domingo, 21 de septiembre de 2008

Aerofobia


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Fuera de quicio
Aurora Lauzardo

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No le tengo miedo a la muerte, sino al avión.
- Pablo Picasso -

A Mercedes López-Baralt y José Quiroga porque lo entienden perfectamente.

Me aterrorizan los aviones. Les tengo tanto miedo que, cuando voy por la Baldorioty y veo un avión despegando en el aeropuerto, me da un vuelco en el estómago y pienso qué bueno que no voy ahí dentro. He de decir, a modo de atenuante, que comparto este miedo con García Márquez y muchos otros artistas e intelectuales famosos.

Lo he intentado todo, he hablado con pilotos e ingenieros de vuelo que me han explicado todas las leyes matemáticas y físicas que los sostienen en el aire. He aprendido, por ejemplo, que los aviones despegan y aterrizan a 150 millas por hora (no que eso me consuele mucho, porque a cualquiera que vaya a esa velocidad en la autopista le dan una multa) y que, aún si fallaran todas las computadoras, el tren de aterrizaje se puede bajar manualmente. Me he aprendido de memoria las estadísticas, me he dejado hipnotizar, he hecho visualizaciones, incluso mi compadre, el psiquiatra, me ha recetado ansiolíticos, pero no me atrevo a tomarlos porque si hay una emergencia, quiero estar alerta. El me asegura que, si fuera el caso, la adrenalina activaría todos mis reflejos pero no me convence. El no les tiene miedo a los aviones.

Desde que compro el billete empiezo a preocuparme y confieso que alguna vez he titubeado en la puerta del avión. Pero las palabras de mi madre, de los cobardes no se ha escrito nada, me han obligado a dar ese paso a la cabina y enfrentar mi miedo con toda la elegancia de la que soy capaz, porque mi madre me enseñó también que la elegancia es lo último que se pierde y, aunque parezca mentira, el miedo al ridículo es mayor que el miedo a la muerte. Así, quien no me conoce jamás se imaginaría el mal rato que estoy pasando.

Siempre entro al avión con el pie derecho. Siempre llevo la medallita de la Virgen de la Caridad del Cobre de mi abuela prendida por dentro de la camisa. Siempre me visto de algodón porque se tarda más en quemarse que la fibra sintética (según nos enseñó el marido de una amiga). Siempre pido que me sienten en el pasillo. No puedo entender cómo hay gente que le gusta mirar por la ventana mientras el avión se va elevando, alejándose cada vez más de la tierra. No crean que exagero, pero sólo de imaginarlo mientras escribo, me vuelve a dar el vuelco en el estómago. Soy un mamífero terrestre, mis huesos pesan demasiado para andar volando a esas alturas.

Durante el vuelo, me vuelvo básicamente inexpresiva, clavo la mirada en el respaldo del asiento de enfrente, no hablo con nadie, me seco el sudor de las manos muy discretamente y me limito a agarrar ese avión con todas mis fuerzas desde mi asiento, del que no me levanto por nada del mundo. Con el cinturón de seguridad bien apretado, cierro los ojos y, después de rezar tres veces la oración al Espíritu Santo, repaso la visualización que me enseñó mi loquera: estás relajada, segura, disfrutando saludablemente … me esfuerzo por escuchar esa dulce y sensata voz, que en tierra me da tanta seguridad, pero qué va, el ruido de los motores no me deja imaginarme en esa hermosa playa desierta.

Y entre oraciones y visualizaciones, confiando en que a la madre no se le haya olvidado prender el velón del buen viaje (cosa que, al parecer, también hacía la madre de García Márquez) para que me lleve y me traiga bien, espero el momento más morboso del viaje: las instrucciones en caso de emergencia. En perfecta coreografía por el angosto, si bien iluminado pasillo, los asistentes de vuelo ilustran con su mejor sonrisa (¿serán cínicos?) el procedimiento para ponerse las máscaras de oxígeno (y pretenden que una se crea que, aunque la bolsita no se infle, el oxígeno está fluyendo) o los chalecos salvavidas, que no se deben inflar hasta que se haya salido de la nave (seguro que nos vamos a acordar). Claro que no nos dicen que no nos podemos llevar la máscara de oxígeno cuando estemos saliendo del avión.

Después de que nos dan las instrucciones en dos idiomas (como para machacarnos bien), no volvemos a saber de la tripulación hasta que una voz por el altoparlante nos da las gracias por haberlos escogido (¿acaso había otra opción?) y decirnos que hemos alcanzado la altura y velocidad de crucero. Gracias, justo lo que necesitaba para tranquilizarme, ahora sí que no hay escapatoria.
Siempre me ha parecido que los que no les tienen miedo a los aviones son unos inconscientes. Y pensar que hasta hay gente que disfruta volar o que es capaz de dormirse en un avión. Deben tener la conciencia mucho más tranquila que yo. Porque piensen lo que es montarse en un avión. Una se entrega de la forma más sumisa a una persona, el piloto, a quien nadie ha tenido la gentileza de presentarle. Ni siquiera nos dejan verlos, olerlos o hacerles algunas preguntas antes de poner nuestras vidas en sus manos a 33,000 pies de altura, en un aparato que, a pesar de todas las leyes físicas y matemáticas, entre pasajeros, equipaje, fuselaje y combustible pesa no sé ni cuántas toneladas.

No obstante, jamás he desperdiciado una sola oportunidad de montarme en un avión por miedo y he tenido la grandísima fortuna de haber viajado bastante por el mundo y de no haber tenido nunca el más mínimo percance en un avión, salvo una vez: cuando fui a Cuba.

Después de una maravillosa y emotiva semana, regresaba a Puerto Rico con Sofía Cardona, mi amiga y compañera de viaje, con las maletas vacías y el corazón lleno. El avión despegó puntualmente en un día despejado. Pero antes de alcanzar la altura de crucero, noté que dejamos de subir y que, de pronto, el sol entraba por las ventanas del lado opuesto del avión. Al cabo de un rato, el sol estaba entrando por las ventanas de mi lado. Aquí pasa algo. En efecto, al cabo de unos minutos, salió la compañera asistente de vuelo con una gran sonrisa y nos informó que el radar meteorológico se había dañado y que teníamos que regresar.

Silencio sepulcral, aydiosmíos, oraciones, murmullos y yo, haciendo un esfuerzo por emular la elegancia materna, bajo la vista y me muerdo los labios. No nos lo dicen, pero tenemos que consumir el combustible antes de aterrizar; es decir, dar vueltas y vueltas durante dos horas y media, al cabo de las cuales aterrizamos nuevamente en La Habana. La compañera azafata nos dirigió hacia la puerta y nos despidió uno a uno mientras salíamos del avión. A pesar de mis esfuerzos, debía estar tan pálida y desencajada, que la compañera me preguntó: ¿Y por qué te asustaste, no viste que yo estaba de lo más sonreída? Y yo sólo atiné a contestarle: Compañera, gracias, pero en las películas, ellas siempre sonríen antes de que se caiga el avión.

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