viernes, 17 de julio de 2009

Si tan solo Pérez Reverte tuviera un ángel (cualquiera)


Mari Mari Narváez

Nada peor que un escritor casi sesentón con exceso de nostalgia y autoestima. Pobre del par de mujeres que le pase de frente y lo mire, porque el señor no pensará que lo observan dado que le reconocen por sus libros o por el periódico (o porque lleve un pedazo de espinaca atorado en un diente). No, el escritor nostálgico y confiado pensará que lo miran con pasión y sentido de posibilidad. Peor aún, cuando se acerque su próxima entrega periodística y no encuentre qué escribir, publicará una columna dominical sobre aquel par de mujeres inofensivas: “unas focas desechos de tienta que pasan junto a nosotros, vestidas con pantalón pirata, lorzas al aire y camiseta sudada; creyendo, las infelices, que nuestro ‘por allí resopla’ va con ellas”.

Sí, esas palabras son de Arturo Pérez Reverte, quien cuenta que paseaba con Javier Marías, otro escritor español, cuando ocurrieron los hechos que relata en la nota, titulada Mujeres como las de antes.

En su columna sindicada bajo el nombre Patente de corso y publicada en los diarios El País de España y La Nación de Argentina, el escritor se lamenta muchísimo de que las mujeres ya no sean como antes (o sea, como en sus tiempos).

“Mujeres de esas que pisaban fuerte y sentías temblar el suelo a su paso. Mujeres de bandera”, dice, y continúa explicando: Las que se ponían “esas medias con costura sobre zapatos de aguja, comenta Javier con sonrisa nostálgica. Esas siluetas, añado yo, gloriosas e inconfundibles: cintura ceñida, curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta las rodillas. Etcétera”.

Dice el escritor que aquello no sólo se veía en el cine sino en la vida real (lo duro de la nostalgia irreversible, la del tiempo transcurrido, es que siempre glorifica patéticamente el pasado).

“Hasta las niñas, en el recreo, se recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones, falda”, dice el escritor. “En aquel tiempo, las mujeres se movían como en el cine y como señoras porque iban al cine y porque, además, eran señoras”.

Ese caché ya no ocurre, insiste, pues “no se pasa así como así de sentarse despatarrada, el tatuaje en la teta y el piercing en el ombligo a unos zapatos de Manolo Blahnik y un vestido de Chanel o de Versace”.

Pero ojalá se quedara ahí no más el artículito. No. Tal parece que, ante la falta de experimentación en sus novelas, quiso compensar con esta columna, impregnándola con algo de shock, que está muy de moda.

Entonces remetió escribiendo que, en su paseo de ligones frustrados por la Puerta del Sol de Madrid, a él y a Marías se les cruzó "una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo".

Imagínense. ¿No se suponía que los hombres de antes (como éste) tuvieran finos modales de caballeros? De seguro ya Pérez está muy viejo para aprenderlos, lo que no hace sino agudizar la ausencia de esa noción tan básica y valiosa que todo escritor debe aprender a manejar: el silencio.

Traducido a la hoja, la ausencia de sonido es un espacio vacío, una palabra no escrita, una idea enterrada, algo de lo que se puede prescindir. “El silencio es lo que no tiene precio mientras las palabras se abaratan de tanto usarse”, escribió el poeta Oliviero Girondo.

No se escribe todo lo que se piensa, Sr. Pérez. La censura es censurable, mas no así la autocensura, que es sólo una herramienta social de las más básicas. De hecho, yo creía que era instintiva pero veo que estaba equivocada. Entonces, señor Pérez, a ver si le repito para no dejar lugar a dudas: Mire, hay cositas tan y tan aberrantes que pasan por nuestras mentecitas que, no importa si se es el mejor escritor del mundo, cuando no es ficción lo que se está escribiendo, una se las queda.

¿Alguna vez ha escuchado ese lema central de la moda que dice ‘less is more’? (Permítame traducírselo por si no maneja usted el inglés: ‘Menos es más’). Pues sepa que el dicho de los diseñadores es también absolutamente pertinente para los escritores.

Sé que sería mucho pedirle que no pensara como un sicópata. En el mundo de la mente, como en el del corazón, no hay manipulación que valga. Pero un poco de silencio, don Arturo, tan solo eso, no le viene mal ni al artista más estrambótico.

La verdad, ahora que lo pienso, a mí me encantaría decir a los cuatro vientos y a nombre de todas mis amigas solteras que ya los hombres no son lo que eran. Una tiene que aguantar chocarse con ellos en las tiendas (ese espacio que solía ser de esparcimiento y respiro femenino) y pelearse en las góndolas por objetos que no se suponía que les pertenecieran (pinzas, cremas olorosas, productos para el cutis, correas, ¡hasta carteras!).

“Es la posmodernidad”, tiene una que decirse. “Y también los hombres tienen que liberarse”.

Me encantaría admitir públicamente que cada día es más cuesta arriba para las mujeres hallar aquella virilidad prometedora de las películas de Robert Redford. Pero me lo callo (oops!); primero porque mis maestros periodistas me enseñaron a evitar la generalización. Y segundo, porque soy una mujer de este tiempo, que es el único de mi vida. Si una no vive enamorada de su tiempo no veo cómo pueda enamorarse de un hombre en vida; y eso, honestamente, sería demasiado funesto para mi débil espíritu.

En los años 20 del siglo XX, Virginia Woolf escribió en su ensayo El ángel en la casa que, a la hora de escribir, las mujeres tenían un ángel detrás interponiéndose entre lo que pensaban y sentían y aquello que escribían. Si bien Woolf utilizó esa idea para explorar la represión emocional a la que estaban sometidas las mujeres, sobre todo las escritoras, cuando releo el ensayo, se me antoja preguntarme: ¿Qué pasó con el ángel de ciertos escritores?

Y es que vuelvo a ese párrafo homicida y me doy cuenta de que no tengo cuerpo pa’ eso, como dicen los españoles.

"Una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo".

Díganme la verdad. ¿Qué es lo que le pasa al baboso este?

 

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