viernes, 10 de octubre de 2008

I can't take it anymore


Mari Mari Narváez

“La guerra cotidiana con las palabras no respeta fronteras”.
-Gabriel García Márquez


-“Me llaman en un momento en que I don’t know what to do”.
-“Él es una persona like soooo cute”.
-“I couldn’t even move, estaba super enferma”.

Pensé que era un fenómeno exclusivo de esta joven que me hablaba siempre de prisa, siempre con gran expresividad. “Está un tanto confundida”, pensé. “Ve demasiado cable”.
Pero luego me fijé un poco más en mi alrededor y me di cuenta de que no sabía en qué país estaba viviendo. No sé por qué rayos pero en los últimos meses me ha tocado conocerlos: son muchos y muchas los seres que han insistido en hablarme esa mescolanza para detrimento de mi hígado. Hasta en el periódico han salido testimonios de personas hablando en ese Spanglish insolente. Y no, no se trata de gente que se ha criado en Estados Unidos o que son hijos de un padre anglosajón. Tampoco de aquellos que han vivido o estudiado largos periodos en Estados Unidos. Eso era lo que yo creía pero mi pequeña investigación me ha revelado que es gente de aquí, de aquí como el coquí.

¿No se suponía que aquel intento a principios del siglo XX de imponer el inglés había fracasado estrepitosamente?
No soy una purista del idioma. Hay cosas que me parecen muy naturales, entre ellas, el empleo cotidiano de alguna que otra palabra del inglés, un idioma al que nos exponemos constantemente.

Los errores gramaticales tampoco me irritan tanto como a otros colegas. Para una persona que vive de la escritura, es inevitable andar por la vida al acecho de esos errores. Imperceptibles o abrumadores, una siempre anda con la extraña ilusión de que nunca es demasiado tarde para corregirlos. No se puede evitar. Si se está en un restaurante, se editan mentalmente los menús. En la carretera, nos regocijamos alterando los letreros con imaginación. Aunque hay bastantes errores en los rótulos del Estado, los más imaginativos son los letreros sencillos de la gente que vende todo tipo de bebidas y alimentos a lo largo de las carreteras.

Hay algo de tristeza en eso de ver las faltas ortográficas por todas partes porque una se da cuenta de que la educación formal aún es un fenómeno exclusivo en este país. Pero, de veras, no me parece tan grave lo primero. Aunque puede causar una cierta dificultad al receptor, una palabra mal escrita no desvirtúa el mensaje cuando existe la voluntad de comprenderlo. El contexto y el medio son tan importantes y reveladores como el mensaje mismo.

Lo que sí es verdaderamente trágico es la trivialización del idioma; ese modo sistemático en que se viene a menos, no por mutación natural o por folklor sino por la dejadez, que es el primer síntoma del desamor.

Estas personas -casi siempre jóvenes o jóvenes adultos- que me hablan mitad en inglés y mitad en español, no lo hacen por necesidad. Saben hablar ambos idiomas. De hecho, tienen altos índices de escolaridad. Y sin embargo, prefieren quebrantar el vernáculo, que es el único que se quiebra cuando el otro se impone. Es decir, hablan en mescolanza por decisión, y me temo que ese es el verdadero peligro: son personas, puertorriqueños y puertorriqueñas, que no han aprendido a amar su lengua, y posiblemente tampoco han aprendido a amar en su lengua.

Tengo decenas de notas sueltas sobre el español. Siempre digo, por ejemplo, que los sinónimos son una ilusión. No hay uno que valga cuando sólo una (esa) palabra ocupa un espacio en el silencio hasta romperlo. Es en su ruta hacia el ruido que cobra vida, y logra, no sólo romper el aire con su sonido o el espacio en blanco con su aparición, sino todo cuanto pueda hallar vulnerable a sus alrededores. Sólo por eso es posible herir sin levantar las manos, ni siquiera demasiado la voz.

El mismo fenómeno ocurre con la traducción. En mi vida, sólo los amigos que hablan español han podido conocerme profunda y esencialmente. Por más amor y empatía que hayamos creado, nunca he podido develarme con integridad ante buenas amistades en otro idioma. Es ahí cuando una se percata de que el idioma es más que expresión: es unión íntima, es desahogo y es también libertad. ¿O acaso no es la palabra nuestro instrumento más cercano de liberación? Sólo hay que conocer las letras, sus significados en conjunto y saberlos dibujar o articular. Ni siquiera hay que colocar bien los acentos, los puntos ni las mayúsculas para sentir la libertad en una expresión que a veces puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte.

Ese alcance tan hondo de nuestro idioma, ese estudio incandescente que evoca un solo puñadito de letras, debe ser una de las razones más grandes para quererlo, para defenderlo. Y no hablo de una defensa política, legislativa ni judicial. El Estado, como la Real Academia, siempre está en la retaguardia de todo cuanto lo convoca. Hablo de una defensa de vida. Por las vías que sean necesarias, asegurarnos de que todo el mundo tenga la herramienta liberadora de su palabra, tanto en su forma oral como en la escrita; Una especie de derecho a la pertenencia de un vocabulario íntegro, de una manifestación colectiva y personal; Un vocabulario que, por tanto, sea amplio, flexible, muchas palabras son muchas ideas. Una lengua que, sobre todo lo demás, sea nuestra, únicamente nuestra: de nuestros antecesores, de nuestros hijos, de sus biznietos. Un idioma que nos permita seguir estudiando nuestro pasado y nuestro presente por siempre, para que nuestros descendientes nos lleguen a conocer, o por lo menos a comprender, y puedan negarse a repetir nuestros errores o decidir lanzarse río abajo en busca de las soluciones que nunca logramos.

Pero entonces, justo cuando estoy endosando mi pacto de amor con el español, vuelvo a escucharla allá en el fondo como un eco incesante. “Fulana, I really don’t get it”. “Por favor, me puedes ayudar aquí con este little problem?”.
Ahí es que yo me lo repito una y otra vez: “I can’t take it anymore!”.

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