viernes, 28 de mayo de 2010

Morbosa lección para un fin del mundo


Sofía Irene Cardona

Nou led, nou la.

Seremos feas, pero aún estamos aquí.

Dicho popular haitiano


Hace un rato corrió la noticia de un fuerte sismo en la frontera entre México y Guatemala. Se habla de continuos sacudimientos en Argentina y, de paso, se predice un mega-tsunami para Indonesia. La tierra está inquieta. Hay que prepararse.

¿Será que las noticias están más próximas? ¿De veras el planeta está en trance de reventar como un popcorn? En estos días, confesémoslo, ya pocos se preocupan por la fiebre porcina ni por las víctimas colaterales de las narcoejecuciones. Los temores de la infancia se desperezan y revivimos pesadillas hasta entonces olvidadas: un enorme crucero que vuelca una ola, la huida por un laberíntico edificio en llamas, el tuntun tuntun tuntun de la amezadora silueta de un tiburón blanco.

Con los pies descalzos para confirmar la estabilidad del suelo, miramos con cierta desconfianza la enorme nevera que hace runrún a nuestro lado, el abastecido estante sin atornillar a la pared, las estrechas dimensiones de la puerta de salida. ¿Qué haríamos si nos toca recibir el apocalipsis aquí y ahora? ¿Y, si tenemos suerte después del jamaqueón, a qué mundo cruel sobreviviríamos? Hacemos el morboso ejercicio de fantasía: sin casa, sin agua, sin comida, sin sombra, sin amparo.

A más de una semana del terremoto en Haití, el terror a la barbarie fue sustituyendo el temor a los tremebundos poderes de la naturaleza. Morbosos cibernautas de todas partes del mundo revisaban en la internet las imágenes y relatos de la desesperación. Se figuraban, de igual forma, por un momento, su vecindario en ruinas y, asustados de sí mismos (y de sus vecinos), la pantalla se transformaba en espejo tenebroso. ¿De qué somos capaces en un momento de desesperación? ¿De qué soy, yo misma, capaz, cuando se trata de luchar por sobrevivir?

Entre las primeras noticias del terremoto, un desalentado rescatista contaba de la falta de solidaridad que, para su sorpresa, había descubierto entre los haitianos. “Sólo se ocupan de su familia inmediata”, señaló. A juzgar por el comportamiento del que había sido testigo en otros desastres, le parecía rara esta actitud. Un informe posterior, sin embargo, señalaba que los vecinos de Cité Soleil se habían organizado para evitar el regreso de los tres mil convictos liberados por el terremoto, como si fueran una plaga. Los vigilantes ahuyentaban los hijos pródigos del barrio a tiro y machetazo limpio, así que de vez en cuando, según el reportero, cuando atrapaban a alguno, acababan con él para siempre. En la unión está la fuerza y, de vez en cuando, esa fuerza es inclemente.

Por otro lado, ha habido quien ha apuntado, con cierta ingenuidad, que el desastre en Haití ha sido igual para ricos y para pobres. Ya conocemos la historia de la muerte igualadora. Ponen de ejemplo las víctimas de un vecindario que se han quedado en la calle, aunque, como llega a decir una de las entrevistadas, tienen la opción de, eventualmente, tomar un avión y huir del desastre a casa de familiares en el extranjero. Otro periodista, de hecho, habla de elegantes barrios intactos después del sismo. Allí la mayor tragedia ha sido no poder mandar a los muchachos al colegio, porque, imagínese usted, señor, ¿cómo tomar clases en ese ambiente de desolación? Al menos algunos guardan cierto pudor.

De una y otra forma, este retrato del caos resulta aterrador. A la sombra del pensamiento milenarista, este terrible estado de ánimo es el que han explotado las apocalípticas historias hollywoodenses desde hace décadas. Actualmente, todas las semanas estrena una película sobre las peripecias de un justiciero sobreviviente que lucha con terribles hordas de desquiciados salvajes. Es el miedo al desgobierno, al absoluto descontrol que, como sabemos, impera aún hoy, a cierta distancia, en varios rincones de la Tierra. Pocos guionistas se inventan una historia en la que espontáneamente se organicen grupos para repartir equitativamente lo que se encuentra, para hacer justicia social. En eso la imaginación prevaleciente es pesimista o, para los ambiciosos productores de Hollywood, el optimismo es aburrido.

Yo me crié viendo rudimentarias épicas de trasatlánticos volcados en alta mar, rascacielos incendiados y enormes tiburones blancos, así que me acostumbré a pensar que sufrir alguna de estas catástrofes de dimensiones espectaculares tenía la misma posibilidad que pegarme con un billete de lotería. Sin embargo, como diría mi vecina, en estos días siento que están tirando cerca.

La ficción hollywoodense, sin embargo, tiende a ser muy compasiva. Suele colocar en el grupo desesperado, un líder atribulado y buen mozo, en excelente estado de salud y mejor aptitud física. Este individuo guía a las masas vulnerables hasta su salvación, aunque deje por el camino algunas víctimas propiciatorias y, en algunos casos, hasta su propio pellejo. La gente, por otro lado, termina dejándose llevar, acepta el nuevo gobierno, y combate a los “otros”, cuyas prácticas atentan contra todo sentido de urbanidad.

Pensando en estas cosas, me imaginé como sería sufrir un desastre en mi edificio, usando como modelo las veces que hemos compartido pequeños y breves infortunios, como cuando no hay agua caliente o amenaza con llegar un huracán. Siempre hay quien se encierra con su compra, su calentador portátil y su planta eléctrica (algo terriblemente desconsiderado en un edificio), pero también aparecen hiperactivos agentes solidarios que nos devuelven la fe en la humanidad.

Hace unos días, un amigo hizo este mismo ejercicio de figurarse el desastre en su vecindario: “¡Imagínate el montón de lanchas huyendo de aquí!” Con todo, le respondí para mitigar su desaliento, debe ser lindo ver el espectáculo del éxodo masivo de esa flota de aficionados navegantes. Nosotros, los desposeídos de transporte acuático, nos quedaríamos en la costa, entre los edificios destruidos, víctimas o protagonistas de lo que quede de civilización, según nos vaya. ¿Qué remedio? Sólo ruego que, entre los diligentes hiperactivos que se queden, haya alguien que sepa hacer un fuego y curar heridas. Y si es buen mozo, pues mejor. Como dicen en Haití, seremos feos, pero estaremos aún aquí.

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