lunes, 22 de septiembre de 2008

De macacoas cibernéticas y otros tormentos


Aurora Lauzardo

No soy lo que se llama por ahí un ave madrugadora. Mis mañanas siempre han sido difíciles. Todo comenzó el día que nací. Fue a eso de las 5 de la mañana, sí, casi como el poema de Lorca, a las cinco en sombra de la mañana, y a esa hora, me sacaron de donde estaba yo tan cómodamente dormida, me prendieron la luz, me dieron una nalgada y me echaron agua por la cabeza. Qué abuso. Desde entonces, madrugar me causa un gran desasosiego.

Para aplacar ese desasosiego, trato de levantarme cuando ya ha salido el sol, no me peso para no angustiarme, me lavo la cara y me encamino hacia a la cocina en la dulce y callada compañía de mis perros, me preparo un cafecito y miro mi correo electrónico. Mis amigos siempre me escriben alguna notita simpática o me envían fotos divertidas y la agenda de Google me anuncia las actividades del día. Nunca miro el periódico a esa hora para no arruinarme el día.

Pero hay mañanas, como la de hoy, en que me despierta el estruendo del camión de la basura a las 5 en sombra de la mañana y ya no puedo conciliar el sueño. Mal augurio… Hago mi ritual matutino y, mientras bato el azúcar del café, trato de convencerme de que todo estará bien y que no ocurrirá ninguna catástrofe. Entonces, abro mi correo electrónico y ¿qué me encuentro? Una cadena!! Y además, la envía mi querida amiga Carola García con un “sorry” bastante poco arrepentido. No puede ser. La abro, no la abro, la abro, no la abro. No la abro, no, no y no. Pero el gusanito de la curiosidad se contonea seductoramente ante mis ojos, como se debió contonear la serpiente mala que tentó a la pobre Eva en el paraíso. Sucumbo. La abro. Después de una longaniza de nombres de destinatarios a quienes imagino en el duro trance en que me encuentro, aparece una imagen, bastante fea, por cierto, de Krishna y Radha en un pabellón y, al calce, la siguiente advertencia: “El Presidente de Argentina recibió esta foto y lo llamó correo basura. A los 8 días su hijo falleció. Un hombre recibió esta foto e inmediatamente envió copias. Su sorpresa fue ganarse la lotería. Alberto Martínez recibió esta foto, se la entrego a su secretaria para que hiciera copias pero se le olvido enviarlas. Ella perdió su empleo y el perdió su familia. Esta foto es milagrosa y sagrada, no olvides enviarla dentro de 24 horas a 20 personas. No olvides enviarla y recibirás un sorpresa grande.!!”

Como diría mi santa abuela, no hay derecho. De verdad que no. No basta con que vivamos en un perpetuo estado de susto: susto cuando le echamos gasolina al carro y vemos que 20 pesos no dan para llenar ni medio tanque; susto frente a la cajera del supermercado, aún después de someter el carrito a dos o tres evaluaciones rigurosas de estricta necesidad; susto al cruzar la calle, incluso en el paso de cebra, de que un conductor distraído nos atropelle con todo y perros; susto de que no nos llegue nunca el reintegro de Hacienda; susto de que nos obliguen a ponernos un microchip; susto de que venga un ciclón o un tsunami o de que tiemble la tierra; susto de que construyan una torre de apartamentos al lado de nuestra casa; susto de que quiten el IVU y lo vuelvan a poner; susto por el tapón, la violencia, la insolencia de nuestros políticos, por el resultado de las elecciones de noviembre; susto por el calentamiento global; en fin, susto hasta de morirnos de repente, como dice la canción, sin haber hecho lo suficiente.

Y como si no fuera bastante, para sacarnos aún más de quicio, nos envían correos electrónicos truculentos, nos echan a perder un viaje advirtiéndonos que hay unas arañas muy venenosas que se esconden en los inodoros públicos, nos crean falsas expectativas de que Bill Gates nos enviará un cheque de 250 pesos o que el verdadero amor tocará a nuestra puerta si reenviamos un mensaje a 15 personas en una hora; o, peor aún, nos amenazan con pérdidas, muertes y toda suerte de desgracias, incluso con el tormento eterno de nuestras pobres almas pecadoras, si rompemos la cadena.

Y yo, que trato de ser racional, como mi compadre, el Dr. Calderón, que es psiquiatra y una persona muy racional, hago todo lo posible por sobreponerme. No voy a reenviar el mensaje. Me niego a participar de la necedad globalizada. Me niego a arruinar la imagen a la que aspiro de mujer inteligente que no cree en supersticiones (bueno, salvo la de que las orquídeas traen mala suerte, por respeto a mi abuelo, y, bueno, la de echar la sal que se derrama con la mano derecha por el hombro izquierdo, por respeto a mi abuela, y, bueno, también la de no prender un cigarrillo con una vela para que no muera un marinero, por respeto a mi padre, pero hasta ahí, que me he superado mucho desde que salí del colegio de monjas).

Recurro a la indignación para contrarrestar la aprehensión. Me dan ganas de llamar a Carola y decirle cuatro cosas, entre ellas, que no la perdono. Pero también aspiro a ser tolerante con el temor ajeno. La perdono y me pongo a trabajar, bebo café descafeinado con extracto de ganoderma para calmar los nervios, doy un largo paseo con los perros, converso con los vecinos como si no pasara nada. Pero la bendita imagen de Krishna con la flauta se queda reinándome todo el día y pienso en el pobre Alberto Martínez y su desdichada y olvidadiza secretaria, a quienes me siento virtualmente hermanada. Recurro a la artillería pesada: rezo la oración del Espíritu Santo y hasta le prendo una vela a la Virgen de la Caridad del Cobre. Pero ahí está la espinita… Vuelvo a mirar mi correo electrónico, vuelvo a abrir el mensaje. El botón de Reenviar me luce más grande y brillante que el de Borrar. Mi dedo índice coquetea con el ratón. Cierro el mensaje. Recuerdo el dicho gallego: yo no creo en las brujas, pero de que las hay, las hay. Vuelvo a abrir el mensaje. Repaso mentalmente los contactos que serían capaces de perdonarme en caso de emergencia. No llegan a 20 ni de broma. ¿Y si se lo reenvío 20 veces a Carola? Eso apenas serviría de atenuante a la macacoa. Por suerte, aún me queda un par de horas para decidirme. Reenviar o Borrar, ése es el dilema. Ése y ¿quién diablos será Alberto Martínez?

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