domingo, 22 de abril de 2012

La tentación constante del melancólico profesor

Sofía Irene Cardona

Una vez tuve un profesor atravesado por la melancolía de quien siempre sospeché ciertas aspiraciones literarias. Así le llaman algunos al afán secreto por ingresar en el círculo apretadísimo de las letras.

Era un profesor desinflado. Había sido muy gordo y muy enérgico y, dicen los que lo conocieron trescientas libras antes, de mejor humor. Al parecer, el médico le recetó un régimen de vida o muerte y con la manteca perdió también la risa. Fue entonces que le dio con escribir, porque la pérdida de peso llegó acompañada de una pérdida de vigor juvenil y, tan lejos de su país, no le quedó más que soñarlo. Así que siempre estaba triste.

Caminaba por los pasillos balanceando la ceniza de un cigarillo que cargaba como cirio procesional mientras se desplazaba de oficina en oficina en misteriosas gestiones que debían más a su ansiedad que a verdaderas necesidades. Yo creo que, en realidad, mataba el tiempo para llegar a su hora de almuerzo, aunque el banquete fuera invariablemente una lata de atún con galletas y un puñado de pasas.

Afilaba todos los lápices con la misma angustia que paseaba su colilla y miraba a través de unos espejuelos de concha que casi siempre se balanceaban en la punta de su nariz, pero de vez en cuando le servían de diadema para su abundante pelo lacio. De más está decir que su recuerdo va acompañado del respeto y el cariño que todos sus estudiantes le profesábamos.

Así las cosas, Garriga, que así se llamaba, se encerraba por las tardes a escribir poesía. Muy pocos lo sabían con certeza, pero todos lo sospechábamos.

Sucede que Garriga, cuando hablaba de poesía se encumbraba y se encumbraba y nos trepaba con él a las vertiginosas nubes del lirismo hispanoamericano. Sólo alguien que ha vivido muy de cerca la poesía puede alcanzar tan altas cumbres metafóricas.

Allá arriba solía tropezar con las frases y confundirse de forma espectacular. En pleno éxtasis Garriga no distinguía las p de las b y las doble erres se le descosían en una sarta de lapsus que engordaban la antología de garrigazos que todavía hoy sus exalumnos rememoran divertidos. Eran geniales pero no los reproduzco aquí, porque desviaría la atención del asunto.

Me moría por saber qué poesía escribiría y un día me atreví a preguntarle. Después de todo, él apreciaba mi seriedad intelectual y seguramente me creyó cuando le prometí discreción absoluta. Garriga sacó de una gaveta de su escritorio un cartapacio azul prusia y me enseñó con aire confidencial sus obras completas.

Más bien se trataba de lo que restaba de ellas. Garriga había pasado tres décadas borrando y corrigiendo lo que había traído escrito de su país y le quedaban entonces sólo cuarenta y dos poemas brevísimos. Yo creo que fui la única privilegiada que accedí secretamente a los poemas de Garriga, pero seguramente él se los hubiera enseñado a cualquiera que se lo hubiera pedido.

Eran unos poemas alucinados que trataban de madrugadas y sombras, una oscuridad que se asociaba más a la distancia de la lucidez que a la cercanía de sí mismo. No creo que él pensara que eran la gran cosa, de otra manera los hubiera publicado (amigos editores no le faltaban), pero a mí me parecieron al menos dignos de ser vistos por otros ojos que no fueran los de las cucarachas.

Yo creo que Garriga sufría profundamente su afición a las letras, que hubiera sido más feliz si se hubiera entregado a su impulso creador. El pobre padecía resignado los avatares de la vida académica: la participación en comités, los tribunales de tesis, la asistencia a congresos, las reuniones de facultad. No había más que ver cómo arrastraba los pies los días de asamblea y la mirada de carnero enamorado que, en medio de las discusiones departamentales más memorables, Garriga le echaba al mundo a través de la ventana. Hubiera sido feliz en la biblioteca, atrincherado entre sus libros de Rubén Darío, con una resma de papel virgen y dos cajas de lápices afilados.

Yo recuerdo a Garriga con frecuencia, especialmente cuando debo corregir exámenes. Siempre hay algo mejor que hacer. Me acuerdo de libros que no he leído, de las historias que quisiera escribir, en fin, de las razones originales que me impulsaron a estudiar literatura. Hay veces en las que me escapo, aprovechando el despiste de uno de mis hijos, la fila del banco, la espera en el estacionamiento de la escuela, y escribo tonterías como ésta.

Sucede que hace dos meses me dieron la noticia de que Garriga había sufrido un derrame cerebral y estaba en coma. Lo fui a ver al hospital y lo encontré vagando como dentro de sí mismo, con el movimiento convulso de los que no despiertan jamás. Pregunté a su hija por los poemas, pero al parecer no sabía ella que su padre escribiera nada aparte de los memos de la oficina y las notas de sus estudiantes.

Desde entonces no he podido dejar de pensar en Garriga, pero sobre todo en lo que representa ser profesor de literatura: el gran placer de compartir una lectura, la mirada maravillada del estudiante que por fin entiende un intrincado razonamiento, el aspecto ávido del que desea explicar sus ideas, la tímida inteligencia del que nos ilumina desde su curiosidad.

Entonces entendí porqué Garriga insistía en encumbrarnos en la exégesis poética, porqué se obstinaba en hablarnos con rigor y claridad de las complejidades de Lezama, de la profunda simpleza de Martí, porqué se callaba inquieto a la espera de nuestros vacilantes comentarios. No hacía falta publicar sus cuarenta y dos poemas, porque Garriga publicaba todos los días su lectura. Para profesar la literatura, también se podía ser simplemente un profesor. Si Garriga despertara algún día, me gustaría decirle todas estas cosas y tal vez tendría el valor para preguntarle por sus poemas. Después de todo, el profesor, como solía decir él, también tiene su corazoncito.

Ahora que todos los que fuimos sus alumnos somos profesores, ahora que somos nosotros los que nos enredamos con las dobles erres, entendemos mejor la angustia y los paseos melancólicos de Garriga. Cuando nos avasalla la tentación de la literatura hay veces que nos resignamos a reproducir con nuestros estudiantes la avidez de otro menos melancólico que nosotros, que cedió al impulso y tomó el lápiz.

1 comentario:

Camila dijo...
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