jueves, 22 de agosto de 2013

Apretada en mi pecho


Por Mari Mari Narváez



No soporto más esta ira.

Siempre he sido de lo más moderada. Dentro del radicalismo silvestre que existe en toda independentista, siempre he evitado caer en fundamentalismos de cualquier tipo. Hasta le he reído las gracias a algún macharrán y he criticado en la intimidad del hogar a una que otra feminista ortodoxa. De hecho, últimamente sólo quiero la paz para el mundo (igual que las Misses y las primeras damas y las princesas) y desconozco cómo me he permitido esta rabia que me viene calentando desde anoche y que esta mañana me quiere explotar donde mejor puede: ante el teclado.
No me da la gana de aceptar que Miss Universo sea “la digna representante universal de la mujer” como repetía el gringo ese que estaba de maestro de ceremonia en el concurso de Miss Universo. Tampoco me da la gana de aceptar que Cynthia Olavarría haya hecho una “digna representación de la mujer puertorriqueña” como repiten todos (y todas) los que tocan el tema en la radio, en la prensa, en la televisión, en la esquina. Espero que mi madre, donde sea que esté, no haya interrumpido su paz, el eterno descanso ese del que hablan, escuchando esas imbecilidades. 
Tampoco me da la gana de aceptar que la belleza de las mujeres caribeñas deba utilizarse como atractivo turístico como dijo un periodista de mucho renombre esta mañana (no que no lo hayan hecho ya. Sólo hay que ver esos anuncios de las compañías de turismo con mujeres esbeltas y sólo un tin morenitas tomando piña colada frente al inmenso mar azul).
Los concursos son los concursos y me imagino que la mayoría de las mujeres que participa en ellos no se da cuenta o no le interesa o no cree que éstos perpetúan la estigmatización, la subestimación, estupidización y todos los ‘ción’ no sólo de ellas sino de todas las mujeres del mundo. Lamentablemente, es la vía que toman muchas jóvenes para coronar sus sueños de ser modelos, estrellas de la televisión, actrices, cantantes, ¡Hasta periodistas!
Sin embargo, no es sólo la mera existencia del concurso lo que me revienta sino las reacciones de los politólogos mañaneros y otros periodistas alabando la participación de la “beldad boricua” (¿alguien alguna vez utiliza esa palabra para algo que no sea una Miss?). No sólo la alaban físicamente, lo cual no me resultaría malo. La chica es muy bonita y todo lo que quieran. Esta mañana (escribo esto un día después del concurso) la alababan, veneraban, la felicitaban reiteradas veces por su “brillante participación”, por su “gran respuesta” a la pregunta de rigor que hacen a las últimas cinco finalistas.
Si la vergüenza me quería matar anoche… Lo siento pero no puedo evitarlo. Seré reaccionaria, conservadora, los posmodernos que me llamen como quieran pero, mientras la veía contestar la pregunta sobre qué frustración en su vida le había servido más como aprendizaje, me preguntaba qué pensarían las cientos de miles de mujeres que recientemente perdieron a sus hijos, a sus esposos, a sus amigas, a sus madres, en el tsunami que tomó desprevenida a Tailandia (país donde se celebró el concurso) y otros países vecinos en plena Navidad pasada. 
Mientras nuestra Miss contaba (en su inglés enredadísimo. ¿Alguien entendió todo lo que dijo?) con tanta solemnidad la gran frustración de su vida: perder en su primer concurso de Miss Puerto Rico, yo sólo sentía deseos de esconderme debajo de la sábana para que las mujeres de Tailandia, de la India, de Indonesia, Sri Lanka, todas las que sufren y sufrirán por siempre la tragedia natural más brutal de nuestros tiempos, no pensaran que, por estar viéndolo, yo celebraba la estupidez generalizada del maldito concurso ese que nunca ha debido existir. Y ahora que me perdonen la linda Dayanara, Marisol la 'zen', Denise la dulce y natural, Deborah la semi-inteligentona, todas me perdonan, no tengo nada en contra de ustedes, de sus famas, de sus carreras y sus sueños que son tan legítimos como los míos; no tengo nada personal en contra de quienes defienden a la Miss Universe porque exacerba nuestra puertorriqueñidad. Pero yo, tan moderada, tan poco dada al extremo o al fanatismo político, sólo tenía deseos de huir -así mismo, según estaba, en tishél, con el pelo enredao’, descalza, con la sábana amarrada al cuello como la mujer maravilla- hasta el coliseo tailandés y allí, en plena entrada y salida de los automóviles, acostarme en el piso con una pancarta enorme que leyera: ‘Muerte al concurso’, ‘¡Basta ya!’, ‘Dignidad ahora’. O lo que fuera. Cualquier cosa que expresara mi indignación, mi vergüenza ajena, mi rabia. Una frase escogida al azar de entre todas esas que se usan en todas partes. Algo que me tranquilizara, que me consolara, que me prometiera que al otro día volvería a mi micro-vida habitual donde las mujeres son sabias y respetables.
Pero mi situación empeoraba. Tanto, que comprendí mejor que nunca a los kamikazes. Para serles sincera, la afinidad fue tanta y tan repentina que me aterroricé. Y sólo la mera posibilidad de que me fuera a dar un ataque de mártir me devolvió a mi hermosa y cerradísima realidad: a mi mundo más próximo donde la gente me quiere por lo que soy, por lo que hago, y no por la ropa que me pongo para verme más flaca.  
Por eso, después de asegurar que ganaría la canadiense (sí, porque recuerden que la inteligencia y la elocuencia tienen su importancia en estos certámenes. Tanto, que sólo les permiten hablar a las últimas cinco finalistas), y esperar el desenlace (qué más da), me escondí completamente debajo de las sábanas y me dormí con Elfriede Jelinek -¡Viva por siempre Elfriede Jelinek!- apretada en mi pecho. Lo más apretada en mi pecho que pude.