lunes, 22 de septiembre de 2008

Del horóscopo y sus efectos


Por Sofía Irene Cardona


Si quiero por las estrellas saber, tiempo, dónde estás, miro que con ellas vas, pero no vuelves con ellas.
-Luis de Góngora

Estaba de moda la canción de Aquarius. Mi hermana participaría en un desfile al son de esa tonada y le mandaron a hacer un traje largo dorado como de sirena terreste y un peinado altísimo como una colmena de abejas. Iba como reina de un signo (¿virgo, cáncer?), por invitación de uno de nuestros primos riquitillos, a una actividad popof del Club Rotario. Llevaba un portaestandarte dorado y escarchado que la hacía lucir, sumando traje y moño, como soberana de las estrellas. Qué fácil es ver glamur a los ocho años. Qué divertida fue la era de acuario.

Esa fue la ocasión en que conocí los signos del zodiaco. Mi hermana era virgo, me informaron, yo piscis. Empecé a encontrar horóscopos en todas las revistas femeninas que caían en mis manos y pronto descubrí que también lo publicaban en el periódico El Mundo, en una discreta columna, alargada y perpetua como debe ser una carta astral. Tardé un poco más en enterarme de que se trataba de una actividad milenaria y de que importantes mandatarios de todos los tiempos se la habían tomado muy en serio. Todo esto sucedía cuando aún Walter Mercado era el adivino absoluto. Desde entonces, sin embargo, repasé mi horóscopo con bastante indiferencia, hasta el otro día, en que me enfrenté, por primera vez, al rigor de los astros.

“¿Que tú eres piscis?” Corearon al unísono dos amigas con las que almorzaba, cuando respondí, sin mucho entusiasmo, la pregunta habitual de clasificación astrológica. Su incredulidad no tenía límites, a juzgar por los cuatro ojos, redondos como platillos. Según su sentencia unánime yo era una perfecta capricornio. Confieso que en el momento me confundió el vocablo (¿por qué me insultan?) y luego me inquietó mi falta de correspondencia con los designios astrales.

Atragantándome discretamente el bocado, pensé que de alguna forma mi comportamiento retaba a las más altas potestades y corría peligro. Algo raro me sucede. Por otro lado, me sentí halagada. Anjá, entonces no soy tan predecible como me achaca mi prima. Desafío los designios celestiales. Bravo. Soy una mujer misteriosa. Siempre he querido ser una mujer misteriosa, pero mi aplastante sentido del ridículo no me lo permite. Como quiera, decidí investigar un poco más de tan encumbrado asunto.

Pues bien, ya se sabe que el horóscopo es un método de adivinación fundamentado en la posición de los astros en el momento del nacimiento. Averigüé que el término deriva de oros, horizonte, y skopeo, examinar. De manera que el sabio, acomodado cerca de la partera, tan pronto escucha los primeros berridos de la criatura, sale de la choza a examinar el horizonte. Entonces, proclama. Ante tan abrupto y arbitrario método de predestinación, me sorprende la cantidad de personas que se toman muy en serio su carta astral.

Dicen los que saben y editan las páginas de la Wikipedia que la creencia en la efectividad del horóscopo se potencia por un fenómeno psicológico por el cual las personas privilegian las coincidencias. Allí dice: “La vaguedad, unida a la alta probabilidad de las supuestas predicciones, permiten un índice de aciertos bajo, pero lo suficientemente alto para que funcione el mecanismo psicológico descrito”. Será por eso que, según se cree popularmente, las mujeres somos las más habituales consultoras del horóscopo.

Me intriga la idea generalizada de que es una obsesión femenina. ¿Será verdad? Es cierto que no falta en ninguna revista mujeril una sección astrológica, pero es perfectamente comprensible, pues la lectura zodiacal se apoya en la noción del ciclo continuo de las cosas y las criaturas femeninas somos más propensas a creer en el regreso de los cultivos, la ruta de las nubes, los malos humores y el periodo menstrual. Sin embargo, la historia indica que ha sido una obsesión que rebasa el género. Para muestra, un botón. Ya en el siglo XVII un poderoso conde, Albrecht von Wallenstein, encargó nada menos que al astrónomo Johannes Kepler el cálculo de las órbitas de los planetas con el exclusivo fin de determinar las influencias planetarias sobre su destino. Cuenta la historia que el pobre Kepler murió sin ver un centavo, pues el magnífico aristócrata se hizo el loco y jamás le pagó los honorarios por las célebres Tablas Rudolfinas. A saber qué cosa terrible leyó el Conde en su futuro que provocó tal severidad.

Un siglo antes los europeos habían encontrado en México los trazos de otro tiempo, un disco de piedra que contenía el calendario secreto de los aztecas. Se descubrió que con aquella misteriosa rueda, marcada con signos de animales, vegetales y emblemas sagrados, los oficiantes leían, como cualquier otro astrólogo hijo de vecino, mensajes cósmicos, predicciones y cartas astrológicas, en las profundidades de los cielos. Ya ven, las más diversas criaturas varoniles de la historia, han consultado los astros, para no hablar de los griegos, los romanos y los estrelleros de las cortes medievales.

Para continuar saciando mi curiosidad en clave globalizada, busqué información sobre mi horóscopo según el calendario chino. Mi signo es el del tigre y resulta que también en China soy, como cualquier pisciana, sensible, valiente y testaruda. Algo de verdad habrá entonces, le informaré a mis amigas. Además dice que me llevo bien con los caballos y los perros, mal con los monos. No tengo familiares ni conocidos, que yo sepa, que pertenezcan a ninguno de estos signos. Sin embargo, gente por ahí habrá que sea caballo, perro y, sobre todo, mono, pues, según averigüé, son adecuados para cualquier tipo de trabajo y posiblemente me tropiezo con alguno todos los días.

De vuelta a casa, descubro en el periódico de hoy que el horóscopo incluye también la comparación con astros de carácter terrenal. Si, como pensaron mis amigas, yo fuera capricornio, debería ser fría, dura y fiel a mis compromisos, como Ava Gardner. Sería en ocasiones extremadamente distante, aspiraría a la mejoría social e insistiría en que cada cosa estuviera en su sitio.

Ahora que lo pienso, me preocupa que me hayan visto de esta manera, pero la verdad es que, según las estrellas, comparto el destino con los ilustres piscianos Elizabeth Taylor y Albert Einstein. Qué alivio. Me catalogan de sensible, mutable y amante maravillosa. Caramba, qué interesante soy. Me encanta ser piscis. Hoy iré por el mundo sandungueando de lo lindo, aunque eso de que “cuando surgen problemas pienso que se resolverán por sí mismos y dejo que el tiempo los arregle” es mentira podrida. Ahí me parezco más a Ava Gardner, lo confieso. Pero bueno, el horóscopo también asegura que soy presa de cierta inseguridad o indecisión. Ya ven, hasta indecisa soy en cómo soy, a qué signo correspondo. Así que habrá días en que me imponga sobre las estrellas celestiales y terrenales y amanezca hecha, como perciben mis amigas, toda un capricornio. En esos días, cuidado, no respondo por mí, el orden del universo se habrá trastocado.

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