viernes, 16 de octubre de 2009

La vida en fast forward



Mari Mari Narváez
El mercado insiste en cambiar la naturaleza de las cosas. O cómo se explica esa manera de querer forzar el transcurrir del tiempo, de querer imponernos una nueva temporada sin siquiera habernos recuperado de la anterior.
Una entra a una tienda a finales de septiembre y se encuentra con una especie de mundo mágico donde conviven el regreso a clases con Halloween, Acción de gracias y Navidad. ¡Navidad! Si usted acude a las tiendas con cierta periodicidad sabrá que no estoy exagerando.
Entro. De primera instancia, me invade esa sensación de bienestar, de nostalgia y reinvención que provocan los adornos navideños y el olor a pino. Pienso muy fugazmente que mi vida volverá a cambiar, que el trabajo y las presiones cederán a ese espacio carnavalesco y melancólico; lleno y vacío, cálido y frío que trae consigo ese momento del año. Diez segundos después, sin embargo, me doy cuenta de todo. ¡Es un racket! Podrá oler a pino pero es un sentido absolutamente artificial de bienestar. Aún hay que trascender emocionalmente el verano, escribir y escribir cuanta cosa se les ocurre a las jefas para que los clientes estén felices; escribir para que la gente quiera a una más, para librar batallas campales con el ángel en la casa, ese demonio que nos paraliza ante la computadora y no nos deja ser.
Es un insulto que los comerciantes pretendan acelerar el tiempo con tal de vender bolas brillosas y copos de nieve plásticos. Confunden, alteran, frustran. No se detienen a apreciar las bondades del tiempo transcurrido naturalmente, simultáneo al paso mismo de la vida.
Para mí, la época navideña apenas comienza a anunciarse un día que siempre llega de la misma forma y siempre cuando menos me lo espero. Salgo a tiempo de la oficina con algo de apuro y obstinación. La mayor nimiedad se tiende entre mis pasos. Llevo las llaves en la mano y pienso en ese trayecto necesario hasta el hogar: reunión, supermercado, correo, farmacia; acaso un restaurante o la casa de un familiar. Abro la puerta hacia el estacionamiento y entonces la noticia me golpea la frente: El sol ha vuelto a cambiar. Literalmente, de un día para otro. Aquella claridad brillante de ayer y de los últimos meses a las seis en punto de la tarde ya no existe; comienza lenta pero consistente esa feliz oscuridad que siempre culmina en una gran fiesta de Navidad.
Ese día del cambio soy feliz de una extraña manera. De golpe viene primero esa tenue melancolía del tiempo transcurrido. Hay miles de formas de observar el tiempo, de atraparlo, de extrañarlo. Saber el día exacto en que el sol ha cambiado es una de ellas. Ayer ha cambiado. A las seis en punto de la tarde ya no era el mismo. Desde ayer, el sol es diferente y lo será hasta ese día en que, cuando menos me lo espere, volveré a tomar las llaves, volveré a entrar al ascensor como todos los días de mi vida. Volveré a dirigirme al estacionamiento pensando en el trayecto al hogar, en la cena, en las cuentas, en esas ganas de regresar a alguna parte. Ese día iré ensimismada en la nimiedad cuando abriré la puerta y sentiré una luz mucho más brillante que el día anterior. La tarde estará clara, un tanto caliente y ruidosa como si la ciudad entera no supiera la hora que es. Ese día, de golpe, volverá la tenue melancolía del tiempo transcurrido. Y luego de nuevo la alegría incierta de una nueva temporada.
Quién dice que no hay cambios de estación en Puerto Rico. Y cómo se le llama a ese cambio de luz, de actitud, de propósitos. Cómo se le llama a ese deseo, a esa familiaridad, a esas bondades que se intensifican en noviembre, diciembre y enero para luego regresar lenta, obstinada, renuentemente al tedio de la noticia diaria, a la escena de la economía privada, a la muerte súbita, a la alegría de imprevisto.
Pero no hay derecho. En un mundo en el que cada vez hay más regulaciones, más responsabilidades y menos ayuda y compasión para el individuo, sólo faltaba que también le quitaran a una el pasar del tiempo, que en última instancia es la medida de la vida.
Por suerte ahora sí, sin lugar a dudas ni probabilidad artificial, se acerca diciembre. Me dijo una amiga que en los primeros días de noviembre se quedó boba cuando, pasando por una calle, vio que, en un apartamento, una pareja montaba su árbol de Navidad con luces y todo. Cada quien hace lo que quiere, nada más faltaba que también fuéramos a prohibirles montar su árbol el día después de Halloween. Qué importa si son víctimas de los comerciantes precipitados. Seré sensata y me limitaré a desearles que les salga bueno el pino. Que el día del pavo no tengan que prohibir el paso alrededor del arbolito por aquello de que no se caigan las ramitas. Que el pobrecito no se les queme. Por lo menos no hasta que sea Nochebuena de verdad de verdad. El 24 quiero decir.

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