No soporto
más esta ira.
Siempre he sido de lo más moderada. Dentro del radicalismo silvestre que existe en toda independentista, siempre he evitado caer en fundamentalismos de cualquier tipo. Hasta le he reído las gracias a algún macharrán y he criticado en la intimidad del hogar a una que otra feminista ortodoxa. De hecho, últimamente sólo quiero la paz para el mundo (igual que las Misses y las primeras damas y las princesas) y desconozco cómo me he permitido esta rabia que me viene calentando desde anoche y que esta mañana me quiere explotar donde mejor puede: ante el teclado.
No me da la gana de aceptar que Miss Universo
sea “la digna representante universal de la mujer” como repetía el gringo ese
que estaba de maestro de ceremonia en el concurso de Miss Universo. Tampoco me
da la gana de aceptar que Cynthia Olavarría haya hecho una “digna
representación de la mujer puertorriqueña” como repiten todos (y todas) los que
tocan el tema en la radio, en la prensa, en la televisión, en la esquina.
Espero que mi madre, donde sea que esté, no haya interrumpido su paz, el eterno
descanso ese del que hablan, escuchando esas imbecilidades.
Tampoco me da la gana de aceptar que la belleza
de las mujeres caribeñas deba utilizarse como atractivo turístico como dijo un
periodista de mucho renombre esta mañana (no que no lo hayan hecho ya. Sólo hay
que ver esos anuncios de las compañías de turismo con mujeres esbeltas y sólo
un tin morenitas tomando piña colada frente al inmenso mar azul).
Los concursos son los concursos y me imagino
que la mayoría de las mujeres que participa en ellos no se da cuenta o no le
interesa o no cree que éstos perpetúan la estigmatización, la subestimación, estupidización y todos los ‘ción’ no sólo de ellas sino de todas las mujeres del
mundo. Lamentablemente, es la vía que toman muchas jóvenes para coronar sus
sueños de ser modelos, estrellas de la televisión, actrices, cantantes, ¡Hasta
periodistas!
Sin embargo, no es sólo la mera existencia del
concurso lo que me revienta sino las reacciones de los politólogos mañaneros y
otros periodistas alabando la participación de la “beldad boricua” (¿alguien
alguna vez utiliza esa palabra para algo que no sea una Miss?). No sólo la
alaban físicamente, lo cual no me resultaría malo. La chica es muy bonita y
todo lo que quieran. Esta mañana (escribo esto un día después del concurso) la
alababan, veneraban, la felicitaban reiteradas veces por su “brillante
participación”, por su “gran respuesta” a la pregunta de rigor que hacen a las
últimas cinco finalistas.
Si la vergüenza me quería matar anoche… Lo
siento pero no puedo evitarlo. Seré reaccionaria, conservadora, los posmodernos
que me llamen como quieran pero, mientras la veía contestar la pregunta sobre
qué frustración en su vida le había servido más como aprendizaje, me preguntaba
qué pensarían las cientos de miles de mujeres que recientemente perdieron a sus
hijos, a sus esposos, a sus amigas, a sus madres, en el tsunami que tomó desprevenida
a Tailandia (país donde se celebró el concurso) y otros países vecinos en plena
Navidad pasada.
Mientras nuestra Miss contaba (en su inglés
enredadísimo. ¿Alguien entendió todo lo que dijo?) con tanta solemnidad la gran
frustración de su vida: perder en su primer concurso de Miss Puerto Rico, yo
sólo sentía deseos de esconderme debajo de la sábana para que las mujeres de
Tailandia, de la India, de Indonesia, Sri Lanka, todas las que sufren y
sufrirán por siempre la tragedia natural más brutal de nuestros tiempos, no
pensaran que, por estar viéndolo, yo celebraba la estupidez generalizada del
maldito concurso ese que nunca ha debido existir. Y ahora que me perdonen la
linda Dayanara, Marisol la 'zen', Denise la dulce y natural, Deborah la
semi-inteligentona, todas me perdonan, no tengo nada en contra de ustedes, de
sus famas, de sus carreras y sus sueños que son tan legítimos como los míos; no
tengo nada personal en contra de quienes defienden a la Miss Universe porque
exacerba nuestra puertorriqueñidad. Pero yo, tan moderada, tan poco dada al
extremo o al fanatismo político, sólo tenía deseos de huir -así mismo, según
estaba, en tishél, con el pelo enredao’, descalza, con la sábana amarrada al
cuello como la mujer maravilla- hasta el coliseo tailandés y allí, en plena
entrada y salida de los automóviles, acostarme en el piso con una pancarta
enorme que leyera: ‘Muerte al concurso’, ‘¡Basta ya!’, ‘Dignidad ahora’. O lo
que fuera. Cualquier cosa que expresara mi indignación, mi vergüenza ajena, mi rabia.
Una frase escogida al azar de entre todas esas que se usan en todas partes.
Algo que me tranquilizara, que me consolara, que me prometiera que al otro día
volvería a mi micro-vida habitual donde las mujeres son sabias y respetables.
Pero mi situación empeoraba. Tanto, que
comprendí mejor que nunca a los kamikazes. Para serles sincera, la
afinidad fue tanta y tan repentina que me aterroricé. Y sólo la mera
posibilidad de que me fuera a dar un ataque de mártir me devolvió a mi hermosa
y cerradísima realidad: a mi mundo más próximo donde la gente me quiere por lo
que soy, por lo que hago, y no por la ropa que me pongo para verme más
flaca.
Por eso, después de asegurar que ganaría la
canadiense (sí, porque recuerden que la inteligencia y la elocuencia tienen su
importancia en estos certámenes. Tanto, que sólo les permiten hablar a las
últimas cinco finalistas), y esperar el desenlace (qué más da), me escondí completamente debajo de las sábanas y me dormí con Elfriede Jelinek -¡Viva por
siempre Elfriede Jelinek!- apretada en mi pecho. Lo más apretada en mi pecho
que pude.