viernes, 16 de octubre de 2009

Recuerdo a La Negra



             Mari Mari Narváez

Qué tragedia. Miren lo que ha ocurrido: el día que murió Mercedes Sosa, estaba yo en medio de esa misteriosa conmoción que me provocan los fallecimientos de las personas mayores: una mezcla casi insólita de tristeza y alegría. Tristeza, por lo obvio. Alegría, porque siento que la muerte es una transición hermosa que marca el fin del paso de un ser humano por el mundo material. Cuando se trata de alguien que ha dejado tanta huella como La Negra, el regocijo es aún mayor, algo así como una renovación espontánea de mi fe en la Humanidad.

Ahí estaba, entre la euforia y el llanto, cuando leo las declaraciones de René Pérez, el de Calle 13. Para qué negarles que me parecieron muy de mal gusto. En lugar de concentrarse en la figura de Mercedes, empezó a contar cómo ella había estado tan preocupada por no haber podido enviar un saludo al papá de René en el día de los Padres.

“A quién le importará”, pensé, y aunque seguí con mis asuntos, no se crean que no estuve todo el día despotricando contra el pobre muchacho con todo aquel que yo vislumbraba dispuesto a escuchar mi perorata. (Me dan esas obsesiones absurdas, qué quieren que les diga).

A los pocos días, Alida, la directora de En Rojo, me pide que escriba sobre la Mercedes que conocí mediante su amistad con mi mamá, Evelyn Narváez Ochoa, QEPD.

¡Injusticia editorial!, reclamé. Ahora tengo que hacer lo mismo que René. ¡Qué tragedia!

  No sé decirle que no a Alida. Pero quiero que conste que nunca he sido farandulera. Con Mercedes llegué a arrepentirme de no haberlo sido. Pero ese es otro cuento que seguramente no me quepa aquí  hoy.

Sin embargo, si hablamos de faranduleras, hay que hablar de mi mamá. Estoy segura de que eso ayudó a que Mercedes y ella se hicieran tan amigas allá para la década del 80, cuando Mami se dedicaba a ejecutar el trámite legal para que se expidieran las visas de trabajo a los artistas que venían a Puerto Rico.

No es mucho lo que puedo decir, escribir, sobre la voz de esta mujer. Es algo que hay que ver, escuchar, vivir aunque sea una sola vez en la vida: un manto cálido y enorme que cae sobre uno, que te arropa con la resolución de cada sílaba. Algo verdaderamente misterioso, poderoso. 

Pero sí puedo extenderme dando fe de que Mercedes Sosa fue, ante todo, una mujer de amor. En todo el sentido de la palabra. 

Eso no significa que fuera una abuelita inofensiva. Mercedes tenía una personalidad compleja. Era toda una matriarca y, además (porque no es lo mismo) una mujer sumamente maternal. Y sin embargo, al mismo tiempo, era sumamente frágil, necesitada constantemente del cuidado y el cariño más contundente de sus seres cercanos.

Era extremadamente amorosa, una mujer sencilla y humilde. Pero también se sabía toda una Diva, que no quepa la menor duda. Eso la hacía un personaje muy divino, especialmente cuando leemos su biografía, Mercedes Sosa La Negra, escrita por su amigo Rodolfo Araceli, y conocemos la pobreza en que se crió en un campo de Tucumán, y cómo fue abriéndose mundo sin nada más que su voz extraordinaria y una visión generosa y compasiva de cómo debía ser el mundo.

María, su asistente personal, una peruana maravillosa que prácticamente entregó su vida a Mercedes, cuidaba de ella como a una bebé. La Negra enfermaba a menudo y me da la impresión de que, en el fondo, le gustaba su situación ante la enfermedad porque entonces era acogida, cuidada, aún más velada por su gente.

Algo muy similar ocurrió en su vida profesional. Su carrera siempre fue impulsada y protegida por los hombres de su vida: primero, Oscar Matus, su primer marido, papá de su hijo, Fabián y quien profesionalizó su carrera como intérprete. Luego, con su segundo marido, el compositor Pocho Mazzitelli, quien aportó musicalmente a su crecimiento y, eventualmente, con el propio Fabián, que manejaba su carrera.

Con su único hijo tenía una relación extremadamente pasional. Se amaban con delirio y, a veces, como es natural entre familias que trabajan juntas, con esa misma pasión, se peleaban. Ella podía enfurecer con él pero luego no podía casi sostenerse, estar bien, feliz, en paz, hasta que se contentaba nuevamente con su Fabián.

La penúltima vez que Mercedes vino a Puerto Rico (creo que fue en 2001) mi gran amigo Juan Antonio del Rosario se ofreció para servirles de chofer a Mami y a Mercedes mientras iban de compras. Mercedes siempre tuvo una debilidad particular por las sábanas y las toallas. Cada vez que venía a Puerto Rico, le pedía a Mami que la llevara a González Padín a comprar estos artículos. Pero ya en 2001, como González Padín no existía, Mami la introdujo a ese extraordinario pasatiempo nacional: el Marshaleo.

Dice Juan Antonio que ese día fue espectacular. Fueron a Marshalls, compraron sus toallas, luego la llevaron a La Perla para que viera el barrio más ‘cool’ de San Juan y, al final, no sé por qué terminaron comiendo un sándwich en un comivete. Ahí Mercedes se le echó a llorar a Juan Antonio en el hombro, porque él le recordaba a Fabián, con quien estaba medio peleada. “Decía que no aguantaba aquel silencio con su hijo. Lo extrañaba con locura”, cuenta Juan.

Fue en ese mismo viaje que Mercedes grabó su parte en la hermosa Canción para Vieques, escrita por Tito Auger. (“Acurrucando los niños con salmos, al ritmo de detonaciones”).

Mercedes lloraba a la menor provocación porque amaba intensamente. Vi muchas veces cómo se emocionaba al hablar sobre sus amigos, sobre el arte, el exilio, sobre sus canciones, los compositores que las creaban, los dúos que planificaba. En esos momentos, su voz, tan robusta y luminosa, comenzaba entonces a adquirir un aire aniñado que luego se volvía quebradizo, hasta delatarla en toda su debilidad.

En 2003 la visitamos en Buenos Aires. Nos alojó a mi marido y a mí en una casa muy cerca de la suya, donde guardaba todos los miles de premios y obsequios que recibió a lo largo de su carrera. Allí dormimos una semana entre Grammys, Billboards, Discos de Oro, obras de artes de los mejores artistas plásticos de América. Entonces aproveché para entrevistarla. Precisamente esa semana recibió dos Grammys y las celebraciones en Argentina -donde Mercedes era francamente una Diosa- fueron tremendas.

En esa entrevista, ya demostraba su alto nivel de experimentación musical, su gran interés en colaborar con cantautores jóvenes, como lo hizo recientemente con su maravilloso disco Cantora: un viaje íntimo. En aquel entonces, le hablé de Alta fidelidad, un disco en el que grabó canciones de Charly García, a quien ella adoró con locura.

Recostada en su butaca vestida con ropa deportiva y en medias, los pies alzados, terminó cantando Promesas sobre el bidet, una de mis favoritas de ese disco, con una emoción incríble, como si fuera la primera vez. “Por favor, no hagas promesas sobre el bidet… Calambres en el alma…”.

      De hecho, también en esa entrevista me admitió algo que yo ya había anticipado: que, en efecto, estaba cansada de cantar Gracias a la vida. Pero, por más que decidía sacarla de su repertorio, siempre terminaba buscando la letra de prisa pues ningún público le permitía jamás bajarse de una tarima sin cantarla.

Mi relación con Mercedes no fue jamás tan íntima como la de Mami. Ambas se adoraron a muerte. A pesar de que Mercedes era muy guardada, Mami se quedaba en su apartamento en Buenos Aires (donde ella vivía, propiamente) cada vez que iba. Tan pronto como llegaba, Mami -que era un torbellino de energía- revolucionaba la tremenda paz de ese recinto. Entonces comenzaban a llegar los maestros de tango, de chacareras, y cuanto bohemio había en esa ciudad (desde cantantes famosos hasta dependientes de tiendas, todos amigos de mi madre) y después de montarla un rato en casa de La Negra, se perdían por las peñas de la ciudad hasta el amanecer. Mercedes no iba con ellos casi nunca. Los despedía a todos con ese amor, como una mamá gallina y se quedaba en la casa pues ella era más de salir a cenar tranquilamente, algo que también hicimos varias veces en aquel viaje.

Yo me preguntaba cómo podía lidiar con tanto barullo siendo ella tan apaciguada y changuita con su salud e intimidad. No me atreví a preguntarle a la propia Mercedes pero un día que Mami no estaba cerca, le pregunté a María, que sabía todo sobre La Negra: “Es que tu madre representa ahora mismo en esta casa la alegría, Mari Mari. La alegría. Y sin eso, Mercedes no puede vivir”.

 

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