
Trastorno al orden habitual de las cosas. Aquí, Ana Teresa, Mari, Sofía y Vanessa piensan y escriben desde su mejor subversión. O travesura. A veces desde la indignación. O la obstinación (emoción, sensación, alteración). Y también melancolía.
jueves, 29 de octubre de 2009
Un país fuera del mapa (o una reivindicación de lo minúsculo)

El libro, ese objeto maravilloso

Sofía Irene Cardona
En homenaje a mi padre, que murió en su biblioteca,
rodeado de los suyos, descalzo y sin camisa,
como el hombre feliz de la historia.
En mi casa los libros siempre fueron objetos sagrados. Me enseñaron a amar los libros por fuera y por dentro. Recuerdo a mi padre siempre rodeado de ellos, frente a una mesa de misterioso orden, llena de papeles, iluminada por una bombilla pinchada a la ventana como si fuera un taller de hojalatería. El lugar era una verdadera cueva: oscuro, verdoso - paredes color menta, ventanas que daban al frondoso patio. De esa biblioteca salía a veces el rumor de una voz monótona en swahili o japonés: es la hora de la siesta y la grabadora de dos carretes arrulla el sueño del padre lector.
Mi padre hacía extrañas excursiones a un recóndito taller de la Ramón B. López a buscar telas para encuadernar sus libros con las tapas de nuestras libretas escolares. Este raro pasatiempo explicaba la presencia en la biblioteca de una guillotina color verde oscuro, algo mohosa y rechinante, siempre al alcance de nuestros dedos, siempre prohibida. Con sus manos callosas de agricultor aficionado, mi padre acariciaba los viejos tomos, recomponía sus partes con una aguja, reunía una vez más las hojas, pegaba cartones cubiertos de tela para hacer las tapas y armaba nuevamente el libro varias veces leído: un homenaje a quien armó las palabras que encerraba adentro.
Otra afición suya eran los libros chiquititos. Aún se conservan alineados en una sola tablilla: delicadas artesanías de la encuadernación, minúsculos libritos con lomos ostentosos, una biblioteca liliputense. Me enternecía el esmero que ponía por colocarlos en la pequeña estantería: un rasgo de delicadeza masculina, casi como el paseo de una orquídea por el jardín.
No sólo su ejemplo nos enseñaba la veneración por estos objetos, también era frecuente escuchar sobre su cuidado: los libros, como el árbol de mandarina, no se maltratan; no se les doblan las esquinas de las páginas porque luego se parten; no se sanan con tape porque con el tiempo se mancha el papel; no se subrayan con pluma porque dificulta futuras lecturas; no se tiran a la basura porque siempre puede sacárseles provecho; y botar un libro es como profanar el cadáver de un ser humano.
Curiosamente, la biblioteca de casa era un lugar ajeno para mí. Debido a la afición de mi padre por las lenguas extranjeras, había muy pocos libros que yo pudiera leer, aunque había algunos que podía mirar, unos libros grandes, pesadísimos, con imágenes sagradas o joyas de la pintura universal. Como quiera, sabía que aquél era un espacio de reverencia y los tomos acumulados en las estanterías un mundo por explorar. Muchos años después descubrí que los cuentos que me contaba en las noches eran versiones muy libres de las lecturas de su biblioteca - Esopo, Tolstoi, Maupassant.
La poesía, por otro lado, llegaba a casa a través de la oralidad: los poemas que mi madre había memorizado en su niñez en Adjuntas y las lecturas dramáticas que nos hacía de los dos tomos de Niños y alas, una colección de poesías infantiles preparada por el Consejo de Educación Superior en 1958, bajo la dirección de Ismael Rodríguez Bou, y cuya verdadera compiladora, posiblemente, debió haber sido de doña Dalila Díaz Alfaro. Mi tía Margó completaba la experiencia sacando de su memoria prodigiosa las rimadas pocavergüenzas escolares, para mayor deleite de mi hermana menor: En un cementerio de vivos, a la luz de un quinqué apagado, un ciego leía un libro sin páginas, escrito por un manco.
Pasaron muchos años antes de descubrir, a través de estas memorias, que había tenido una infancia privilegiada. Mis padres, la primera generación de sus familias educada en la universidad, me habían legado, entre otros tesoros, el amor a los libros, a la historia, a los buenos relatos, a la poesía. No sabía yo entonces, que aquel regalo era un fenómeno extraño, un verdadero tesoro.
A mis hijos, naturalmente, desde la cuna y el sillón, los rodeé también de libros: libros duros, libros suaves, libros con colores brillantes y palabras sonoras. Nuestros dedos pasearon por las historias, los versos, las preguntas. Aprendieron a hablar meciéndose ante un libro y aún participan de ese inicial asombro. Me enorgullece la pasión que sienten mis hijos por los libros, el hambre y la alegría con las que los devoran, como quien se zambulle en el agua un día caluroso o con la delicadeza del que no quiere partir el borde de un hermosísimo postre. La casualidad o la intuición habían conspirado para que me enamorara también de un hombre que adoraba las palabras, hijo a su vez de otro que las veneraba, nieto, por vía materna, de un santurcino señor que acumuló montones de diversos libros para cuando pudiera leerlos. De manera que en nuestra casa también creamos una extraña biblioteca de desiguales tomos, un arsenal de palabras que alguna vez será rememorado.
Tal vez por eso cuando veo las filas de agosto para comprar esos libros tan feos - panfletos mongos y predecibles -, tan venidos a menos, los únicos libros que conocen los niños de mi vecindario, me asola una íntima angustia.
¿Qué ideas sobre los libros tendrán estos niños atiborrados de páginas y páginas de lecciones, pruebas para triunfar y fracasar, objetos de intercambio, molestosos rellenos de mochilas? ¿Qué pueden pensar de una biblioteca quienes han conocido el libro sólo como artefacto institucional, llave para el aburrido éxito académico, melancólico texto con fecha de caducidad? ¿Quién los llevará alguna vez a ese lugar de extraño orden, repleto de viejos y cuidados tomos, manoseados, leídos - enigmáticos, reveladores - siempre dispuestos a la maravilla? ¿Quién les enseñará a leer en libertad?
*La niña de la foto es Julia Cardona, hermana de la autora.
viernes, 16 de octubre de 2009
Recuerdo a La Negra

Qué tragedia. Miren lo que ha ocurrido: el día que murió Mercedes Sosa, estaba yo en medio de esa misteriosa conmoción que me provocan los fallecimientos de las personas mayores: una mezcla casi insólita de tristeza y alegría. Tristeza, por lo obvio. Alegría, porque siento que la muerte es una transición hermosa que marca el fin del paso de un ser humano por el mundo material. Cuando se trata de alguien que ha dejado tanta huella como La Negra, el regocijo es aún mayor, algo así como una renovación espontánea de mi fe en la Humanidad.
Ahí estaba, entre la euforia y el llanto, cuando leo las declaraciones de René Pérez, el de Calle 13. Para qué negarles que me parecieron muy de mal gusto. En lugar de concentrarse en la figura de Mercedes, empezó a contar cómo ella había estado tan preocupada por no haber podido enviar un saludo al papá de René en el día de los Padres.
“A quién le importará”, pensé, y aunque seguí con mis asuntos, no se crean que no estuve todo el día despotricando contra el pobre muchacho con todo aquel que yo vislumbraba dispuesto a escuchar mi perorata. (Me dan esas obsesiones absurdas, qué quieren que les diga).
A los pocos días, Alida, la directora de En Rojo, me pide que escriba sobre la Mercedes que conocí mediante su amistad con mi mamá, Evelyn Narváez Ochoa, QEPD.
¡Injusticia editorial!, reclamé. Ahora tengo que hacer lo mismo que René. ¡Qué tragedia!
No sé decirle que no a Alida. Pero quiero que conste que nunca he sido farandulera. Con Mercedes llegué a arrepentirme de no haberlo sido. Pero ese es otro cuento que seguramente no me quepa aquí hoy.
Sin embargo, si hablamos de faranduleras, hay que hablar de mi mamá. Estoy segura de que eso ayudó a que Mercedes y ella se hicieran tan amigas allá para la década del 80, cuando Mami se dedicaba a ejecutar el trámite legal para que se expidieran las visas de trabajo a los artistas que venían a Puerto Rico.
No es mucho lo que puedo decir, escribir, sobre la voz de esta mujer. Es algo que hay que ver, escuchar, vivir aunque sea una sola vez en la vida: un manto cálido y enorme que cae sobre uno, que te arropa con la resolución de cada sílaba. Algo verdaderamente misterioso, poderoso.
Pero sí puedo extenderme dando fe de que Mercedes Sosa fue, ante todo, una mujer de amor. En todo el sentido de la palabra.
Eso no significa que fuera una abuelita inofensiva. Mercedes tenía una personalidad compleja. Era toda una matriarca y, además (porque no es lo mismo) una mujer sumamente maternal. Y sin embargo, al mismo tiempo, era sumamente frágil, necesitada constantemente del cuidado y el cariño más contundente de sus seres cercanos.
Era extremadamente amorosa, una mujer sencilla y humilde. Pero también se sabía toda una Diva, que no quepa la menor duda. Eso la hacía un personaje muy divino, especialmente cuando leemos su biografía, Mercedes Sosa La Negra, escrita por su amigo Rodolfo Araceli, y conocemos la pobreza en que se crió en un campo de Tucumán, y cómo fue abriéndose mundo sin nada más que su voz extraordinaria y una visión generosa y compasiva de cómo debía ser el mundo.
María, su asistente personal, una peruana maravillosa que prácticamente entregó su vida a Mercedes, cuidaba de ella como a una bebé. La Negra enfermaba a menudo y me da la impresión de que, en el fondo, le gustaba su situación ante la enfermedad porque entonces era acogida, cuidada, aún más velada por su gente.
Algo muy similar ocurrió en su vida profesional. Su carrera siempre fue impulsada y protegida por los hombres de su vida: primero, Oscar Matus, su primer marido, papá de su hijo, Fabián y quien profesionalizó su carrera como intérprete. Luego, con su segundo marido, el compositor Pocho Mazzitelli, quien aportó musicalmente a su crecimiento y, eventualmente, con el propio Fabián, que manejaba su carrera.
Con su único hijo tenía una relación extremadamente pasional. Se amaban con delirio y, a veces, como es natural entre familias que trabajan juntas, con esa misma pasión, se peleaban. Ella podía enfurecer con él pero luego no podía casi sostenerse, estar bien, feliz, en paz, hasta que se contentaba nuevamente con su Fabián.
La penúltima vez que Mercedes vino a Puerto Rico (creo que fue en 2001) mi gran amigo Juan Antonio del Rosario se ofreció para servirles de chofer a Mami y a Mercedes mientras iban de compras. Mercedes siempre tuvo una debilidad particular por las sábanas y las toallas. Cada vez que venía a Puerto Rico, le pedía a Mami que la llevara a González Padín a comprar estos artículos. Pero ya en 2001, como González Padín no existía, Mami la introdujo a ese extraordinario pasatiempo nacional: el Marshaleo.
Dice Juan Antonio que ese día fue espectacular. Fueron a Marshalls, compraron sus toallas, luego la llevaron a La Perla para que viera el barrio más ‘cool’ de San Juan y, al final, no sé por qué terminaron comiendo un sándwich en un comivete. Ahí Mercedes se le echó a llorar a Juan Antonio en el hombro, porque él le recordaba a Fabián, con quien estaba medio peleada. “Decía que no aguantaba aquel silencio con su hijo. Lo extrañaba con locura”, cuenta Juan.
Fue en ese mismo viaje que Mercedes grabó su parte en la hermosa Canción para Vieques, escrita por Tito Auger. (“Acurrucando los niños con salmos, al ritmo de detonaciones”).
Mercedes lloraba a la menor provocación porque amaba intensamente. Vi muchas veces cómo se emocionaba al hablar sobre sus amigos, sobre el arte, el exilio, sobre sus canciones, los compositores que las creaban, los dúos que planificaba. En esos momentos, su voz, tan robusta y luminosa, comenzaba entonces a adquirir un aire aniñado que luego se volvía quebradizo, hasta delatarla en toda su debilidad.
En 2003 la visitamos en Buenos Aires. Nos alojó a mi marido y a mí en una casa muy cerca de la suya, donde guardaba todos los miles de premios y obsequios que recibió a lo largo de su carrera. Allí dormimos una semana entre Grammys, Billboards, Discos de Oro, obras de artes de los mejores artistas plásticos de América. Entonces aproveché para entrevistarla. Precisamente esa semana recibió dos Grammys y las celebraciones en Argentina -donde Mercedes era francamente una Diosa- fueron tremendas.
En esa entrevista, ya demostraba su alto nivel de experimentación musical, su gran interés en colaborar con cantautores jóvenes, como lo hizo recientemente con su maravilloso disco Cantora: un viaje íntimo. En aquel entonces, le hablé de Alta fidelidad, un disco en el que grabó canciones de Charly García, a quien ella adoró con locura.
Recostada en su butaca vestida con ropa deportiva y en medias, los pies alzados, terminó cantando Promesas sobre el bidet, una de mis favoritas de ese disco, con una emoción incríble, como si fuera la primera vez. “Por favor, no hagas promesas sobre el bidet… Calambres en el alma…”.
De hecho, también en esa entrevista me admitió algo que yo ya había anticipado: que, en efecto, estaba cansada de cantar Gracias a la vida. Pero, por más que decidía sacarla de su repertorio, siempre terminaba buscando la letra de prisa pues ningún público le permitía jamás bajarse de una tarima sin cantarla.
Mi relación con Mercedes no fue jamás tan íntima como la de Mami. Ambas se adoraron a muerte. A pesar de que Mercedes era muy guardada, Mami se quedaba en su apartamento en Buenos Aires (donde ella vivía, propiamente) cada vez que iba. Tan pronto como llegaba, Mami -que era un torbellino de energía- revolucionaba la tremenda paz de ese recinto. Entonces comenzaban a llegar los maestros de tango, de chacareras, y cuanto bohemio había en esa ciudad (desde cantantes famosos hasta dependientes de tiendas, todos amigos de mi madre) y después de montarla un rato en casa de La Negra, se perdían por las peñas de la ciudad hasta el amanecer. Mercedes no iba con ellos casi nunca. Los despedía a todos con ese amor, como una mamá gallina y se quedaba en la casa pues ella era más de salir a cenar tranquilamente, algo que también hicimos varias veces en aquel viaje.
Yo me preguntaba cómo podía lidiar con tanto barullo siendo ella tan apaciguada y changuita con su salud e intimidad. No me atreví a preguntarle a la propia Mercedes pero un día que Mami no estaba cerca, le pregunté a María, que sabía todo sobre La Negra: “Es que tu madre representa ahora mismo en esta casa la alegría, Mari Mari. La alegría. Y sin eso, Mercedes no puede vivir”.
La vida en fast forward
