sábado, 6 de diciembre de 2008

Pedrito y Silvia



Ana Teresa Pérez-Leroux


Para Mari, que quería oír una historia de amor.


Las damas daban vueltas a la glorieta del parque en una dirección. Como estaba estipulado, los jóvenes caballeros, potenciales pretendiente, circulaban en la dirección opuesta.  Silvia se unió a las primas Morales y sus amigas por primera vez esa tarde de domingo. Tenía dieciséis años, y su belleza era mas delicada que la de los encajes de holanda que adornaban su vestido de lino color hueso.   Tenía enormes ojos azules, cabellos finos y castaños, de suaves ondas. Llevaba puesto un collar de semillas de corozo enganchadas en plata. Delicada la belleza, y delicado el juicio.  No era dada al mal habla, pero tenía un juicio certero, que nunca dejó empañar ni por odios ni por deseos. 


En la tercera ronda al parque, la mirada directa de un hombre alto, de ojos oscuros y graves penetró el risueño revolotear del grupo femenino.  Desde ese entonces su mirada no se le apartó.  Pedro Leroux era bastante mayor que ella; ya hombre hecho, en edad de formar familia, y ya había forjado alianzas, y se le tenía en cuenta en la sociedad del pueblo de Puerto Plata.  Acababa de iniciar un gran proyecto: la construcción de una gran fábrica de hielo, la primera en el país.  Su acierto en las finanzas, su reputación de hombre honesto le había ganado la confianza de la gente, y el nombramiento de presidente del ayuntamiento. Al poco tiempo de aquel encuentro en el parque, le presentó la propuesta.  Silvia escuchó en silencio y prometió respuesta pronta.  Las primas trinaban alegres, que lo alto que era, que si era un buen pretendiente, que si era muy buen mozo, o tal vez lo sería, si tuviese el gesto menos serio y las orejas no tan grandes.  Que si sería difícil tener por cuñadas las formidables damas Leroux, que manejaban su hogar con manos de hierro que podrían ser la envidia de cualquier general de Napoleón. Que si decían los vecinos que en esa casa se mantenían las costumbres a la europea, y se enceraban las balaustradas de madera cada mañana. Silvia ignoró los comentarios y sonrió.  Daría el sí.  Toda las informaciones que requería las había recibido de la profunda mirada de esos ojos serios y castaños.


Comenzó el cortejo formal.  Las visitas tenían lugar sentados en la sala, acompañados por chaperona. La chaperona, generosa, siempre recordaba disculparse un minuto, dando ocasión a que la visita terminara con breves besos que olían a clavos y a lavanda. Una noche, tras la visita usual del pretendiente, la madre de Silvia se sentó en el balconcito, a ver las estrellas, lejanas como futuros, y a aspirar el aroma del pachulí, dulce y cercano. Entre el ruido de los grillos, y la música del parque central, creyó oir un pequeño ruidito.  Parecía un pequeño sollozo, o gemido agudo de un perro lejano. Se detuvo a atender. Por un momento el sonido desapareció, y luego se inició de nuevo. Descubrió que era una voz humana, como desde lejos. “…ayúdame…”.


Bajó corriendo las escaleras y salió a la calle. En lo negro de la noche, descubrió un bulto.  Gritó hacia la casa, “vengan, que pasa algo…” y se dirigió a la figura tirada al borde de la cuneta.  Era Pedrito, que todavía gemía, en tonos inaudibles.  Estaba cubierto de sangre. Salieron todos de la casa, y Silvia se arrodilló a su lado “Estoy aquí, Pedrito, ya estoy aquí.”  Luego contaban las tías, que su escrutinio minucioso en el ayuntamiento había dado luz sobre ciertas irregularidades, y a que a uno de los empleados le había requerido explicación acerca de un dinero faltante.  Nunca arrestaron a los hombres que lo habían esperado en la oscuridad de la calle para matarlo a palos, pero esos no le preocupaban, si no el que dio la orden. Sobrevivió casi por milagro, pero como no creía en tentar el destino, desde aquel día siempre caminó con un bastón negro ornamentado que ocultaba una sevillana, cuyo filo, plateado y mortal, fascinaría a los nietos cuarenta años mas tarde.  


Pedrito y Silvia se casaron, y tuvieron ocho hijos, uno atrás del otro.  Su amor sobrevivió los vaivenes, la perdida de Rosa María a los ocho años, y la enfermedad de Silvia. A los cuarenta y ocho años, atormentada por los sangramientos incesantes de su menopausia temprana, y el horror del asesinato del hermano, perdió el tino.  Pedro la llevó a capital, donde los tratamientos de electro-choque acabaron con lo poco que quedaba de su cordura, y quedó sumida en profunda depresión punteada por episodios de delirio y demencia.  En su mente fragmentada podía ver en un instante los hijos, amorosos y preocupados, y en el otro, los habitantes de sus pesadillas, los matones del régimen haciendo un circulo de odio sobre aquellos que tanto ella quería. A veces tomaba un cuchillo, para defenderlos de enemigos invisibles, y entonces uno de los hijos se acercaba y le quitaba suavemente el arma.  Pedro hizo sentar a los hijos y les explicó: su madre esta enferma, y la vamos a cuidar entre todos.  No permitió que a nadie sugiriera encerrarla, como se hacía con los locos en aquella época.  Seguía encargando que le trajeran perfumes y medias de seda de Paris, y cortejándola como en los días del collar de corozo y plata. Desesperado por la falta de mejoría, dejó los negocios a manos de los hermanos, y repartió los hijos entre tías y colegio de monjas, y se fue en el primer barco a Nueva York con Silvia. 


Cada semana de esa ausencia Pedro le escribió a su hija. “Querida hija, En esta ciudad fría, he descubierto que es mejor tener un buen amigo, que un millón de dólares.  Trabajo en la ciudad en la semana, y los sábados visito a tu mamá…” La había dejado en el hospital de Hartford. Allí le aliviaron los síntomas con terapia de trabajo, en la cual reaprendió a bordar y a hacer crochet, destrezas olvidadas de su juventud.  Al año regresaron a Puerto Plata, pero la normalidad solo retornó cuando las drogas contra la esquizofrenia entraron al mercado.  Vivieron juntos una madurez dulce.  Pedro logró pasar los años de la dictadura sin entregar su dignidad, y vivió en tranquilidad los años que la siguieron.  Murió a los setenta y ocho, tras breve enfermedad.  Silvia lo sobrevivió por mas de veinte años. Con los años y la artritis se había puesto muy pequeña, pero los ojos enormes, azules y límpidos eran los mismos del día del parque de la glorieta.  El día que se fue, sorprendió a las hijas cuando dijo, en tono lejano, sin nota de tristeza:  “Ah, sí, Pedrito. Tanto que me quiso.”


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