viernes, 28 de mayo de 2010

El dulce encanto de ser una chica Almodóvar


Mari Mari Narváez

Obviamente es un trabajo muy solitario el de la escritura. Y sin embargo, nadie nunca escribe una novela, un relato, un guión completamente solo. Porque siempre están los personajes, e incluso antes que ellos, está el cúmulo de gente y de vivencias que lleva a un escritor a crear a esas personas que, siendo ficticias, no lo son.

De primera instancia, alguien, un escritor o escritora, los quiso tanto, o acaso los necesitó lo suficiente como para crearlos. Eso, unido al milagro del lector que -sin saber cómo ni por qué- se ve irremediablemente seducido por esa creación casi incorpórea, ya es suficiente para que tengan vida, incluso a veces un cierto cuerpo imaginario, una manera mental de ocupar un espacio.

Sin embargo, lo más bello de los personajes del cine es que son aún más carnales: existen dos veces porque poseen un cuerpo material. Y más que un cuerpo, poseen una manera de andar, de manifestar su ansiedad, de ocultar su inseguridad. Ahí reside otro misterio. Con la llegada de un buen actor, ese pedazo de vida que ya existía se vierte, se expande, se manifiesta.

Recuerdo lo que dijo Pedro Almodóvar cuando estrenó su penúltima película, Volver, para mí, de sus mejores: “Yo escribí a Raimunda, pero Penélope le dio vida. El modo de andar es suyo, las lágrimas también, y el escote, el corazón, la fuerza animal del personaje y su extrema vulnerabilidad. Y yo le estaré siempre agradecido, y mi tía y mi abuela también, porque las dos se llaman Raimunda”.

No soy fanática febril del director manchego pero muchas de sus películas me han conmovido, se me han atravesado en el buen sentido. Además, personalmente provengo de un universo muy femenino que identifico irremediablemente en sus personajes de mujeres.

Debo admitir que la Raimunda de Penélope Cruz, al igual que su María Elena, de Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen) es de mis mujeres contemporáneas favoritas. Y lo digo así adrede. Porque no son sólo un personaje. Existen. Yo las he visto a ambas en tantas otras mujeres.

En María Elena, sin lugar a dudas, está mi hermana Marysol, homicida en potencia, antropófaga, visceral hasta cuando come, brillante y rabiosa, patológicamente insegura.

En Raimunda está Paula, dispuesta literalmente a todo: a escribir un bellísimo relato sobre un cura enamorado que la seduce tocándole guitarra o a montar un negocio de transportación de camiones para sobrevivir en un país completamente desconocido. Paula -como Raimunda y todas esas actrices de las películas italianas de los años cincuenta- madre de todos siempre, hasta el último respiro.

En Raimunda también está Sherley, que cogía siete guaguas diarias con sus nenas y pasaba meses sin agua y sin luz pero nunca dejó de vestirse y maquillarse ni de hacerles chistes y guiñaditas a los clientes más guapos del banco. Están mis hermanas Rosi, Teresa, Inés, mi amiga cubana Mileidis, Wanda, Trista, Ale, todas expertas resolviendo, apaciguando, unificando, sacando pecho como la propia Raimunda. Mi madre, mi tía, mi abuela, las madres de mis hermanas, Carmín, Carmen Ortiz, Alida, todas madres adoptadas, todas defendiéndome con uñas y dientes de las inclemencias de la vida, todas pujando su poquito para que siga pa’lante. Mi tocaya Mercedes (Titi Mer), tía de mi marido, siempre militante y compulsiva en el acto de alimentarme.

En la sensualidad cabal de esas dos mujeres, Raimunda y María Elena, en su dignidad tremenda y en su temeridad, están prácticamente todas las mujeres de mi vida. Y en última instancia, no sólo en ellas sino en todas las demás que también salieron del cine y de la literatura y también son mis favoritas. A vuelo de pájaro, la Teresa de Kundera y de Juliette Binoche, la Blanche de Vivian Leigh, las mismísimas Clarice Lispector, Viginia Woolf, Anjelamaría, Julia. La Matilde de Cristina Rivera Garza y la Melissa Perkins de Sofía Irene; la escritora obsesiva de Vanessa Vilches en su Fe de ratas y la Mujer de rojo sobre fondo gris de Delibes. La Sarah Pierce de Kate Winslet, la ‘Puchi’ de Jennifer López, la Margot de Nicole Kidman y la Alma de Michelle Williams. La Mary Lee de Monique, la mujer con boca de vodka de Rafah Acevedo.

En cada una de esas no sólo están las mujeres de mi vida sino también estoy yo. Esencialmente yo. Y lo más extraño, y al mismo tiempo lo más natural, es que hasta tengo la duda de si estuve en ellas desde siempre o acaso me fui incorporando según cada una iba haciendo su gran acto de aparición ante mis ojos, ante mi vida.

Tengo la extraña manía de devorarme las entrevistas de actores, escritores, directores, diseñadores de moda y traductores. Las buenas entrevistas siempre tienen un clímax dramático, aparte de breves golpes emocionales que se van enfilando para dar paso a uno final y contundente. Cuando, en esta entrevista que he tomado de ejemplo (realmente es una carta a un periodista) Almodóvar cuenta lo siguiente, yo siempre termino muy conmovida: “La escena en que van a ver a su tía Paula, cieguecilla y muy torpona la pobre (inmensa, como siempre, Chus Lampreave), fue la primera que rodamos. Una vez en el comedor, cuando Raimunda reparte los barquillos y ella misma empieza a comerse uno, parte de ese azúcar se le cae mientras come y Penélope, convertida ya en Raimunda, limpia el azúcar que cae en la mesa con el dorso de la mano, sin dejar de decir el texto de la escena. Yo no le había marcado eso pero cuando vi que lo hacía de motu propio sentí la primera de tantas emociones que el rodaje de 'Volver' me depararía durante meses. Ese detalle, aparentemente banal, distingue a una actriz que está haciendo el personaje de otra que es el personaje, y que se ha fundido con él de un modo indisoluble”.

En ese momento, desde el lugar de mi conmoción, yo me digo: en todo caso, de qué sirve dilucidar el misterio de si ellas llegaron a mí antes que yo a ellas. Si, total, estamos todas fundidas de un modo indisoluble.


1 comentario:

Borincano dijo...

Tenemos gusto muy similares, las mujeres de las que escribes y tu forma de escribir. Gracias por compartirte.