sábado, 11 de mayo de 2013

Todavía despierta ante tu muerte



Por Mari Mari Narváez

Esa última mirada no la recordamos pues todo fue un ir y venir, o un abrir y cerrar de esas miradas, la mayoría sorprendidas, hasta cierto punto desesperadas; cual víctimas de lo desprevenido; de lo desentendido podría ser. Entonces creo que nos escuchaste cuando murmurábamos con bastante inseguridad que respirabas, que a tus animales internos no les faltaba oxígeno sino vida.

Tratábamos de engañarte, de engañarnos, según se hacía esencial la resignación. Que si era breve el tiempo, que si breves también los sofocos, los destiempos de esos minutos larguísimos y a la vez tan rápidos. Minimizábamos la enorme y super conocida complejidad de ese desarraigo final. Pretendíamos subestimarlo todo: la mortalidad, el catéter; la transición, el sedante; el último deseo, la poquita sangre que te salía por un huequito. Subestimarlo todo porque, en la última instancia, ahí donde no quedan remedios, la gente se vuelve más simple y más dócil que nunca.

Entonces tú seguías asumiendo esa postura práctica de siempre que tan poca gente te conoce. Esa postura de lo natural. Hacer que se hace todo sin grandes dramatismos. Contrario a tu vida. Nada de últimos besos ni últimas palabras mordaces ni repasos de la vida al pie de la cama. Nada de grandes despedidas ni de demasiadas lágrimas; de explicaciones grandilocuentes ni salidas graduales ni últimas cenas. Tú, nosotras. Nada de manos juntas ni sudorosas. Como si no hubiesen últimas palabras individuales, como si la familia fuera una concha completa que no se divide en individuos.
Es absurdo, dijo alguien al aire cuando el hombre que no se movía de tu lado dijo que buscaría el no sé qué. Como quien dice que iba a buscar un café lo dijo. No lo sabíamos, pero ese no sé qué era una máquina todopoderosa que llegó más rápido de lo que se cuela un café. Habías cedido al fin al sedante. Primero no te tomaba la sangre. No te tomaba nada. Puedo dar fe de que usaste tu última partícula de energía. El hombre al principio dudaba pero se levantaba, y como un resorte, cogía vida, y coraje, y apretaba un botón y se aligeraba el paso de las gotas que te entraban por el brazo trazado de violeta.

Y entonces parecía que no pasaba nada pero pasaba. Y tú ibas cediendo y el sedante sedándote. Y tratabas de abrir los ojos pero él te los cerraba. Y poco a poco comenzabas a abandonar el papel de moribunda y tomabas el papel final y firme que en ti parecía el de la tregua. Una tregua triste -tristísima, se te notaba- pero justa, afrontada, profunda y absoluta.

Caíamos ya en la resignación aparente, en la languidez de la madrugada, cuando comenzó el escalofrío. Todavía podía tolerarse. Entré de nuevo. Sabía que seguirías dormida en tu tregua. Respirabas poco, lento. Nos lo decía la máquina todopoderosa. Ya todo lo tuyo lo dictaba ella; sin titubeos, sin ansiedades, sin conciencia ni recuerdos. Sin saber que la alfombra blanca iba en el baño y el agua en una copa de cristal, que el panty debía ser nuevo y el lápiz rojo, y de Christian Dior.

Respiraste menos. Tardabas. Los números de la máquina descendían suave, delicadamente. Tu pecho se movía pero luego se movía menos y luego apenas se movía y después no se movía hasta que no se movió más. Ella miró a todas partes con cuestionamiento en los ojos como las actrices cuando hacen de locas y un papelito blanco se disparó de la máquina igual que en las ATH cuando te sale el recibo que sabe todo sobre ti.

No te moviste ni respiraste ni miraste por última vez ni recomendaste nada. Con un magno escalofrío, intolerable, compartiste conmigo la tregua para que me fuera tranquila por la autopista y me durmiera como cada día. Como cada día, pero con tu pan repartido.

Lo demás es un gentío de voces que por suerte se va alejando a las doce en punto de la noche; tocar cada objeto de un cuarto y vaciar una casa inmensa; llorar con fiereza, llorar con soledad, llorar con descanso y con desorientación en el baño, en el auto, en el libro. Lo demás es volver a la vida, vivirla como tú, sentirla como tú.
Entonces una despierta nuevamente, se restrega los ojos y vuelve a ser estable, moderna, infinita. Y se desprende. En ese eterno regreso se vacían nuestras mariposas.


(Publicado en Fuera del quicio, En Rojo, en 2004).

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