lunes, 22 de septiembre de 2008

De algunas ventajas de ser invisible y otras cositas que jamás fueron carpeteadas


Sofía Irene Cardona


“Eres transparente”, me dijo casi con pena. “No puedes ocultar nada.”
Me deshice ante esa declaración. Yo que anhelaba tanto ser misteriosa. Qué interesantes y atractivas parecen las mujeres silenciosas. A nadie se le ocurre que tras ese velo de mutismo se esconda un monumento a la tontería. Por favor, alguien que tome pronto una foto en blanco y negro, una de ésas en las que todas parecemos glamorosas: los ojos semicerrados por el humo del cigarrillo, tez uniforme, sin imperfecciones ni cicatrices, tal vez un coqueto lunar a un lado de la cara. La onda del cabello oculta mitad de la cara y luego cae sobre los hombros. La mano se coloca en un gesto delicadamente suspenso. El aura de lo femenino, eso que imitan con lentejuela, tacón y eyeliner los afanosos trasvestis, gravita sobre esa imagen. Al menos eso pensaba yo a los catorce años, cuando me declararon completamente legible y concreta. Ahora que el tiempo ha velado o develado los secretos de muchas mujeres conocidas, ahora que es mejor ser saludable que interesante, el misterio me tiene sin cuidado. Lo juro.

No es que lo encuentre frívolo, nonines. Lo que sucede es que con los años me he puesto vaguísima y para el misterio hay que pasar mucho trabajo. Duelen los pies, pican los ojos, es carísimo. Además sucede que, para colmo, hace tiempo descubrí que todo esfuerzo es inútil pues, en efecto, mi aspecto es absolutamente común. No cualifico para mujer misteriosa. Me parezco a mucha gente. Toda la vida he tenido dobles. Me parezco a mis hermanas, a mis primas, a mi padre, a mi abuela y su comadre. En mi niñez me confundían con mi hermana, en los años universitarios con varias de mis amigas, en mi trabajo con alguna colega, en el edificio con la vecina del tres. Ando dispersa por el mundo. Como diría mi madre, me hicieron y no rompieron el molde.

De este defecto aparente, tan distante de la cachendosa imagen de mujer misteriosa, he descubierto, sin embargo, y para mi consuelo, una gran ventaja. Tengo la facultad de pasar completamente inadvertida. ¡Tatán! Hubiera podido ser una estupenda espía.
Esto se hizo patente durante mis años universitarios, en pleno furor carpetero. A pesar de haber asistido a los mismos embelecos, gritado las mismas consignas y repartido las mismas hojas sueltas que muchos fichados, nunca merecí carpeta de subversiva. Ni una flaquitita. Pero me consuela saber que mi hermana, que, como Tati, Puri y la de más allá, temió calentarse en sus años universitarios, tampoco tuvo el honor de llamar la atención de los esbirros del Imperio. Claro que mi hermana, ya lo he dicho, se parece a mí, y tal vez por eso sufra del mismo desorden de identidad.

A mi padre, a quien también me parezco, sí que le hicieron una, bien delgadita, pero valga decir que fue a última hora durante la huelga universitaria del 1981. Los federales ni se habían fijado en él, a pesar de que llevaba décadas dictando la cátedra de ruso en plena Guerra Fría. Como tenía el pelo blanco y vestía chaqueta y corbata, los camarones no lo perdían de vista. Ese hombre habla en lenguas, jmm, debe ser peligroso. ¿Que nunca ha militado en partido alguno, que sus únicas obsesiones, fuera del ámbito académico, son los palos de aguacate y las abejas? Del agua mansa líbreme Dios, velémoslo. Se dispusieron a investigarlo y alborotaron el barrio preguntándoles a los vecinos sobre el enigmático señor que escuchaba música en lengua extranjera a altas horas de la noche. Tal vez este amante de la ópera ocultaba, bajo sus inclinaciones artísticas, el susurro siniestro de la conspiración. El problema era que no recibía muchas visitas ni daba otros paseos que no fueran los que hacía de la casa al trabajo y viceversa, así que, me imagino, los guardias perdieron pronto el interés. Igual, con el despiste que traía siempre, el profesor saludaba amablemente a los conductores del sospechoso carro estacionado frente a su casa. Tal vez los espías interpretaban su cortesía como desafío a la autoridad o, finalmente, cobraban conciencia de la inutilidad de su absurda tarea.

Ahora, a la distancia, resulta casi graciosa esa carpeta. Delgaducha, muy poco enjundiosa, lo más interesante que describe de las actividades de mi padre es su lectura, en una sala de espera, de El capital, y en ruso. Cabría preguntarse sobre las dotes lingüísticas del informante. En ruso sería, sí, pero seguramente era un libro de gramática, pues dudo que tuviera ninguna obra de Marx en su biblioteca, ni siquiera en alemán. Posiblemente ese día aprovechaba la ocasión para repasar las lecciones que, por andar en aquellos trotes, no daría. El espía reconoció el ruso, los rusos son comunistas, los comunistas leen a Marx, ergo, el sospechoso lee El Capital. ¡Carpeta! Elemental, mi querido Watson. El policía tomó nota y allí quedó para la historia, mi padre leyendo a Marx, en ruso. Al menos ese episodio resulta pintoresco, el resto son disparates inventados por los chotas del barrio y una hoja que declara la escasa peligrosidad del sujeto investigado que, de alguna forma les constaba, no portaba armas.

Yo, en cambio, como he dicho, sólo aparezco de personaje muy secundario, casi de extra, en un episodio de la carpeta de mi marido, un compendio de informes aburridísimos sobre la vida estudiantil de finales de los setenta: que si vendían donas, que si discutieron tal panfleto, que si hicieron guardia en el periódico. Dos tomos de informes zonzos y aburridos, y eso que uno de los concurrentes a dichas reuniones era el ya legendario González Malavé. Para colmo, yo figuro con uno de mis nombres equivocados, como una tal “Sonia, la novia de Alberti”. Me pregunto qué provocó el incipiente interés del policía, suficiente para nombrarme en el informe de uno, pero no tanto como para abrirme a mí también, una carpeta como Dios manda. No, no, ésta sí que es una mosquita muerta, no vale la pena el esfuerzo. A menos que Sonia sea otra de mis dobles y, más notable que yo, tenga carpeta aparte. Jmm.

Pero nadie se llame a engaño. Lo que sucede es que soy invisible. Sencillamente, no me ven. Tengo la facultad de parecerme a mucha gente, un buen truco para pasar inadvertida, fácilmente confundida, olvidada. Mire mi foto en la esquina. ¿No le recuerdo a alguien? ¿ No cree que me conoce de alguna parte?

Es una pena que careciera de voluntad conspiratoria, porque seguramente hubiera podido ser una excelente Mata Hari. Jamás de los jamases la policía me hubiera descubierto. Ni los federales hubieran podido conmigo. Cuando, al pasar del tiempo, descubrieran mis valerosas proezas, mi silueta en blanco y negro a través del humo del cigarillo, tan silenciosa, sin duda alguna, les hubiera parecido la de una mujer misteriosa.

No hay comentarios.: