viernes, 20 de febrero de 2009

Reseña tardía a El arte de ser mujer


Ana T. Pérez-Leroux

Hace muchos años, mientras empacaba para irme al norte, Mami se asomó a la puerta de mi cuarto. “Te tengo algo. Para que te lo lleves.” Una copia nuevecita de la cuarta edición del libro de cocina de doña Adria de Mañón, titulado escuetamente Mujer. Yo había usado la copia sin portadas de Mami en alguna ocasión en que se me ocurrió hacer pudín de pan. El pudín quedó algo seco, pero no por esto deben atribuírsele a la obra fallos que empañen la venerable reputación de doña Adria. Sería mas honesto por mi parte admitir que la mediocridad del pudín reflejaba, no limitaciones en la receta, sino en mi habilidad para seguir instrucciones, tanto en la cocina como en la vida.

Le sonreí a Mami y le dije. “Gracias, a ver como le busco espacio”. Pasé un par de páginas y aparecieron, casi como poemas, las indicaciones para el sublime pionono, el delicado puré de yuca, el sancocho y el molondrón guisado. “Bueno. Del molondrón, paso. Pero el sancocho y las habichuelas sí que me van a hacer falta.” Y tras una breve inspección, extraje de la caja el texto de Introducción a la cultura dominicana, del Profesor Landolfi, para hacerle espacio al libro de cocina. La decisión no sorprenderá: la impenetrabilidad de la prosa del profesor era legendaria en la universidad. El primer día de cátedra advertía, sin exageración: “Bachilleres, para leer mi libro van a necesitar un diccionario. Y de los gordos.” Durante el período de la reforma universitaria de fines de los sesenta se dio cierto intercambio inolvidable. Yo conocía la historia a medias, de haberla escuchado cuando era niña, y luego la encontré en la biografía del siquiatra dominicano Antonio Zaglul. Ocurrió durante una de las interminables reuniones del consejo universitario, en las que se debatían los objetivos de la nueva universidad. Si recuerdo que en esa época nunca sabíamos a que hora regresaría papá. Aquel día el debate pasó de interminable a agrio, y varios participantes estaban a punto de darse a golpes.

“¡Se callan!”, gritó el Dr. Zaglul, quien moderaba la sesión. Los participantes de la discusión quedaron en silencio, sorprendidos del tono. Zaglul era universalmente conocido por su temperamento tranquilo y afable.“O les leo el “Poema a dos manos” de Ciriaco Landolfi,” amenazó con buen humor.

La batalla entre los dos libros era entonces desigual. Los vericuetos de las consideraciones teóricas de la construcción de la cultura en el período colonial resultarían tal vez mas sofisticados que los de la carne mechada, pero menos deliciosos.

Lo que no supe entonces era el tesoro antropológico que me llevaba.

Un día, de ocio, abrí el libro de doña Adria, sin prisas, y sin objetivos. En vez de irme directo al índice, me puse a repasar la introducción. Me sorprendió ver que la sección de cocina no comenzaba hasta la página ciento veinte y nueve. “Que curioso…” pensé. No recordaba que la copia de mamá tuviera tanta introducción. Me encaramé en la banqueta: esto merecía atención. No se trataba de que el libro de recetas tuviera una introducción, sino, que era un libro de seis partes, y entre las cuales la cocina era solo Sexta. Antes venían La Formación y Educación Espiritual de La Mujer; La Mujer en el Hogar; Normas Básicas para la Belleza de la Mujer; La Salud de la Familia; y Las Buenas Maneras. Los objetivos de la obra eran formidables: “En muchos capítulos de este libro encontrarás muchos consejos; con cuya práctica serás, si te lo propones, una mujer encantadora”.

Se puede inferir muchísimo sólo de la estructura: El alma y la belleza preceden el estomago. Antes de preparar los deliciosos platillos, hay que aprender a como conseguirse invitados que puedan venir a comérselos (por ejemplo, siguiendo las instrucciones impartidas en la sección de amigos, donde nos recuerda la autora que “Los familiares nos los da Dios, los amigos los escogemos nosotros”). También hay que aprender a como tratarlos cuando vengan. En esto es muy detallada la autora: explica hasta lo que hay que hacer si viene el obispo a visitarnos. Poco posible, pero una nunca sabe. Algunos aspectos de la organización revelan pura lógica. El libro no explica como encender la estufa, antes de enseñarte a como aliviar las quemaduras y la asfixia.

Ciertas secciones tenían títulos y contenidos verdaderamente apabullantes. El uso del teléfono, en donde no explicaba los detalles del uso de un celular sino que se aconsejaba no marcar sin antes estar una segura cual era el número. Recordé la madrugada que una mujer borracha me despertó preguntando por Robertico. Estaba tan bebida que en lugar de comprender que tenía el número equivocado, me pedía explicaciones de que hacía yo, otra mujer, en la casa de Robertico, y exigía que le dijera donde porras estaba el Robertico ese. Me costó mucho que la tipa entendiera que no andaba yo en la casa de Robertico, si no en la mía, y que no, tampoco sabía yo que hacía él a tales horas de la noche. “Durmiendo, señorita, espero, y ya me gustaría a mi hacer lo mismo.” A la novia de Robertico le hacían falta los consejos de doña Adria.

Descubrí, hojeando estas páginas, cosas que agradezco haber oído tantas veces de los labios de mamá, de los de las tías, y hasta los de la temible doña Belén. Una de dos posibilidades tenía que ser cierta. O estas mujeres en mi vida también habían leído las páginas de Mujer. O, doña Adria, sin pretensiones, había realizado una estupenda labor etnográfica, al publicar esta astuta colección del saber y costumbres de generaciones de mujeres de la isla: “Los favores, amiga mía, debes corresponderlos con favores.” “Y mucho cuidado con regalar amor, disfrazándolo de amistad…Amor es una cosa, amistad otra.” “La soberbia es abominable”. “Es imprescindible saber convivir”.

Nunca hubiera logrado encontrar, en el erudito libro de cultura que no entró en mi caja de mudanza, qué cuidados se le debe dar al cuerpo de una persona después de muerta, ni cómo escoger la forma apropiada de las cejas que vayan con la forma de la cara, ni cómo servir un coctel Dama Rosada. El valor de la obra de la señora Mañón no radica en la infalibilidad de los consejos (en fin, que nunca aprendí a ser bella y encantadora), sino en la mirada certera que le ha echado a nuestras vidas. Si Margaret Mead hubiera venido a Santo Domingo en la década de los cuarenta, en lugar de andar escuchando exageraciones de morbosos adolescentes en Samoa, no habría conseguido explicarnos mejor.

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