domingo, 22 de abril de 2012

La despedida (casi una fábula)

Sofía Irene Cardona




Hay algunas personas que disfrutan la sensación de sentirse a salvo. Se topan con un accidente automovilístico en la carretera y, después de cerciorarse de que no hay ningún conocido, aceleran por el otro carril, aliviados de quedar intactos por la desgracia. Mi tía era una de esas personas hasta que pasó lo que pasó y que a continuación contaré.

Resulta que mi tía tenía tres hijas como tres soles, tal como las que aparecen en los cuentos: una grande, una mediana, una chiquita. Eran tres niñitas timoratas que jamás se metían en líos, pero como la prudencia no es suficiente para espantar los infortunios, mi tía siempre vivía en guardia, esperando la catástrofe.

En asunto de aviones mi tía era un caso antológico. Vivía aterradísima con los viajes aéreos de su parentela y cada vez que alguno de los suyos iba o venía, arrastraba a toda la familia a presentar sus penúltimos respetos, como si el viajero fuera a servir de bala de cañón. Allá iban mis primas, la grande, la mediana y la chiquita, tan avergonzadas como aburridas, a servir de parapeto a la angustia de mi tía.

Sus despedidas solían ser llorosas y solemnes. Ya todos conocían la ceremonia. Primero daba vueltas en silencio, mirando a lontananza, luego le daba los últimos consejos al viajero en cuestión, le echaba la bendición y culminaba el rito con un abrazo tan fuerte que dejaba los riñones estropeados. A manera de epílogo emprendía una sesión de discretos y melancólicos pucheros mientras el susodicho desaparecía en la multitud, cada vez más chiquito, cada vez más lejos de su aura protectora.

Cuentan que en el sesenta y ocho la mayor de mis primas decidió irse a estudiar a Los Ángeles para lo cual, evidentemente, debía tomar un avión. A mi tía no le quedó más remedio que atragantarse la angustia y, como solía, ir a despedirla al aeropuerto. Esta vez el asunto era distinto, pues una de sus polluelas alzaba, literalmente, el vuelo. Supongo que mil cosas pasarían por su mente: cómo encomendar su hija a los espíritus del aire, cómo asegurar la divina intervención en caso de desbalance o desperfecto. Lloró como una Magdalena, jirimiqueó y lagrimeó de lo lindo, pensando en el terror de la caída, en el susto de la distancia entre el cielo y el suelo, pero también en lo lejos que estaría ahora su muchacha, tan vulnerable ahora sin su protección.

Mi tía no podía evitar pensar, por otro lado, en el mundo que para entonces se revolvía asesinando presidentes, golpeando estudiantes, empujando multitudes con chorros de manguera. Era un mundo repleto de nombres impronunciables, de enemigos feroces, de ejércitos cubiertos de maleza y napalm. Su niña, tan inocente, tan empequeñecida en su condición femenina, iría a vivir sola a una ciudad llena de extraños. De cierta forma recreaba su mismo desamparo cuando llegó a Río Piedras veinte años antes con su maleta de cartón para ilustrarse en la Universidad. Tal vez por eso lloraba tanto esa mañana, porque lloraba por ella también, por los riesgos de crecer, por el tiempo jamás recobrado, por su propia fragilidad. En fin, estaba destrozada.

La gente miraba. Esto pasaba siempre. En la mente del público espectador, mi tía solía protagonizar alguna tragedia desgarradora con su expresión desencajada y aquel llanto tan lastimoso que sólo ella, y ninguna otra criatura mortal, producía en las despedidas.

En esas estaba cuando una señora se le acercó al verla tan compungida. Cuentan que la mujer también traía cara de pena. Le puso una mano delicadamente en el hombro, ya dispuesta a unirse al cuadro de virgen dolorosa, le buscó los ojos con la mirada y le dijo muy suavecito, como si le hablara a una niña perdida:

- ¿Qué? ¿Al suyo también se lo llevan?

Todos los que estaban a su alrededor desaparecieron como por encanto. Mi tía volvió a hundir la cabeza en el pecho y dejó de sollozar. La imagen de su muchacha, perdida en las calles de los Ángeles se le confundió tras las imágenes selváticas del noticiero de las cinco. No tuvo valor, sin embargo, para desmentir a la otra doña, de manera que ambas mujeres, una con verdadero dolor y la otra con no menos verdadera vergüenza, terminaron llorando abrazadas por los hijos que les llevaban a Vietnam.

Luego mis primas fueron y vinieron muchas veces hasta que se fueron quedando una a una por allá, la grande, la mediana y la chiquita, cada cual con su vida accidentada, difícil a veces y casi siempre afortunada, como en los cuentos. Mi tía nunca dejó de ir a despedirlas y recibirlas al aeropuerto cada vez, tampoco dejó de velar el peligro en todas las ocasiones, pero jamás, jamás, volvió a llorar en los aeropuertos.

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