, taque, marcaban el tiempo los ecos del reloj de péndulo de la sala. Hacía cinco años que había dejado de funcionar. Puse la mesa, y abuela nos sirvió una cantidad generosa en cada plato. “No tengo salchichas, ni papas.” “No importa, Mama Cele, está muy rico.” “¿Seguro? últimamente Huberto me trae una cantina, así que ya cocino muy poco.” “Si, Mama Cele, está buenísimo.” Sin exageración. Cada bocado, saboreado lentamente, poseía los sabores más agrios y más dulces de todo el mundo.

Ingredientes:
½ Repollo tierno, cortado en lonjas medianas
1 Ají verde, picado
2 Cebollas pequeñas, picaditas
2 Dientes de ajo, majados
Aceite
2 Cucharadas de vinagre de manzana
2 Cucharadas rebosando de azúcar negra
Sal: la que haga falta.
Historias: para sazonar bien la vida.

viernes, 28 de mayo de 2010

La muerte escandalosa


La muerte se sitúa en el umbral…Es el rasgo más humano y cultural del ántropos…en sus actitudes y creencias se distingue claramente del resto de los seres vivos”

Edgard Morin

Vanessa Vilches Norat

De pequeña me horrorizó saber que los caciques taínos eran enterrados con sus mujeres vivas. No podía conciliarme con la idea de que la mujer del cacique no tratara de escapar de su destino. Si me parecía absolutamente salvaje el rito, la aceptación de éste me indignaba. Me costó muchísimo entender la estrecha relación que hay entre el acto funerario y la vida, saber que la manera en que se interactúa con la muerte traduce la cultura. Los ritos funerarios junto al lenguaje, como ha señalado la antropología, son el signo visible de nuestra hominización. Somos humanos porque hablamos y porque enterramos a nuestros muertos. La conciencia de la muerte y de nuestra finitud la evidencia el rito mortuorio.

Los actos funerarios representan además la institucionalización de la muerte y la separación simbólica del muerto de su comunidad. Los inventamos para conciliarnos de la muerte, de nuestra finitud y del dolor que nos produce separarnos de nuestros queridos. He aprendido que los actos mortuorios son para quienes nos quedamos, es la forma digna de procesar el duelo. Aunque siempre parecemos complacer “la voluntad” del muerto, poco le importará al que ya no está el paradero de su cadáver.

La controversia sobre las nuevas modalidades de velorios en Puerto Rico apunta a la centralidad de la muerte en la cultura. En agosto de 2008 la funeraria Marín Funeral Home colocó parado el cadáver embalsamado de Ángel Luis Pedrito Pantojas en la sala de la casa de la abuela. Se necesitó amarrarlo a la pared por la cintura, el torso y la cabeza para lograr tan estrafalaria pose. Aseguran los familiares que esa fue la voluntad expresa del muerto, quien había dejado pago su velorio y estipulado los detalles del mismo. Ángel no quería que lo vieran en un ataúd sino parado en su casa.

El pasado mes de abril también asistimos a otro extravagante velorio. El cadáver del joven mensajero David Morales fue colocado sobre una motocicleta, haciendo honor a su oficio. Esta vez fue su tío quien hizo los arreglos funerarios que han escandalizado al país. No perdamos de vista el cambio de signo que imponen éstos velorios.

Señalan los dueños de la Marín Funeral Home, que desde el velatorio de Pantojas han recibido muchísimas peticiones extravagantes: cadáveres parados, montados en motoras o en carros. Por el periódico supimos que el ufólogo Reinaldo Ríos se presentará ante un notario público para dejar por escrito su último deseo: un velatorio al estilo espacial. Quiere Ríos un ataúd con cúpula de cristal o plástico y base circular u ovalada, que simule un objeto volador no identificado. A mí se me ocurre que lo mejor de la muerte es el descanso garantizado, pero sin duda, la pose horizontal se ha ido abandonando.

El muerto parao y el motociclista han escandalizado a buena parte de los puertorriqueños. Tanto que se ha pedido que el Estado intervenga en la regulación de éstos “velatorios escandalosos”. Exige la Cámara de Dueños de Funerarias de Puerto Rico que como: “El Estado es en última instancia el guardián y custodio de las buenas costumbres y tradiciones que se pueden desarrollar en el diario vivir de los pueblos” se realice una investigación sobre la calidad y los costos de los servicios funerarios en la Isla. El pie de la pesquisa es la supuesta insalubridad de estos nuevos embalsamamientos. Se cuestiona el procedimiento que utilizó la funeraria Marín Funeral Home para mantener ambos cadáveres en poses ¿tan deshonestas? y la adecuada disposición de los líquidos y sustancias tóxicas de los cuerpos. El legislador Jorge Navarro propulsa un proyecto de ley que pretende establecer más regulaciones para los actos fúnebres. A juzgar por el debate, la punta de lanza es la posición de los cadáveres.

¿En qué ofenden a la moral y costumbres puertorriqueñas esos cadáveres? En ser objetos perturbadores por disonantes. Perturba que un muerto pretenda estar vivo. Los cadáveres nos impactan por su semejanza a nosotros. ¿Qué hacer con un cadáver que no yace sino que exhibe una falsa vitalidad? Parecería que se nos asemeja aún más, ¿de ahí el miedo? ¿O acaso será lo contrario, que el simulacro de vida los hace mucho más muertos? Me pregunto si el asombro no es mera cuestión de gusto, siempre determinado por la clase social del observador. Según la sensibilidad moderna, la muerte y la enfermedad deben callarse, esconderse. La dignidad ante el fin de la vida, exige discreción. La muerte y la enfermedad avergüenzan, por lo tanto se censuran, se esconden. El interdicto cultural moderno establece, ante todo, evitar a la comunidad el malestar y la emoción intensa de la muerte. Llevamos a nuestros moribundos al hospital; a nuestros muertos a la funeraria.

Estos cadáveres jóvenes hacen de la muerte cosa pública. Se espera. Se organiza. Se planifica. Se diseña. Se exhibe. Se presencia. Acá, la muerte está muy lejos de ser silenciosa, de pretender ser ese sueño que transporta al más allá. Lo escandaloso no debería ser la posición del cadáver en el velorio , sino la juventud de los cadáveres. Decía Iris Marín, la embalsamadora de ambos cuerpos, que el 40 por ciento de los velorios que prepara su funeraria son de jóvenes entre las edades de18 a 24 años.

Parecería que los jóvenes puertorriqueños se inmortalizan a través de sus velorios. Saben que no tendrán vida para lograr obra, por eso buscan la inmortalidad en el ritual funerario. El velorio es más que un monumento a la vida, es el consuelo de su vida. Así lo verbaliza la prima de Pantojas: “Logró lo que él quería. Está muerto pero haciendo historia”.

Morbosa lección para un fin del mundo


Sofía Irene Cardona

Nou led, nou la.

Seremos feas, pero aún estamos aquí.

Dicho popular haitiano


Hace un rato corrió la noticia de un fuerte sismo en la frontera entre México y Guatemala. Se habla de continuos sacudimientos en Argentina y, de paso, se predice un mega-tsunami para Indonesia. La tierra está inquieta. Hay que prepararse.

¿Será que las noticias están más próximas? ¿De veras el planeta está en trance de reventar como un popcorn? En estos días, confesémoslo, ya pocos se preocupan por la fiebre porcina ni por las víctimas colaterales de las narcoejecuciones. Los temores de la infancia se desperezan y revivimos pesadillas hasta entonces olvidadas: un enorme crucero que vuelca una ola, la huida por un laberíntico edificio en llamas, el tuntun tuntun tuntun de la amezadora silueta de un tiburón blanco.

Con los pies descalzos para confirmar la estabilidad del suelo, miramos con cierta desconfianza la enorme nevera que hace runrún a nuestro lado, el abastecido estante sin atornillar a la pared, las estrechas dimensiones de la puerta de salida. ¿Qué haríamos si nos toca recibir el apocalipsis aquí y ahora? ¿Y, si tenemos suerte después del jamaqueón, a qué mundo cruel sobreviviríamos? Hacemos el morboso ejercicio de fantasía: sin casa, sin agua, sin comida, sin sombra, sin amparo.

A más de una semana del terremoto en Haití, el terror a la barbarie fue sustituyendo el temor a los tremebundos poderes de la naturaleza. Morbosos cibernautas de todas partes del mundo revisaban en la internet las imágenes y relatos de la desesperación. Se figuraban, de igual forma, por un momento, su vecindario en ruinas y, asustados de sí mismos (y de sus vecinos), la pantalla se transformaba en espejo tenebroso. ¿De qué somos capaces en un momento de desesperación? ¿De qué soy, yo misma, capaz, cuando se trata de luchar por sobrevivir?

Entre las primeras noticias del terremoto, un desalentado rescatista contaba de la falta de solidaridad que, para su sorpresa, había descubierto entre los haitianos. “Sólo se ocupan de su familia inmediata”, señaló. A juzgar por el comportamiento del que había sido testigo en otros desastres, le parecía rara esta actitud. Un informe posterior, sin embargo, señalaba que los vecinos de Cité Soleil se habían organizado para evitar el regreso de los tres mil convictos liberados por el terremoto, como si fueran una plaga. Los vigilantes ahuyentaban los hijos pródigos del barrio a tiro y machetazo limpio, así que de vez en cuando, según el reportero, cuando atrapaban a alguno, acababan con él para siempre. En la unión está la fuerza y, de vez en cuando, esa fuerza es inclemente.

Por otro lado, ha habido quien ha apuntado, con cierta ingenuidad, que el desastre en Haití ha sido igual para ricos y para pobres. Ya conocemos la historia de la muerte igualadora. Ponen de ejemplo las víctimas de un vecindario que se han quedado en la calle, aunque, como llega a decir una de las entrevistadas, tienen la opción de, eventualmente, tomar un avión y huir del desastre a casa de familiares en el extranjero. Otro periodista, de hecho, habla de elegantes barrios intactos después del sismo. Allí la mayor tragedia ha sido no poder mandar a los muchachos al colegio, porque, imagínese usted, señor, ¿cómo tomar clases en ese ambiente de desolación? Al menos algunos guardan cierto pudor.

De una y otra forma, este retrato del caos resulta aterrador. A la sombra del pensamiento milenarista, este terrible estado de ánimo es el que han explotado las apocalípticas historias hollywoodenses desde hace décadas. Actualmente, todas las semanas estrena una película sobre las peripecias de un justiciero sobreviviente que lucha con terribles hordas de desquiciados salvajes. Es el miedo al desgobierno, al absoluto descontrol que, como sabemos, impera aún hoy, a cierta distancia, en varios rincones de la Tierra. Pocos guionistas se inventan una historia en la que espontáneamente se organicen grupos para repartir equitativamente lo que se encuentra, para hacer justicia social. En eso la imaginación prevaleciente es pesimista o, para los ambiciosos productores de Hollywood, el optimismo es aburrido.

Yo me crié viendo rudimentarias épicas de trasatlánticos volcados en alta mar, rascacielos incendiados y enormes tiburones blancos, así que me acostumbré a pensar que sufrir alguna de estas catástrofes de dimensiones espectaculares tenía la misma posibilidad que pegarme con un billete de lotería. Sin embargo, como diría mi vecina, en estos días siento que están tirando cerca.

La ficción hollywoodense, sin embargo, tiende a ser muy compasiva. Suele colocar en el grupo desesperado, un líder atribulado y buen mozo, en excelente estado de salud y mejor aptitud física. Este individuo guía a las masas vulnerables hasta su salvación, aunque deje por el camino algunas víctimas propiciatorias y, en algunos casos, hasta su propio pellejo. La gente, por otro lado, termina dejándose llevar, acepta el nuevo gobierno, y combate a los “otros”, cuyas prácticas atentan contra todo sentido de urbanidad.

Pensando en estas cosas, me imaginé como sería sufrir un desastre en mi edificio, usando como modelo las veces que hemos compartido pequeños y breves infortunios, como cuando no hay agua caliente o amenaza con llegar un huracán. Siempre hay quien se encierra con su compra, su calentador portátil y su planta eléctrica (algo terriblemente desconsiderado en un edificio), pero también aparecen hiperactivos agentes solidarios que nos devuelven la fe en la humanidad.

Hace unos días, un amigo hizo este mismo ejercicio de figurarse el desastre en su vecindario: “¡Imagínate el montón de lanchas huyendo de aquí!” Con todo, le respondí para mitigar su desaliento, debe ser lindo ver el espectáculo del éxodo masivo de esa flota de aficionados navegantes. Nosotros, los desposeídos de transporte acuático, nos quedaríamos en la costa, entre los edificios destruidos, víctimas o protagonistas de lo que quede de civilización, según nos vaya. ¿Qué remedio? Sólo ruego que, entre los diligentes hiperactivos que se queden, haya alguien que sepa hacer un fuego y curar heridas. Y si es buen mozo, pues mejor. Como dicen en Haití, seremos feos, pero estaremos aún aquí.

El dulce encanto de ser una chica Almodóvar


Mari Mari Narváez

Obviamente es un trabajo muy solitario el de la escritura. Y sin embargo, nadie nunca escribe una novela, un relato, un guión completamente solo. Porque siempre están los personajes, e incluso antes que ellos, está el cúmulo de gente y de vivencias que lleva a un escritor a crear a esas personas que, siendo ficticias, no lo son.

De primera instancia, alguien, un escritor o escritora, los quiso tanto, o acaso los necesitó lo suficiente como para crearlos. Eso, unido al milagro del lector que -sin saber cómo ni por qué- se ve irremediablemente seducido por esa creación casi incorpórea, ya es suficiente para que tengan vida, incluso a veces un cierto cuerpo imaginario, una manera mental de ocupar un espacio.

Sin embargo, lo más bello de los personajes del cine es que son aún más carnales: existen dos veces porque poseen un cuerpo material. Y más que un cuerpo, poseen una manera de andar, de manifestar su ansiedad, de ocultar su inseguridad. Ahí reside otro misterio. Con la llegada de un buen actor, ese pedazo de vida que ya existía se vierte, se expande, se manifiesta.

Recuerdo lo que dijo Pedro Almodóvar cuando estrenó su penúltima película, Volver, para mí, de sus mejores: “Yo escribí a Raimunda, pero Penélope le dio vida. El modo de andar es suyo, las lágrimas también, y el escote, el corazón, la fuerza animal del personaje y su extrema vulnerabilidad. Y yo le estaré siempre agradecido, y mi tía y mi abuela también, porque las dos se llaman Raimunda”.

No soy fanática febril del director manchego pero muchas de sus películas me han conmovido, se me han atravesado en el buen sentido. Además, personalmente provengo de un universo muy femenino que identifico irremediablemente en sus personajes de mujeres.

Debo admitir que la Raimunda de Penélope Cruz, al igual que su María Elena, de Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen) es de mis mujeres contemporáneas favoritas. Y lo digo así adrede. Porque no son sólo un personaje. Existen. Yo las he visto a ambas en tantas otras mujeres.

En María Elena, sin lugar a dudas, está mi hermana Marysol, homicida en potencia, antropófaga, visceral hasta cuando come, brillante y rabiosa, patológicamente insegura.

En Raimunda está Paula, dispuesta literalmente a todo: a escribir un bellísimo relato sobre un cura enamorado que la seduce tocándole guitarra o a montar un negocio de transportación de camiones para sobrevivir en un país completamente desconocido. Paula -como Raimunda y todas esas actrices de las películas italianas de los años cincuenta- madre de todos siempre, hasta el último respiro.

En Raimunda también está Sherley, que cogía siete guaguas diarias con sus nenas y pasaba meses sin agua y sin luz pero nunca dejó de vestirse y maquillarse ni de hacerles chistes y guiñaditas a los clientes más guapos del banco. Están mis hermanas Rosi, Teresa, Inés, mi amiga cubana Mileidis, Wanda, Trista, Ale, todas expertas resolviendo, apaciguando, unificando, sacando pecho como la propia Raimunda. Mi madre, mi tía, mi abuela, las madres de mis hermanas, Carmín, Carmen Ortiz, Alida, todas madres adoptadas, todas defendiéndome con uñas y dientes de las inclemencias de la vida, todas pujando su poquito para que siga pa’lante. Mi tocaya Mercedes (Titi Mer), tía de mi marido, siempre militante y compulsiva en el acto de alimentarme.

En la sensualidad cabal de esas dos mujeres, Raimunda y María Elena, en su dignidad tremenda y en su temeridad, están prácticamente todas las mujeres de mi vida. Y en última instancia, no sólo en ellas sino en todas las demás que también salieron del cine y de la literatura y también son mis favoritas. A vuelo de pájaro, la Teresa de Kundera y de Juliette Binoche, la Blanche de Vivian Leigh, las mismísimas Clarice Lispector, Viginia Woolf, Anjelamaría, Julia. La Matilde de Cristina Rivera Garza y la Melissa Perkins de Sofía Irene; la escritora obsesiva de Vanessa Vilches en su Fe de ratas y la Mujer de rojo sobre fondo gris de Delibes. La Sarah Pierce de Kate Winslet, la ‘Puchi’ de Jennifer López, la Margot de Nicole Kidman y la Alma de Michelle Williams. La Mary Lee de Monique, la mujer con boca de vodka de Rafah Acevedo.

En cada una de esas no sólo están las mujeres de mi vida sino también estoy yo. Esencialmente yo. Y lo más extraño, y al mismo tiempo lo más natural, es que hasta tengo la duda de si estuve en ellas desde siempre o acaso me fui incorporando según cada una iba haciendo su gran acto de aparición ante mis ojos, ante mi vida.

Tengo la extraña manía de devorarme las entrevistas de actores, escritores, directores, diseñadores de moda y traductores. Las buenas entrevistas siempre tienen un clímax dramático, aparte de breves golpes emocionales que se van enfilando para dar paso a uno final y contundente. Cuando, en esta entrevista que he tomado de ejemplo (realmente es una carta a un periodista) Almodóvar cuenta lo siguiente, yo siempre termino muy conmovida: “La escena en que van a ver a su tía Paula, cieguecilla y muy torpona la pobre (inmensa, como siempre, Chus Lampreave), fue la primera que rodamos. Una vez en el comedor, cuando Raimunda reparte los barquillos y ella misma empieza a comerse uno, parte de ese azúcar se le cae mientras come y Penélope, convertida ya en Raimunda, limpia el azúcar que cae en la mesa con el dorso de la mano, sin dejar de decir el texto de la escena. Yo no le había marcado eso pero cuando vi que lo hacía de motu propio sentí la primera de tantas emociones que el rodaje de 'Volver' me depararía durante meses. Ese detalle, aparentemente banal, distingue a una actriz que está haciendo el personaje de otra que es el personaje, y que se ha fundido con él de un modo indisoluble”.

En ese momento, desde el lugar de mi conmoción, yo me digo: en todo caso, de qué sirve dilucidar el misterio de si ellas llegaron a mí antes que yo a ellas. Si, total, estamos todas fundidas de un modo indisoluble.


Una fiesta, un país y un salchichón (y no precisamente en ese orden)



I

En aquellos tiempos, las Navidades se inauguraban con la visita de mi tía Catalina, que invariablemente venía cargando de Ponce con una lata de galletas holandesas, un tonelito de dulces marca Fiesta, adornado con los Tres Reyes Magos, y un enorme salchichón que habitaba la nevera por el resto del año. El salchichón había venido, muchas veces, desde España, en las maletas de mi tía, de contrabando. Era un salchichón muy duradero, cuyo cabito se botaba a la basura cuando llegaba el sustituto cada diciembre, como si fuera una encarnación del espíritu perpetuo de la Navidad. Imagínense mi impresión cuando veía en junio aún el salchichón susurrándome cómeme, cómeme, desde el fondo de la nevera.

Cuando rememoro las navidades de mi infancia, cobro conciencia de que, de una manera u otra, siempre ha habido algo desquiciante en esta celebración de fin de año, pero nada tan desconcertante como las señales culturales que se disparan desde cada leyenda familiar.

En mi caso, confieso haberme disfrazado de pastora asturiana para cantar “Alegría, alegría, alegría” y haber comido turrón en Nochebuena. Así las cosas, en mi más tierna infancia, llegué a pensar que Cristo era español y comía salchichones. Después de todo, los curas y las monjas hablaban como extranjeros, Dios usaba el “vosotros” y en el único disco navideño que ponía mi padre, “Venid, pastores, venid”, era de la cantante Marisol, así que amén y olé. No me cabía duda, después de escuchar a Raphael (sic), cantando “El tamborilero”, que Belén era una remota aldea castellana. De más está decir que esta impresión no me duró mucho tiempo.

Mi marido, sin embargo, guarda memorias muy distintas de las Christmas. Para muestra, un botón basta. En su casa llegaron a comprar en Sears una chimenea de cartón, cuyas lengüetas de fuego, unos trocitos de papel luminoso que se meneaban con un abanico eléctrico, le resultaban tan fascinantes como para mí el salchichón perpetuo. En aquella casa se celebraba también el Jalogüín y el Sanguivín, así que la confusión era de distinto acento que la mía, pero al fin, confusión.

A mis hijos les tocó vestirse de jibaritos para las fiestas de la escuela, una indumentaria tan exótica para ellos como mi disfraz de pastora asturiana. Alguna mejoría habrá habido en esta generación que se crió escuchando el “Villancico Yaucano” cantado por Danny Rivera. Aunque, después de un vistazo a mi alrededor, sospecho que deben guardar, como todo hijo de vecino, su correspondiente recuerdo amogollado. A esta casa, hasta hace poco, llegaba una enorme caja desde Texas, repleta de chucherías entre las cuales solía encontrarse una casita de gengibre para armar. El día de Nochebuena, sin embargo, llegaba desde Río Piedras, invariablemente, un platón de arroz con dulce.

II

Si ya de por sí este pueblo vive confundido, en la Navidad botamos la bola. Es, por un lado, el momento de más nacionalismo de cascarita: mucha música jíbara, mucha comida típica, mucho lelolai, pero también es la temporada del más ridículo pitiyanquismo: nieve y trineo, chimenea y botas, nueces y frutas secas.

Es cierto que en diciembre parece exacerbarse el sentido nacional, a pesar de la inquietante presencia de los santacloses y las batuteras disfrazadas de Damitas de la Nieves. Los espontáneos bembés de pandero y trompeta, el chiqui qui chiqui del güiro en el semáforo, la musiquita bailable de la radio, se escuchan por todos lados. Hasta hace poco, la desaparecida Feria Bacardí, concurrida por nacionalistas y asimilistas al igual, iniciaba oficialmente la temporada navideña. Parece como si, por un momento, a la paz, el amor y la solidaridad de postalita, se le sumara también la idea misma de nación, tan noble e inalcanzable como las otras. Tal vez por eso, entre todos los actos políticos del siglo pasado, el que más ha convocado mi imaginación es la entrega de regalos de los Macheteros, disfrazados de Reyes Magos. Lo mejor de los dos mundos.

La Navidad se ha convertido, por accidente o misterioso y tácito acuerdo, en fiesta nacional. Los comercios declaran que tenemos “tradiciones”, auspician la música típica y buscan artistas boricuas para sus felicitaciones navideñas. Es la temporada alta para lechoneras y fondas criollas, empresas pasteleras y artesanos populares. Que valgan las verdes por las maduras. Ya han visto cómo los bancos (más bien, las agencias de publicidad contratadas por ellos) se afanan en transformarse en custodios del legado nacional (el cultural, claro está, que es más inofensivo, según ellos). Aprovechan la ansiedad consumista y el sentimiento puertorriqueñista que trae la brisa de diciembre para capitalizar. Bobos que les dicen.

En este periodo la identidad puertorriqueña parece rebasar líneas ideológicas y montones de personas quedan plenamente convencidas de que ser estadista y puertorriqueñista no es nada problemático. Pero también se manifiesta la paradójica tolerancia de muchos nacionalistas a los signos de una cultura foránea, impuestos, para colmo, desde la tribuna de los manejos comerciales. Todo sea por la fiesta, por compartir y pasarlo bien. El que lo ve de afuera, por supuesto, debe confundirse. No es para menos. Yo misma, desde adentro, me enredo a veces, pero considerando mi prehistoria del salchichón, no es para menos, digo.

III

Esta mañana he visto una horda de niñitos sentados sobre una alfombra roja mirando ansiosamente hacia las alturas. Esperaban, como si de un mágico maná se tratase, la caída de la fingida nieve.

Décadas después de que Doña Fela importara el exótico frío para el júbilo de los niños sanjuaneros, el nuevo rito se ha instaurado con la perversidad de cualquier campaña comercial. Varias generaciones guardarán celosamente en su memoria este paseo como marca de la infancia, en lugar de la misteriosa silueta de los Reyes Magos frente al mar, en la Lomita de los Vientos.

El eslembamiento es unánime. Los nenes sacan la lengua para probar las engañosas pompitas de jabón que descienden, leves y alegres, sobre la multitud. Nadie se ríe del aparatoso ridículo colectivo. Un cerco de maravillados adultos observa desde los balcones la algarabía infantil. Cualquier embeleco vale para escapar de la escuela y la rutina.

Doña Fela debe estar contorsionándose de placer en su tumba. No es casualidad que la alcaldesa de gran moño y abanico se pasee cabezoncísima, cada enero, junto a Toribio, la Puerca de Juan Bobo, Diplo y el General, por las calles de la San Sebastián, para las fiestas desquiciadas, el carnaval del entrevero, el despojo anual. Ella, como tantos embelecadores, ha aprovechado la sed de jolgorio, alucine y novedad que nos invade cada diciembre. Es como si para la fiesta necesitáramos las máscaras, como si se nos exigiera sacar nuestras contradicciones a pasear para elevarlas al rango de mito.

Parece que cada año ensayamos a hacer un país con los pedazos que encontramos, salchichón, chimenea, pandero, arroz con dulce, a ver qué sale.