jueves, 8 de mayo de 2014

Porque desnudos nos ven, tal vez desnudos nos vean

Sofía Irene Cardona

La semana pasada una estudiante de la universidad causó revuelo por andar, como diría mi madre, despechugada, por los pasillos universitarios.  Cuando empecé a escribir esto, todavía no sabía que era la misma estudiante que había participado de la lectura poética la semana anterior en Humanidades, Charlene González De Jesús.  En aquella ocasión, nadie llamó a la policía.  El público, compuesto de estudiantes, profesores y decanos, escuchó su explicación, hizo un silencio respetuoso mientras ella se quitaba la camisa y escuchó el poema con igual solemnidad.   Luego de los corteses aplausos, la estudiante se retiró discretamente para darle paso al siguiente lector en turno.  Nadie más se enteró.  Estas cosas son posibles en nuestros pasillos, es cierto, y quien se escandalice, estaría fuera de lugar.  Más nos perturba la presencia de un policía armado con revólver y macana frente al Departamento de Lenguas Extranjeras, la verdad.  
“Mi cuerpo no debería ser ilegal.  No tengo vergüenza de mi cuerpo.”  Eso dijo el desesperado turista que, la misma semana del performance de Charlene, azorado por los guardias de la aduana, se puso en la pura pelota para pasme (o diversión) del resto de los pasajeros del aeropuerto de Portland.  A ver si ahora les parezco intimidante, habrá dicho mostrando sus rosadas nalgas.  A ver dónde puedo tener una bomba.  ¿Bomba dijo?  ¡Pa dentro!  A este pobre infeliz le costó caro su performance.  Unas horas en la cárcel y el retraso de su vuelo fueron el precio de su rapto de ira y espontáneo estriptís.  Bueno, pero obtuvo sus quince minutos de fama.  La noticia del viajero rebelde viajó los aires cibernéticos para plácemes de todo aquel que haya pasado por la seguridad de un aeropuerto.  Podríamos decir que John se desnudó por todos nosotros, los desesperados.
Se trataba de John Brennan; no se dice su oficio, pero sí su edad, cuarenta y ocho años llevados sin mucha gracia, a decir verdad.  No se hagan ilusiones, no es George Clooney.  El hombre sale en las fotos como su madre lo trajo al mundo, pero con una barba profusa y espejuelos azules.  Al día siguiente, retomó su camino, sin protestar ni llamar mucho la atención.  Me imagino lo que habrán pensado los guardias de la aduana cuando lo vieron pasar nuevamente por las rutinas de seguridad.  Ellos protestan, nosotros mandamos.
Así es casi siempre, pero a pesar de los incontables fracasos, continuamos protestando, desnudos o con ropa.  No renunciaremos jamás, como diría Mafalda, al derecho al pataleo; y si es desnudos, mejor.  Pues sucede que esto de las protestas nudistas es una fiebre global.  Ha habido desde protestas organizadas, como los días internacionales del ciclonudismo, hasta espontáneos estriptises como el de Brennan, y manifestaciones nudistas con ánimos más traviesos que reivindicadores, como la de los muchachos filipinos.  Los miembros de una de las fraternidades más prestigiosas de la Universidad de Manila, hacen su carrera nudista encapuchados, entre los chillidos entusiastas de las universitarias, cada vez por una causa distinta, cada diciembre: el cambio climático, la suciedad de los ríos, cosas así.  Aparecen en los vídeos con una siniestra capucha en la cabeza, pero con una rosa en la mano.  La imagen es algo perturbadora, más por el adorno en la cabeza que por la desnudez de los muchachos.
Más serias parecen ser las protestas frecuentes de ambientalistas mejicanos de Anima Naturalis (a las que, según cuentan, hasta los guardias están acostumbrados), y las protestas por causas específicas, como la que se hizo contra la explotación minera en el sector Frailejanas de Colombia, la de artistas de Caracas en abril del 2008, por la destitución del director del Museo Mateo Manure, la inglesa que hizo yoga en pura pelota sobre un taxi para protestar contra el envío de tropas a Afganistán o el muchacho que se desnudó el pasado 21 de mayo frente a los carabineros chilenos en Valparaíso y gritó:  “¡Libertad al cuerpo!”
En una página de nudistas venezolanos preguntan la opinión acerca de las protestas nudistas y responde un tal Hermán Malavé:  “Creo que es la manera más sincera de expresar una idea y demostrar que no se quiere violencia, que no se tiene nada que esconder”.  Eso mismo pensaba el pobre Brennan, y ya ven lo que pasó.  Sin embargo, no es del todo mala idea.  En plena huelga UPR, apareció la noticia de la carrera anual de los encapuchados jóvenes filipinos.  En esa ocasión recuerdo que a alguien se le ocurrió que tal vez la estrategia podía funcionar en Río Piedras: protestar desnudos y con capucha.  “Les aseguro que así llamamos la atención”, dijo el proponente.  Que se desnuden todos y entren al Recinto en la pura pelota y ya verán cómo tenemos la prensa (y entonces no sabía que, también, la policía) pendiente de nuestras palabras.  Imagínense el cuadro.
Recuerdo de niña haber escuchado sobre algún estríquin universitario.  Se había puesto de moda irrumpir corriendo desnudo en algún lugar público y escuché que tuvimos un estriqueador en la biblioteca general.  El muchacho pasó veloz por el mismo medio del refrigerado recinto para pasme de los laboriosos estofones.  No sé por qué protestaba, ni si en aquella ocasión lo arrestó la policía.  El cuento es un recuerdo muy remoto y no sé si me lo inventé, pero seguro que todo el que lo vio lo recuerda.
*  *  *
Una vez un profesor muy discreto me contó un sueño perturbador sobre la desnudez.  Soñaba que caminaba desnudo por la placita Antonia Martínez bajo un paraguas negro.  Lo extraño del sueño, contaba él, era que iba muy tranquilo y solemne, con su maletín en mano, saludando con naturalidad a la gente en su camino como todos los días.  Tardaba un rato en darse cuenta de que había olvidado vestirse, y de la tremenda vergüenza, se despertaba.
Me imagino que un sicólogo haría fiesta con ese sueño, que si el inconsciente, que si el sentido del ridículo, que si la madre, que si qué se yo.  Pero lo cierto es que, a juzgar por lo que he podido averiguar sobre el nudismo, individual o colectivo, con causa o sin ella, es un sueño común o más bien una aspiración de mucha gente atreverse a pasear desnuda por la calle.
Esta fantasía, por lo visto, universal, es la que aprovecha Spencer Tunick para sus impresionantes fotos de exteriores.  El artista nuyorquino arma imágenes con multitudes desnudas, aunque también con individuos solitarios, en espacios públicos, urbanos o salvajes.  Ha organizado sesiones fotográficas con miles de personas en los lugares más diversos:  ciudades, playas, escaleras, puentes, patios interiores, plazas urbanas, por todo el mundo:  Australia, Inglaterra, Hawaii, Irlanda, Venezuela, Brazil, y hasta en un glaciar suizo y en el Mar Muerto.  No parece ser, de hecho, una protesta, sino un acto artístico-poético de dimensiones más amplias que las de la solitaria Charlene o el espontáneo Brennan.
Sin duda, una multitud desnuda puede ser una imagen reveladora.  Es la protesta más pura, por qué no.  Desnudos se superan todas las barreras creadas por la civilización:  sin marcas, ni rastros.  Esto dicen los ciclonudistas españoles:  “Con la desnudez hacemos visible la fragilidad de nuestras carrocerías.”  Tal vez se trate de eso, de la fragilidad que queda al descubierto, sobre todo, en movimiento: cuerpo fugaz, cuerpo en huida, estríquin al fin, persiguiendo algo por rebeldía, por inspiración, por alegría, quién sabe qué, con sólo un abrigo de aire, con capucha o sin ella, en soledad o compañía:  puro vuelo y provocación.

(Abril, 2012)