domingo, 8 de marzo de 2009

De algo más que dos historias truculentas


Sofía Irene Cardona

“¡El cuento no es el cuento! ¡El cuento es quien lo cuenta!”

-Mandrake el Mago

Algunas historias que leemos en los periódicos parecen imaginadas por algún siniestro dios, travieso e irresponsable. La verdad es que el periodista las arma maliciosamente, a sabiendas de la potencia de los datos y los silencios. Sabe que insinúa mucho más de lo que dice, y lo que dice, en muchas ocasiones, no es suficiente para satisfacer la curiosidad del morboso público. La imaginación, entonces, vuela. Coloca detalles sugerentes, llena algunos vacíos, y el tranquilo paseante de los diarios transforma su lectura en una divagación alucinada. Esto es más dramático en los casos truculentos. ¡Algo sucede por fin en medio del tedio! ¡Conmoción, maravilla! Siempre es más fácil percibir un estallido, que notar el crecimiento de una grieta parsimoniosa.

Hace algún tiempo dejé anotadas por ahí, dos de esas historias truculentas. Me atraganté al leerlas y las he guardado para, un día como hoy, pensar en sus transformaciones. Aún leales al primer desconcierto que me produjeron, demuestran cuán siniestra puede ser la fatalidad que nos acecha día a día.

EN CUMPLIMIENTO DEL DEBER

Una mañana, leí en un titular que una mujer policía había sido exonerada “por encubrimiento y omisión en el cumplimiento del deber”. Eso nada más. La frase invitaba a precisar qué delito encubría la mujer y qué deber había omitido, pero no prometía ningún relato emocionante. No sé porqué continué leyendo, pero luego resultó que aquél era sólo un pedazo insignificante de la historia, un trozo de muchísimo menos valor dramático que el resto, oculto, quién sabe si maliciosamente, tras el lenguaje de trámite.

Decía la noticia que la mujer había protegido por más de seis meses al prófugo más buscado de la región, un asesino, del que se había enamorado irremediablemente. Ya aquí teníamos una historia singular. Cómo se conocieron la mujer y el prófugo, cuál era la verdad del crimen del que se le acusaba, si era un hecho de sangre o un ordinario tráfico de drogas, y qué pasó durante esos seis meses de aventuras, quedaba, desafortunadamente para las mentes noveleras, en el misterio absoluto. El periodista o no sabía o no quería averiguarlo.

Lo que sí decía era que un confidente había informado a la policía el paradero del prófugo y hasta allá habían ido a buscarlo. ¿Quién era ese misterioso personaje? Tampoco decía qué fuerza había inducido al delator a descubrir el amoroso amparo. ¿Celos, indignación, sentido del deber? Posiblemente fuera alguno de los que gravitaban en la cotidianidad, sin duda accidentada, de tan singular pareja. ¿Acaso un vecino impertinente, un familiar preocupado, un amante despechado? Los más sentimentales dirán, en resumidas cuentas, un traidor, como los que suelen aparecer en las más clásicas historias amorosas.

Sucedió que la mujer, confiada o desprevenida, salió a atender la puerta, y los policías, alegadamente para protegerla, la sacaron a la fuerza. Sus gritos alertaron al amante, que se escondía en el interior de la pequeña casa. El hombre, desesperado, sin un momento que perder, a sabiendas de que sería capturado, puso el arma en su sien y, pum, disparó.

La imagen de la mujer atribulada, los ojos bajos, la boca apretada en un puchero, resultaba sobrecogedora. Sin embargo, contrario al carácter novelesco de la anécdota, la protagonista de la historia resultó ser una joven rechoncha y blanda, de aspecto bastante común, cualquier mujer que espera con nosotras la guagua. La heroína no se parecía en nada a las actrices que hubieran representado su papel de amante arriesgada y confundida en cualquier novelón. Jamás la hubiéramos imaginado tan cercana, tan familiar, tan común. Así son, después de todo, las cosas de las que habla el periódico, en su mayoría próximas, ordinarias.

SÓLO HAY UNA

La otra historia que me intrigó a la hora del desayuno era mucho más compleja, tanto que la cuento con cierto pudor. A diferencia del suspenso del relato anterior, aquí se decía algo tremebundo en la primera oración. Una mujer se había despertado por la mañana y le había disparado tres veces a su hijo, un hombre de veintipico años de edad. Así de crudo.

Era evidente que el periodista quería que siguiéramos leyendo, pero, como verán, a medida que abultaba su historia, iba exhibiendo una perversidad narrativa que más le correspondía a un cuentista que a un reportero.

Aclaraba a continuación que, la noche anterior, había llegado la víctima a casa de su madre porque había vuelto a pelear con su esposa. El relator indicaba que el incidente solía repetirse con frecuencia desde hacía tres años, pero esta vez el hijo le había confesado a la madre que ahora sí estaba completamente determinado a matar a su esposa. Éste, imaginé yo, sería el punto culminante.

Como suele pasarle a tanta gente con tantas cosas, el muchacho, ya fuera por pereza, por indecisión o porque de veras no lo decía en serio, pospuso el crimen para la mañana siguiente. Cenó parsimoniosamente la comida que la silenciosa madre le había preparado, se dió un baño de agua fresca, se puso sus payamas y se acostó en su antigua cama de adolescente.

¿Qué razonamiento nocturno llevó a la señora a despertar al hijo no con uno ni dos, sino con tres disparos matutinos? ¿Contra qué espíritu maligno disparó ella esa madrugada? Nada se contaba de su delirio nocturno, no se decía si estuvo distante de la lucidez que dan algunas obsesiones. ¿A quién habría visto en la figura de la bestia en calma, del varón tendido en el reposo, determinado a matar a su compañera después del desayuno? Lo que sí aseguro es que la silueta del monstruo imaginado en nada se parecería a la criatura que alguna vez tuvo que levantar del suelo. ¿A quién defendía ella con la cruda ejecución? ¿A la otra mujer, a su hijo, a sí misma?

A manera de epílogo de tan truculenta historia, se contaba que el padrastro había llevado al muchacho hasta el hospital, donde, al momento del reportaje, permanecía convaleciendo de las heridas. Así nos enterábamos de que había otro personaje más en la novela, no menos importante. También se decía que la madre había ingresado a un hospital siquiátrico, por tercera o cuarta vez. Más episodios omitidos, la mente vuela. Algo había vivido esta mujer que aún no había terminado, alguna deuda le quedaba por saldar. Al concluir el texto, no se resolvía el desconcierto. Los lectores quedábamos en vilo.

BREVE COLOFÓN

Mucho tiempo después regresé a estas historias olvidadas entre mis notas de lectura, tragedias verdaderas, tan íntimas y privadas, y a la misma vez tan desgarradamente públicas. Fuera del minúsculo parte de prensa y del trago amargo de sus protagonistas, la verdad de estos asuntos quedaría vedada para siempre a los perezosos lectores de periódicos, no así a quienes aceptaran que el centro de una historia es siempre escurridizo, caleidoscópico y mudable, nunca verdadero, siempre mágico, una vez traspasa el umbral de la imaginación.

sábado, 7 de marzo de 2009

La isla bendita


Vanessa Vilches Norat

Con Omar volvió a pasar. Afloró el pensamiento infantil puertorriqueño. Lo peor de una amenaza de huracán para la isla no es ver la histeria colectiva del país traducida en largas filas por agua, salchichas, atún, gasolina, baterías. No, no es ver las góndolas vacías como si se tratara de un bombardeo. Tampoco es darse cuenta de la pobre infraestructura, de la falta de planificación nacional para una característica típica del clima tropical. Sí, porque un huracán es eso, un rasgo del clima de la región. Incluso, lo peor no es observar el circo político de turno por el “fenómeno climatólógico” por venir. Ni tan siquiera el chiste de la suspensión del IVU. Lo peor, el verdadero horror, la gran calamidad es padecer la vergüenza ajena al escuchar al otro día, cuando nos hemos dado cuenta que la amenaza de huracán, por suerte, no pasó de ser eso, una amenaza, la manoseada explicación “la verdad es que Puerto Rico es una isla bendecida”.

Una bofetada llega a la cara. Puerto Rico es una isla bendecida, que no bendita. La escuchamos a todas horas, en todas partes. Todas las bocas pronuncian el oráculo. La dice el cartero, la vecina, la maestra, el estudiante, el cura, el político, el ancla de las noticias, el reportero, el farmacéutico. Puerto Rico es una isla bendecida. La multitud de voces lo enuncia, lo repite, lo entona. A coro, gritan, elevan sus manos, agachan la cabeza, la menean. Convulsan por la nueva buena, la ley incomprensible. Puerto Rico es una isla bendecida. Lo tararea el radioescucha, lo asegura la psicóloga televisiva, lo informan los cazadores del tiempo. Puerto Rico es una isla bendecida. Lo entona el cantante, lo silba el caminante, lo impone el policía.

Alguien me explica exactamente, ¿qué significa Puerto Rico es una isla bendecida? A nadie se le ocurre pensar que el clima tropical es difícil de diagnosticar. Que en último momento cualquiera de los muchos elementos que determinan el paso de los huracanes- la velocidad de los vientos, la temperatura de la zona, las bandas de lluvias- afectan los recorridos de las tormentas. Pero la idea primitiva de que los huracanes no azotan la isla porque Puerto Rico está bendecido, da pena, ganas de llorar. ¿Qué clase de bendición es esa? ¿Qué dios arbitrario prefiere a Puerto Rico del resto del Caribe? No sé qué hemos hecho para merecer tanto. No conozco el pacto secreto que contrajimos con ese dios. Puerto Rico pasó directamente de ser la Isla del Encanto a ser la isla bendecida. Habría que pensar en lo maldito del destino de otras islas como Haití, República Dominicana y Cuba. Un calvinismo aflora en nuestra psiquis: Dios nos quiere porque nos exime de los huracanes. ¿Quién ha sido el chivo expiatorio? ¿Quién el cuerpo del sacrificio? ¿Qué sacerdote ha oficiado el ritual divino? Puede haber un pensamiento más elemental, más infantil, más inmaduro, más primitivo que ese.

Prefiero la explicación de Don Cholito. Como buen comediante usó para sí ese pensamiento infantil boricua. Ahí está a nuestra disposición, para consumo de todos: el tubo que chupa. Este simpático simiñoco parodiaba la idiosincrasia puertorriqueña pues se coloca en el mismo ojo de nuestra infantilidad. Ante cualquier amenaza de huracán, tormenta tropical o fuertes lluvias, Don Cholito montaba todo un espectáculo aludiendo a su poder de ahuyentar los huracanes con sólo activar la coclaina del tubo imaginario. Ese super tubo sí que me gustaba, el gigantesco extractor de tormentas tropicales, de maleficios divinos, de rayos y centellas de Don Cholito. Sólo bastaba llamarlo a su programa del mediodía y los televidentes expiábamos el horror. Don Cholito con su gracia de oficiante nos consolaba y nos aseguraba de la eficacia del tubo que chupa.

Yo tengo para mí que el tubo que chupa se vuelve imprescindible para sobrevivir el malestar puertorriqueño. Actívelo Don Cholito, hágalo funcionar.

Una pena que ese super tubo no se trague otros maleficios, otros huracanes, tormentas tropicales de otro tipo. Sería tan bueno arrasar con él la comedia de las elecciones, por ejemplo. Yo me suscribo a la inteligencia paródica de Don Cholito y lo cito “Como no explican…y cuando explican no entiendo”.