jueves, 11 de noviembre de 2010

Historias de pizarras para tiempos de crisis


Sofía Irene Cardona

En el principio era el lápiz. Un palito amarillo relleno de carbón, afilado con un cuchillo o contra la mesa del pupitre. Algunos privilegiados tenían sacapuntas portátiles, con cámara colectora para las falditas tricolores que despedían en el afilamiento. El lápiz boto era un problema, letra ilegible, trazo inseguro, revelaba una actitud displicente y a veces rebelde en la escuela. Las niñas aplicadas solían tener puntas siempre afiladitas, y las más pudientes, lápiz mecánico. Hasta en eso había diferencias de clases. Ésa era toda la tecnología escolar (al menos la que yo alcancé a ver), hasta que empezaron a aparecer las calculadoras portátiles y, décadas después, las computadoras personales y demás cachivaches enchufables.

Ahora no podemos vivir sin ellos. Cuando pensábamos haber llegado a la cumbre del confort, apareció la internet, que ahorra importunos viajes a la biblioteca y engorrosas consultas papeleras, además de tener muchísimo caché. Ilusoriamente acomodados en el futuro, continúan desfilando ante nosotros maravillas que transforman, si no la vida, al menos el salón de clases. Cualquier colegio o institución educativa que se precie, debe contar con una división de tecnología que asegure la potenciación de las habilidades estudiantiles. Un maestro preparado y un buen libro no parecen ser suficientes. Que no. Ahora hasta las pizarras tienen que ser “inteligentes”.

Yo llegué a escribir sobre una pizarra de verdad, brutísima. No sé cómo llegó a casa, me imagino que como subproducto de una de las renovaciones que se hicieron a mediados de siglo pasado de la Facultad de Humanidades. Era una pizarra en ley, una pizarra como dios manda. Es decir, una piedra de pizarra, pesada y granítica, con textura de hierro, negra y lisa. Con ella, llegaron cachitos de tizas (hablo de antes de la crisis de los setenta, cuando el precio del petróleo las hizo escasear en la Universidad) y las larguísimas sesiones de jugar a la maestra. Yo era, por supuesto, la maestra, y mi hermana menor, hoy periodista, mi única estudiante. (Esto explica muchas de mis manías catedráticas, como mi tendencia a la amable tiranía.) Nosotras nos entusiasmamos enseguida con el nuevo artefacto que se colocó en la terraza de arriba, a la sombra de un árbol de mangó, aunque a ciertas horas recibía tanto sol que se calentaba peligrosamente. Allí, en medio de un mimero, hice mis primeros pininos en la cátedra, escribiendo en aquella pizarra primigenia.

Cuarenta años después de mi inicial experiencia pizarrera, cuando ya la ciencia humana había puesto un hombre en la luna, tuve la oportunidad de ver de cerca una pizarra inteligente. A diferencia del imponente pizarrón de mi infancia, esta superficie era pálida y frágil, como cáscara de huevo. Al menos esa impresión me dio. Tuvieron que ponerle notitas a ambos lados para que los profesores más distraídos no la escribieran con vulgares magic markers. Celebré muchísimo el encuentro, ante la mirada lela de mis incrédulos estudiantes. ¡Aquello parecía Ciencias Naturales! ¡Algo que se enchufa! Al otro día, sin embargo, tuve que volver al salón de la verde pizarra de siempre, al polvo familiar de la tiza blanca, a la prehistoria.

Debo confesar, sin embargo, mi escepticismo ante algunos prodigios de la tecnología y aprovechar la ocasión para desahogarme: no hay nada que me aburra más que una presentación en PowerPoint. Tal vez si me explicaran algo verdaderamente complejo agradecería los bosquejos y diagramas que acompañan estas presentaciones, pero suelen ser somníferas sesiones de redundantes discursos que bien podrían resumirse en una conversación de cinco minutos.

Sospecho que lo inventó alguien con fuerte sentido del ridículo. En cierto sentido, me identifico con el inventor. Hablar en público puede ser una verdadera tortura. Cuando más esfuerzo hacemos para explicar algo complejo o pesado, la gente se desconecta y comienza a dibujar en las esquinitas del papel, se contorsiona en las sillas y, lo que es peor, se distrae examinando al conferenciante. Le revisan la vestimenta, las manchas de la piel, los gestos inseguros y hasta los mocos de la nariz. El orador, completamente expuesto a la mirada escrutadora del público, debe hacer, de tripas, corazones, para no perderse también en la mirada estrábica de su interlocutor. El Powerpoint se convierte en tabla salvadora: se entretiene al público, y el conferenciante, mientras tanto: blablablá y ¡chachán! Misión cumplida. Tal vez por eso, cada vez que voy a una de esas presentaciones me parece que me están tomando el pelo.

Pero, en fin, el proceso de renovación tecnológica es irreversible y que para bien sea. Ya en los vetustos pasillos del benemérito cuadrángulo histórico de nuestro primer recinto universitario, comienzan a llegar, aún en plena crisis, algunos de estos portentos. Atrás quedará, no solamente la pizarra primitiva de mi infancia, sino también la verdosa superficie en la que a veces escribo para distraer a mi público.

En algún salón habrá muy pronto, seguramente, una de esas pizarras de cáscara de huevo y nos dirán que han hecho su trabajo. ¿No ven lo mucho que hemos progresado, lo súper modernos que estamos ahora? Es posible que no haya para darles contratos completos a muchos profesores, ni abrir más secciones de los cursos, que se jubilen prematuramente montones de colegas aún productivos, que emigren desencantados algunos universitarios recién doctorados, pero los que queden tendrán donde plasmar las geniales ideas que graviten sobre sus melancólicas cabezas: ahí, en las prodigiosas e imprescindibles pantallas que amueblen el futuro.

Pero, fíjense, aún después de la hecatombre habrá alguien de verdad, como al comienzo de mi historia, lápiz, tiza o puntero mágico en la mano.

El jíbaro y el catedrático (una historia del más allá)


Sofía Irene Cardona

Cuatro años antes de morir, a mi padre de ochenticuatro años lo entrevistó mi prima Patricia, como parte de un investigación sobre la memoria para su curso de psicología. Guardamos la grabación como un preciado tesoro, pues allí narra, por insistencia de mi prima, los datos más remotos de su biografía. Habla de su temprana orfandad, de sus años perdidos y, sobre todo, de cómo, a su juicio, superó sus orígenes campesinos y se convirtió, por esfuerzo propio, pero con la ayuda de gentes generosas que se encontró en su camino, en catedrático de la Universidad de Puerto Rico, donde laboró por cuatro décadas el siglo pasado.

Dice él que la idea de hacerse catedrático le vino de una peregrinación de su padre a Hormigueros. El abuelo, que era muy devoto, regresó contando sobre el elocuente discurso que había dado un catedrático, que después resultó ser el nacionalista Clemente Pereda. Era la primera vez que mi padre escuchaba el término y entonces le pareció la palabra más hermosa para un oficio: catedrático. Yo supongo que, más que al vocablo, su impresión se debería a la reverencia con la que lo habría pronunciado mi abuelo, cuyos planes de estudiar becado en Río Piedras en la Escuela Normal que después se convertiría en UPR, habían sido tronchados por la férrea oposición de su madre campesina. El muchacho se perdería, pensaba mi bisabuela. Mi padre aclara en la entrevista que mudarse, a principios del siglo XX, del Pepino a Río Piedras, era como irse “hoy” (a finales del siglo xx) a vivir a Moscú. Tal vez por eso puso tanto empeño en irse él.

Después de la muerte de su madre, mi padre había abandonado la escuela para “andar por ahí” con sus hermanos mayores hasta que se dio cuenta, a los dieciséis años, de que estaba malgastando el tiempo: “En mis años perdidos de adolescente, yo no pensaba en nada.” Me pregunto a veces qué hubiera sido de él si hubiera vivido en estos tiempos, cuál habría sido su historia si hubiera tenido que enfrentarse a las tentaciones que asechan hoy a los más jóvenes.

Con la ayuda de su maestro de quinto grado, “un tal señor García, que tenía una pierna más larga que otra”, emprendió la tarea de completar la escuela superior a través del Negociado de Estudios Libres y terminó graduándose en Lares, donde conoció al amigo de toda su vida, Juan Bautista Pérez.

Con él consultó, el último viernes del semestre, su futuro académico: “El hoy licenciado Juan Bautista Pérez fue mi compañero, y era tan pobre como yo. El viernes en la noche estábamos sentados en la plaza. Hablamos de dónde íbamos a estudiar. Allí decidimos que yo iría a Río Piedras y él a San Germán, donde se podía trabajar en el campo y estudiar. Yo decidí ir a Río Piedras porque yo quería ser catedrático, ya te lo dije. No sabía qué iba a hacer, pero iba a conseguir una licencia de maestro. Yo iba a hacer lo que mi padre no había hecho, porque mi abuela no lo había dejado.”

Me emociona imaginar esa noche de 1939 en la plaza del pueblo: los dos pobretes pensando a dónde irían a parar, qué sería de ellos. Setenta años después, el apenado Juan Bautista se presentó a darle el pésame a la familia, en el Centro Católico de la UPR. Aquel benemérito señor me abrazó con una pena de muchacho huérfano que no correspondía al duelo de un anciano. ¡Qué lejos habían llegado ambos! No puedo evitar pensar en ellos y su historia cuando escucho a los universitarios de hoy discutiendo sus planes de estudios en el extranjero, como si sólo tuvieran que coger una guagua.

Una vez en Río Piedras, tuvo que lidiar con la inmensa brecha entre su trasfondo campesino y los modos de la ciudad. “Tuve que aprender cómo se sentaba a la mesa, a mirar con el rabo del ojo lo que hacía el otro... la conversación. Tuve que aprenderlo todo. Ese primer año no sólo fue de estudios en la universidad, sino también de sociedad. Llegué, llegué a la universidad.” El recinto era entonces, a su parecer, un lugar poblado de gente adinerada, que escuchaba ópera, viajaba a Europa y vestía con elegancia. Entró a un grupo, según él, “muy distinguido”: Ricardito Alegría, Luisito Muñoz Lee, Gloria Arjona, John Bothwell y tantos otros. No estoy segura de que haya superado nunca esa sensación de estar como cucaracha en baile de gallinas.

En mis años universitarios, mi padre me mareaba con la misma cantaleta: lo privilegiada que yo era (en un sentido muy distinto a como lo entiende Fortuño) de entrar a la Universidad, lo poco que me había costado (y no se refería al dinero), el escaso esfuerzo que me requería (y no hablaba de capacidad intelectual). Tardé mucho tiempo en entender a qué se refería y ahora le repito yo lo mismo a sus nietos (y hasta a mis estudiantes) que me ponen a mí la misma cara de teléfono ocupado que yo le ponía a él. Confío en que ellos, como yo, algún día entenderán.

“Pocos saben de dónde vine”, dice en la grabación. Él se esforzó, hay que señalarlo, en ocultarlo. Sin embargo, al final de su vida, tuvo la suerte de librarse de esas trabas y asumir su identidad campesina como un gesto de liberación, completamente exento de pintoresquismo.

Disfrutaba bromear con eso. Le pasó una vez que, en medio de alguna labor de la finca, tuvo que salir a la carretera todo sudoroso y enfangado, el calzón enrollado sobre unas botas viejas, con un sombrero de paja, machete en mano. Un niño del vecindario se le acercó y le dijo, como si le hablara a un marciano: “Oiga, señor, ¿usted es un jíbaro?” Mi padre, divertido, le contestó que sí, que por supuesto, y se relamió de lo lindo repitiendo después la anécdota muchas, muchas veces, hasta el final de sus días, como lo hace en la entrevista de mi prima.

La historia grabada en la cinta no termina ahí. También cuenta lo que pasó después, de sus inicios como profesor, la vida en los hospedajes de Río Piedras y su primer viaje de estudios a París, en 1946, enviado por la misma Universidad, donde se hizo muy amigo del poeta Francisco Matos Paoli. La suya es la historia de muchos otros que en aquellos tiempos emprendieron la aventura de tales transformaciones, pero todo eso es largo de contar aquí.

Por el momento, escribo este cuento con final feliz, en ocasión de las recientes batallas universitarias, como una forma de convocar los buenos ánimos. Ya nos tocará rememorar la historia de estos tiempos y, con suerte, tal vez encontraremos a alguien escuchando.

El extraño caso de una reinvención


Sofía Irene Cardona

Cansada de dar orejitas gratis a las atribuladas esposas de los colegas de su marido, Colette Young, decidió montar un negocio. Armada de la fuerza de cara imprescindible para estos embelecos y veinte años de experiencia como consorte de un alto ejecutivo de la Dr. Pepper, fundó la empresa “ExecuMate”, dedicada a la preparación de “perfectos cónyuges” de ejecutivos. Vamos, se reinventó, pero, como verán, no demasiado.

Colette se propuso aconsejar, a cambio de un módico precio, a las esposas de mandamases sobre cómo bregar con el ajetreo y las presiones del exigente mundo empresarial. ¿Cómo permitir que el patrono de su marido sea el verdadero dueño del hogar, el indisputado señor mandón de todas las vidas? La nueva empresaria encontró las respuestas, las empaquetó con virtuales cintas de colores y se lanzó al mundo a buscar fortuna. Para sorpresa de muchos, en plena crisis, todo le fue viento en popa. El negocio resultó tan exitoso que poco después la noticia de la gesta de Colette le había dado la vuelta al mundo en los principales diarios del globo, ávidos por noticias de esta naturaleza. Con esto de la crisis, llegan a la prensa las más peregrinas historias de ciudadanos emprendedores, obstinados sobrevivientes de la catástrofe económica que insisten en reinventarse. En contadas y célebres ocasiones, las más disparatadas iniciativas llevan a estupendos resultados como los que obtuvo Colette con Execumate, para fortuna de los reinventados y consuelo momentáneo del resto de los agobiados del mundo.

Cuando supe de este asunto, me soprendió enterarme de que, a estas alturas, existiera gente que pagara hasta $300 la hora para que le dijeran cómo vestirse y comportarse en público. Colette aconseja a las esposas cómo sobrevivir el ajetreo y las presiones del ámbito del traqueteo mercantil, que, como sabemos, es cada vez más dueño de las vidas de los mortales, de una u otra forma. Pero lo que me dejó verdaderamente lela fue enterarme de que existían compañías dispuestas a pagarle $15,000 a Colette por un contrato de consejería a largo plazo y, de esta forma, garantizar la armonía matrimonial de sus empleados.

Imagínense ustedes la situación. Al día siguiente de una aburridísima cena de negocios, un Altísimo Señor reclama la presencia en su oficina de su Todavía Alto Subalterno y le despepita:

- Sr. Todavía Importante, esa esposa suya va siempre hecha una birria. Necesita que alguien la instruya en las artes de la selección de vestuario. Además, si quiere usted progresar en esta compañía, su doña tiene que aprender a obsequiar mejor a los clientes en su casa. ¡Y tendrá que redecorar! Tome esta tarjeta y dígale a Colette que viene de nuestra parte.

Y es que Colette sabe lo difícil que es armonizar la vida familiar con una carrera existosa (la del marido, no la de ella). Según el reportaje, desde que se casó hace veinte años, se ha mudado varias veces por el trabajo de su marido, a Polonia, Chicago, Minneapolis y Dallas. Que conste que al casarse tenía estudios de posgrado en música y consejería. Por lo visto, no contaba con que sería algún día la esposa de un señor exitoso pero tenía dotes naturales y, sobre todo, mucha iniciativa.

Lo notaron sus amigas, bueno, las respectivas consortes de los colegas de su marido, que acudían a ella en búsqueda de útiles orejitas para la feliz sobrevivencia matrimonial y empresarial. Al parecer, en algún momento se dio cuenta de que aquellos favores merecían muy bien una renumeración; es más, eran un capital que ella debía explotar.

Resulta inquietante que como prueba de su eficencia, no cita en su página web a una clienta satisfecha, a la esposa de algún ejecutivo, sino a un tal Peter Pérez que testimonia haber experimentado personalmente la fortuna de tener, gracias a Execumate, una “capable corporate wife”, es decir, según él, una esposa que va más allá de ser solidaria y se convierte en parte del equipo. Valga apuntar, sin embargo, que Colette aclara que no sólo asiste a mujeres-consortes, también tiene clientes varones: aconseja a ejecutivos y directivos sobre cómo encontrar a la mujer ideal para entender su particular modo de vida.

Escrito está: “no es bueno que el hombre esté solo”. Los empleados felices son más eficientes, dice Colette para venderles sus seminarios a las autoridades corporativas. Algo así decían los lecheros de las vacas contentas.

Rebuscando por ahí sobre este tema, me topé con una encuesta, aparecida el 24 de octubre de 1964 en el periódico argentino “La Nación”, titulada “¿Podría ser usted la esposa ideal de un ejecutivo?”

La premisa del encuestador debía ser la misma que animó medio siglo después la filosofía de ExecuMate: “Se ha entendido que una esposa poco social, de desagradable trato, o poco comprensiva hacia los problemas e inquietudes de su esposo, puede convertirse en potencial enemigo de la empresa en la cual el esposo trabaja.” Una esposa inadecuada es, por lo tanto, un saboteador en potencia de la vaca contenta.

Así pues, la encuesta pregunta si la esposa es impertinente (si lo aburre con nimiedades domésticas u ofrece su opinión sin que se le pregunte), antisocial (si está siempre dispuesta a recibir sus “amigos” en la casa, sin previo aviso, y “organizar, en forma simple e inmediata, y sin mal humor, una buena comida y una reunión agradable”), si cuida “su elegancia y buen gusto en el arreglo personal cuando debe alternar con relaciones de su esposo”, si acepta su falta de atenciones, si es controladora y celosa, si “se pone bonita y trata de atraer a su esposo con cariño y dulzura cada vez que éste vuelve de sus ocupaciones” y, finalmente, si le manifiesta al esposo “admiración y reconocimento por sus esfuerzos y sacrificios.” Más claro no canta un gallo.

Tentada de saber si yo cualificaba para consorte de poderoso tomé el quiz y, aunque maticé algunas premisas y contesté aproximadamente, obtuve, no sé si para mi alivio o decepción, una puntuación muy baja. A quien saca altas puntuaciones, el artículo la felicita y propone como “esposa ideal de un ejecutivo, vale decir, hasta del presidente de un país”. A quien lo hace más o menos, le da alguna esperanza de redención: habrá que esforzarse, le dice. A las fracasadas como yo, nos propone trabajar en los cambios y nos recomienda que, por nuestro bien y el del futuro de la empresa en cuestión, procuremos no elegir por esposo a un ejecutivo.

Esto era en 1964. Actualmente, ya se sabe, no tendríamos problemas, las incapaces sólo tendríamos que contratar a Colette por $300. A cambio de esta módica suma podríamos conseguir las condiciones necesarias para pasearnos glamorosamente por los estrechos y aromáticos pasillos del dominio empresarial. En todo caso, si las lecciones no fueran suficientes, siempre nos queda la opción de comprarle a Colette una franquicia y abrir por ahí alguna sucursal. Sería casi como reinventarnos, muchachas.