viernes, 28 de mayo de 2010

Una fiesta, un país y un salchichón (y no precisamente en ese orden)



I

En aquellos tiempos, las Navidades se inauguraban con la visita de mi tía Catalina, que invariablemente venía cargando de Ponce con una lata de galletas holandesas, un tonelito de dulces marca Fiesta, adornado con los Tres Reyes Magos, y un enorme salchichón que habitaba la nevera por el resto del año. El salchichón había venido, muchas veces, desde España, en las maletas de mi tía, de contrabando. Era un salchichón muy duradero, cuyo cabito se botaba a la basura cuando llegaba el sustituto cada diciembre, como si fuera una encarnación del espíritu perpetuo de la Navidad. Imagínense mi impresión cuando veía en junio aún el salchichón susurrándome cómeme, cómeme, desde el fondo de la nevera.

Cuando rememoro las navidades de mi infancia, cobro conciencia de que, de una manera u otra, siempre ha habido algo desquiciante en esta celebración de fin de año, pero nada tan desconcertante como las señales culturales que se disparan desde cada leyenda familiar.

En mi caso, confieso haberme disfrazado de pastora asturiana para cantar “Alegría, alegría, alegría” y haber comido turrón en Nochebuena. Así las cosas, en mi más tierna infancia, llegué a pensar que Cristo era español y comía salchichones. Después de todo, los curas y las monjas hablaban como extranjeros, Dios usaba el “vosotros” y en el único disco navideño que ponía mi padre, “Venid, pastores, venid”, era de la cantante Marisol, así que amén y olé. No me cabía duda, después de escuchar a Raphael (sic), cantando “El tamborilero”, que Belén era una remota aldea castellana. De más está decir que esta impresión no me duró mucho tiempo.

Mi marido, sin embargo, guarda memorias muy distintas de las Christmas. Para muestra, un botón basta. En su casa llegaron a comprar en Sears una chimenea de cartón, cuyas lengüetas de fuego, unos trocitos de papel luminoso que se meneaban con un abanico eléctrico, le resultaban tan fascinantes como para mí el salchichón perpetuo. En aquella casa se celebraba también el Jalogüín y el Sanguivín, así que la confusión era de distinto acento que la mía, pero al fin, confusión.

A mis hijos les tocó vestirse de jibaritos para las fiestas de la escuela, una indumentaria tan exótica para ellos como mi disfraz de pastora asturiana. Alguna mejoría habrá habido en esta generación que se crió escuchando el “Villancico Yaucano” cantado por Danny Rivera. Aunque, después de un vistazo a mi alrededor, sospecho que deben guardar, como todo hijo de vecino, su correspondiente recuerdo amogollado. A esta casa, hasta hace poco, llegaba una enorme caja desde Texas, repleta de chucherías entre las cuales solía encontrarse una casita de gengibre para armar. El día de Nochebuena, sin embargo, llegaba desde Río Piedras, invariablemente, un platón de arroz con dulce.

II

Si ya de por sí este pueblo vive confundido, en la Navidad botamos la bola. Es, por un lado, el momento de más nacionalismo de cascarita: mucha música jíbara, mucha comida típica, mucho lelolai, pero también es la temporada del más ridículo pitiyanquismo: nieve y trineo, chimenea y botas, nueces y frutas secas.

Es cierto que en diciembre parece exacerbarse el sentido nacional, a pesar de la inquietante presencia de los santacloses y las batuteras disfrazadas de Damitas de la Nieves. Los espontáneos bembés de pandero y trompeta, el chiqui qui chiqui del güiro en el semáforo, la musiquita bailable de la radio, se escuchan por todos lados. Hasta hace poco, la desaparecida Feria Bacardí, concurrida por nacionalistas y asimilistas al igual, iniciaba oficialmente la temporada navideña. Parece como si, por un momento, a la paz, el amor y la solidaridad de postalita, se le sumara también la idea misma de nación, tan noble e inalcanzable como las otras. Tal vez por eso, entre todos los actos políticos del siglo pasado, el que más ha convocado mi imaginación es la entrega de regalos de los Macheteros, disfrazados de Reyes Magos. Lo mejor de los dos mundos.

La Navidad se ha convertido, por accidente o misterioso y tácito acuerdo, en fiesta nacional. Los comercios declaran que tenemos “tradiciones”, auspician la música típica y buscan artistas boricuas para sus felicitaciones navideñas. Es la temporada alta para lechoneras y fondas criollas, empresas pasteleras y artesanos populares. Que valgan las verdes por las maduras. Ya han visto cómo los bancos (más bien, las agencias de publicidad contratadas por ellos) se afanan en transformarse en custodios del legado nacional (el cultural, claro está, que es más inofensivo, según ellos). Aprovechan la ansiedad consumista y el sentimiento puertorriqueñista que trae la brisa de diciembre para capitalizar. Bobos que les dicen.

En este periodo la identidad puertorriqueña parece rebasar líneas ideológicas y montones de personas quedan plenamente convencidas de que ser estadista y puertorriqueñista no es nada problemático. Pero también se manifiesta la paradójica tolerancia de muchos nacionalistas a los signos de una cultura foránea, impuestos, para colmo, desde la tribuna de los manejos comerciales. Todo sea por la fiesta, por compartir y pasarlo bien. El que lo ve de afuera, por supuesto, debe confundirse. No es para menos. Yo misma, desde adentro, me enredo a veces, pero considerando mi prehistoria del salchichón, no es para menos, digo.

III

Esta mañana he visto una horda de niñitos sentados sobre una alfombra roja mirando ansiosamente hacia las alturas. Esperaban, como si de un mágico maná se tratase, la caída de la fingida nieve.

Décadas después de que Doña Fela importara el exótico frío para el júbilo de los niños sanjuaneros, el nuevo rito se ha instaurado con la perversidad de cualquier campaña comercial. Varias generaciones guardarán celosamente en su memoria este paseo como marca de la infancia, en lugar de la misteriosa silueta de los Reyes Magos frente al mar, en la Lomita de los Vientos.

El eslembamiento es unánime. Los nenes sacan la lengua para probar las engañosas pompitas de jabón que descienden, leves y alegres, sobre la multitud. Nadie se ríe del aparatoso ridículo colectivo. Un cerco de maravillados adultos observa desde los balcones la algarabía infantil. Cualquier embeleco vale para escapar de la escuela y la rutina.

Doña Fela debe estar contorsionándose de placer en su tumba. No es casualidad que la alcaldesa de gran moño y abanico se pasee cabezoncísima, cada enero, junto a Toribio, la Puerca de Juan Bobo, Diplo y el General, por las calles de la San Sebastián, para las fiestas desquiciadas, el carnaval del entrevero, el despojo anual. Ella, como tantos embelecadores, ha aprovechado la sed de jolgorio, alucine y novedad que nos invade cada diciembre. Es como si para la fiesta necesitáramos las máscaras, como si se nos exigiera sacar nuestras contradicciones a pasear para elevarlas al rango de mito.

Parece que cada año ensayamos a hacer un país con los pedazos que encontramos, salchichón, chimenea, pandero, arroz con dulce, a ver qué sale.

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