viernes, 20 de agosto de 2010

El mito del hombre malo


Mari Mari Narváez

Lo más bello es ver cómo la voz de Iker se va cortando con el llanto, y cómo luego gira la cara hacia dentro como escondiéndose un poco de la cámara. Sara (decir nerviosa sería una redundancia) se toca el pelo y musita un “no pasa nada, vamos a hablar un poquito del partido”. Nadie sabe realmente cómo ni por qué lo llevó con su entrevista hasta ese lugar donde tendría que mencionarla. Pero en ese momento, Iker Casillas agarra como un último hilo de aire, una bocanada fina, antes de lanzarse por el río de la euforia.

Entonces el beso fue precioso, no importa si por auténtico, si por espontáneo o tan sólo por romántico. Lo que sí importa es que una, desde la expectación virtual, sabe que el amor es así. Que siempre empieza así. Y que sólo muy excepcionalmente termina así. Hemos visto a Iker. El capitán del equipo español de Fútbol es un buen hombre: luchador, sencillo, sensible. Es bueno y es lindo y parece amar a Sara Carbonero, la periodista de Telecinco. Lo que es difícil de creer es que un día pudiera ser capaz de golpearla. O ella de golpearlo a él.

Una de las cosas que más me angustia cuando una mujer es abusada o muere a manos de su pareja es la especie de mordaza que se impone en los círculos feministas-progresistas. Súbitamente, se vuelve casi inmoral hacer alusión a cualquier cualidad de benevolencia humana que caracterizara al maltratante antes del episodio público de violencia. Es decir, a muchas personas les indigna que los allegados de la pareja hablen bien del agresor; que digan que lo conocían como un buen hombre, excelente padre y profesional, incluso como un buen esposo. La mordaza no escrita implica que, si ese hombre fue capaz de asesinar a su esposa, entonces es imposible (acaso demasiado violento y contradictorio para nuestras sensibilidades) que fuera un hombre bueno. Esta es una de las rutinas sociales que más alimentan lo que llamo el mito del hombre malo.

Si optara por abundar en este artículo acerca de la patología de la violencia, posiblemente terminaría cometiendo algún grado de irresponsabilidad pública pues la violencia es algo mucho más repartido, mucho más generalizado de lo que nos atrevemos a conceder. Esto, por supuesto, no significa que, por ende, deba ser tolerable, y mucho menos en una relación de pareja.
(Claro, habría que empezar por redefinir aquellas cosas que se han ido imponiendo como socialmente “importantes” en las relaciones de pareja. ¿Un contrato? ¿El concepto del amor y el compromiso “hasta que la muerte nos separe”? ¿Compañía, alianzas, solidaridad en la administración de la vida? ¿Contraprestación? ¿Alivio para el dolor? ¿La felicidad misma? Eso, sin embargo, vendría siendo otro artículo).

Freud siempre dijo cosas terribles pero no por eso menos ciertas, o al menos perceptibles. Teorizó acerca de los dos instintos que, según él, rigen al ser humano: el instinto erótico (Eros) o de unión, que tiende -valga la redundancia- a unir y conservar, y el de destrucción, que tiende a destruir y matar. Cientos de años antes que él, ya filósofos como Nicolás Maquiavelo y Freidrich Nietzsche afirmaban que la violencia es algo inherente al género humano, teoría que se ha extendido a lo largo de todos los tiempos.

En una carta muy famosa que Freud contestó al físico Albert Einstein en septiembre de 1932, expresa que el reconocimiento de los dos instintos (unión y destrucción) “no se trata más que de una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno de su ciencia (...) Hemos llegado a concebir que este instinto (destrucción) obra en todo ser viviente, ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración. Merece, pues, en todo sentido la designación de instinto de muerte, mientras que los instintos eróticos representan las tendencias hacia la vida”.

Así como filósofos de importancia han apoyado directa o indirectamente lo anterior, existen muchos otros que los han contradicho, argumentando que la agresividad es un fenómeno social. En su ensayo Teorías de la violencia humana, el escritor boliviano Víctor Montoya explica que “los naturalistas, a diferencia de Freud y (Konrad) Lorenz, sostienen que una de las peculiaridades de la especie humana es su educabilidad, su capacidad de adaptación y flexibilidad; factores que permiten -y permitieron- la evolución de la humanidad desde que el hombre dejó de vivir en los árboles y en las cavernas”.

Creo que nunca estará claro cuál teoría es más correcta. Y creo que, en términos prácticos, tampoco es necesario saberlo. Después de todo, si la violencia no es innata, de todos modos, en sociedades como la nuestra, se adquiere de una manera extremadamente orgánica por vía de la socialización aunque, por supuesto, en diversidad de grados y según los conflictos de clases de cada sociedad y grupo (en consideración del pensamiento marxista).

Sin embargo, lo importante de estas teorías es que demuestran que la violencia no es exclusiva de los agresores probados, de los patológicos ni de los hombres “malos”, “insensibles” o “sin sentimientos” sino que existe potencialmente en cada uno de nosotros. Por un lado, nuestra socialización fomenta la violencia día a día y, por el otro, la mente es posiblemente el órgano más frágil del ser humano y está directamente relacionada con la capacidad de contención ante las frustraciones, ante las cosas que, con razón o sin ella, nos parecen incomprensibles, ante la irracionalidad y la perversidad.

Mucho más allá de esto, lo más peligroso de ‘diabolizar’ al maltratante es que, precisamente, esto impide que las mujeres puedan identificar a sus maridos o parejas como tal. Si no se puede discutir que el agresor en cuestión puede ser también (o ha sido, o fue) un buen padre, un buen profesional, empleado, trabajador, un buen hijo e incluso, en su momento, un buen marido, entonces será cada vez más difícil para las mujeres identificar y aceptar que su pareja es uno de esos maltratantes. Después de todo, nadie se casa con un ogro. Serán pocas las que lo hagan con un abusador y, si lo hacen, es porque ven en ese hombre otras cualidades que le crean la ilusión de que un día puede dejar de serlo.

Todos los amores empiezan con las emociones más placenteras que tiene la vida: el deseo, la empatía, el sentido de felicidad. Si ya de por sí es complejo y muy confuso experimentar episodios de violencia entre parejas, más difícil aún es llegar a aceptar que el marido o la pareja -esa persona con quien decidiste hacer tu vida porque te amaba y tú lo amabas a él- no es que ocasionalmente tenga episodios de violencia sino que es un maltratante.

Si no se explica que un hombre aparentemente “bueno” en muchos aspectos de su vida también puede ser un agresor; si no se comprende que cualquier agresor o cualquier persona que tenga dificultades serias controlando su ira puede llegar a ser homicida , aunque sea el hombre que se supone que te ama, el padre de tus hijos, el empleado ejemplar, el hijo predilecto, no se podrá lograr siquiera lo más básico: identificar a esos agresores domésticos. Y aquí uso la palabra doméstica adrede porque, en este contexto, lo son y por eso precisamente son tan peligrosos, porque no tienen que romper puertas ni hacer escalamientos ni taparse las caras. Son agresores en la domesticidad.

Paradójicamente, Freud decía también a Einstein (y hay que tener presente que, en esta carta, Freud no se refería directamente a la violencia de género sino a la violencia humana en general y especialmente a la que desemboca en la guerra pero el concepto aplica por igual): “No se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar su expresión en la guerra.

Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones, hallamos fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a su contraria, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra”.

Es más que paradójico cómo, en el caso de la violencia entre parejas, los dos instintos de Freud -el de la unión y el de la destrucción- se funden espantosamente. El Eros no necesariamente neutraliza al de la destrucción otro sino todo lo contrario. Precisamente, el afecto, la familiaridad, la unión, la relación sexual, se vuelven móvil de la agresión.

El concepto de ‘entregarse’ al otro en amor sigue tan vivo en el siglo XXI como en el siglo V. Aunque parezca terrible -y lo sea- no es una acción sencilla tomar posesión sexual irrestricta, exclusiva y sostenida de un cuerpo, para luego asimilar que no te pertenece, que el cuerpo de esa mujer (“mi mujer”) o de ese hombre (“mi marido”) no son tuyos y nunca lo fueron. Una vez más, habría que empezar por proponer un lenguaje nuevo. Amar ya no tendría que ser “entregarse” sino compartirse.

Según Montoya, “Sigmund Freud y Konrad Lorenz comparten la idea de que la agresión puede descargarse de diferentes maneras. Por ejemplo, practicando algún deporte o rompiendo algún objeto que está al alcance de la mano. Si Lorenz aconseja que el amor es el mejor antídoto contra la agresividad, Freud afirma que los instintos de agresión no aceptados socialmente pueden ser sublimados en el arte, la religión, las ideologías políticas u otros actos socialmente aceptables. La catarsis implica despojarse de los sentimientos de culpa y de los conflictos emocionales, a través de llevarlos al plano consciente y darles una forma de expresión”.

En este punto, se vuelve imperativo el espacio de la cultura, ya no sólo en la calidad de vida en general sino muy específicamente en la supresión (incluso sustitución) de la violencia.

Como mujeres y como comunicadoras, tenemos que repensar nuestra realidad, cuestionar nuestros métodos, nuestras preconcepciones, tratar de ponernos en el lugar de las mujeres que no tienen que teorizar sino, en efecto, lidiar con parejas maltratantes. Tenemos todas y todos que tomar notas para tomar acción. El hecho de que no crea en adjudicar la violencia únicamente al agresor físico, al público, al sujeto evidente, o que no crea tampoco en la legitimidad de descartar sus otras facetas como hombre, no significa de manera alguna que no crea en la educación contra la violencia de género y en la urgencia que esta tiene en nuestro país. Por el contrario, creo que las campañas deben subrayar que nadie, ni una sola mujer, debe permitir ser destinataria de la violencia de nadie. Mucho menos de un ser amado, de quien -invariablemente- los golpes físicos o emocionales siempre duelen demasiadas veces más. Amar es también crecer, es madurar, aprender a encauzar las frustraciones, evitar el dolor. Creo en un acercamiento que libere a las mujeres de la victimización, imponiéndoles la responsabilidad de “no permitir, bajo ninguna circunstancia”.

Lo dice la sicóloga Silvia Tubert acerca de la feminidad y yo lo aplico también a los procesos de violencia de género, que no son sino “síntomas” de ese “malestar” que es siempre “lo femenino”, según el psicoanálisis.

“En la medida en que no haya una construcción considerada como verdadera o definitiva (aquí coinciden psicoanálisis y postmodernismo) habrá que seguir hablando, y al hablar, las mujeres podrán situarse como sujeto de la enunciación, como sujeto en proceso, definido no por lo que es sino por lo que aspira a devenir”.