domingo, 6 de septiembre de 2009

Sobre el libro de aquel gringo




Por Sofía Irene Cardona







“Smart people suffer!”
Irene Alberty
 Ya me habían parecido curiosas las alusiones en aquella novela en inglés a San Juan y el Caribe Hilton, pero el colmo fueron los insultos en español boricua del personaje de un bar en Nueva Orleans:  “¡Ay, qué pato!”.  Eso me lucía sospechoso.  Pocos días después de terminar la lectura de A Confederacy of Dunces, averigüé que su autor, John Kennedy Toole, había sido maestro de inglés en Buchanan entre 1961 y 1963.  Ah, eso lo explica todo, bueno, casi.
Fue en esos años, según testimonia su amigo Dave Kubach, que Ken comenzó a idear las aventuras del protagonista de esta novela, Ignatius Reilly.  Pantagruélico don Quijote, más bien sanchizado por glotón, avaro, embustero y pedorrero, deambula por las calles de Nueva Orleans, atrapado en la pequeñez de, entre muchas otras cosas, la apretada ideología anti-comunista norteamericana y el estrecho recinto hogareño que comparte con su apabullante mamá.  El Caballero de la Triste Figura aparece bastante pervertido, transformado en un enorme y cínico bambalán sureño.  Ni hablar de lo que hace el autor con la Dulcinea, esa Myrna Minkoff cuya voz se intercala en varias cartas a lo largo de la historia.  La “Minx”, una caricatura de las intelectuales feministas de la época, se pasa achacándole a traumas sexuales las dificultades de Ignacio.  Nada más lejos de la indescifrable amada del libro de Cervantes.  Por ahí rondan también otros personajes pintorescos, atravesados en el habla sureña de Nueva Orleans, para júbilo de los desocupados lectores que llegan a sus líneas, como el fracasado policía Angelo Mancuso y el cínico muchacho negro, Burma Jones, que enfrenta con divertida lucidez su inevitable destino.
Después de haber disfrutado la lectura de este libro, me resultó inquietante que un melancólico maestrito de inglés distrajera sus lecciones a reclutas puertorriqueños con el sardónico relato de las extravagantes peripecias de un intelectual incomprendido.  Ken habría comenzado a tecletear esta alucinante historia en la maquinilla de su amigo Dave Kubach, en las barracas de Buchanan.  Si afilamos un poco el lápiz (bueno, bastante) hasta podríamos convalidárnosla como una novela puertorriqueña.
Piensa, sin embargo, su más reciente biógrafo, Cory MacLauchlin, en su blog [kentoole.blogspot.com], que las cartas en las que habla de Puerto Rico no serían del agrado de los puertorriqueños.  A saber qué es lo que cuenta en ellas.  No debe ser un dechado de corrección política.  No hay más que pensar en el humor mordaz de Kennedy Toole, que derriba todo arquetipo a su paso, y sumarle la actitud de muchos jóvenes militares que vienen a hacer turismo a Puerto Rico, como para figurarse lo que hubiera hecho su ironía agringolada en las bases militares y los bares populares de la década del sesenta.  ¿Qué habrá pensado de aquel país a medias que se asomaba tras la ventana?  Como muchos jóvenes militares, no sabría ni siquiera por dónde andaba.  A mí, como me cae bien el ingenioso e infortunado Ken, mejor que no me revelen el contenido de esas cartas.  Aunque algo contará al respecto MacLauchlin en su libro, Butterfly in the Typewriter, de próxima aparición.
Pero bueno, lo que más lamento de esta historia, no es la opinión que pudo haber tenido el maestro de inglés de los reclutas puertorriqueños, sino su desastrada fortuna.

Sucedió que, una vez terminada la novela de la cual hablo, Ken se lanzó a buscar un editor y sólo encontró críticas y desaliento, como les pasa a muchos escritores.  Incapaz de enfrentar el rechazo y la soledad, entre otros conflictos personales largos de contar, se rindió para siempre, a los treintiun años de edad.  De vuelta de uno de sus viajes, se estacionó cerca del mar, escribió la usual nota de despedida y conectó con una manguera el mofle del carro al interior.  No esperó más.  Se había dado por vencido.  Once años más tarde, su madre logró, después de muchos esfuerzos, la publicación de su libro, galardonado con el Pulitzer en 1981.  Dicen que había encontrado una copia al carbón del manuscrito.  Chamba y empeño conspiraron a su favor.

En el verano de 1982, leía yo en Madrid una reseña de la traducción de A Confederacy of Dunces, La conjura de los necios, publicada por Anagrama.  Decidí que con ese libro inauguraría mis vacaciones.  Disfruté muchísimo esa primera lectura y recuerdo haber compartido el libro después con mis condiscípulos de entonces, en la Universidad de Massachusetts.  Tal vez el hecho de que la sociedad conservadora norteamericana, y en particular el mundo académico gringo, fuera la más importante de las víctimas de su ironía, tuvo mucho que ver con el gozo de aquella lectura.  Era aún perceptible en la traducción la aguda ironía crítica de la voz original. 

Este verano, en busca, precisamente, de un libro para las vacaciones, reencontré la novela, esta vez en inglés, extraviada en los anaqueles de una megalibrería en Bloomington, Indiana.  Habían pasado veintisiete años desde mi primer encuentro con el texto y yo misma había atravesado hacía poco el desesperante proceso de creación y edición de una obra de ficción.  Me conmovió sobremanera releer también sobre las peripecias del manuscrito, la impaciencia de su autor, la soledad de su empresa.  Traté de imaginar cómo habría sido su trabajo de escritura, el cuidado que habría puesto en sus descripciones, en la elaboración de los divertidos diálogos.  En fin, pensé en cómo habría juntado allí experiencias e intuiciones, vuelto su corazón en aquellos papeles, para después lidiar con la indiferencia de los editores, el ninguneo de los altos señores de los libros.

Los muy imbéciles de aquellos mandamases que vieron por primera vez la novela, decían que no había nada detrás de aquella historia.  Malos lectores al fin, veían sólo la cáscara, lo burdamente cómico y no la estela de melancolía que había detrás.  Tampoco vieron la aguda crítica que hace A Confederacy of Dunces al conservadurismo gringo que aún sirve de ancla a las expectativas más sublimes de esa sociedad.  En otras palabras, no vieron cómo aquel libro picaba y se extendía, aún más allá de la década del sesenta.  Pero ya quedaba dicho por Swift, en la misma frase que abre el libro:  “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconocerán por este signo:  todos los necios se conjuran contra él.”

Allí estaba, pues, la conjura nuevamente, esperándome para darme una nueva lección sobre la mirada extranjera, los intelectuales, el azar y la perseverancia.  Todo a la vez, como suele suceder.  El arte, me convenzo cada vez más, es para los obstinados.  Aunque a veces, ya sabemos, un desdichado se nos cuela.






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