Sofía Irene Cardona
La semana pasada una estudiante de la
universidad causó revuelo por andar, como diría mi madre, despechugada, por los
pasillos universitarios. Cuando empecé a
escribir esto, todavía no sabía que era la misma estudiante que había
participado de la lectura poética la semana anterior en Humanidades, Charlene González
De Jesús. En aquella ocasión, nadie llamó a la policía. El público,
compuesto de estudiantes, profesores y decanos, escuchó su explicación, hizo un
silencio respetuoso mientras ella se quitaba la camisa y escuchó el poema con
igual solemnidad. Luego de los corteses aplausos, la estudiante se
retiró discretamente para darle paso al siguiente lector en turno. Nadie
más se enteró. Estas cosas son posibles
en nuestros pasillos, es cierto, y quien se escandalice, estaría fuera de
lugar. Más nos perturba la presencia de un policía armado con revólver y
macana frente al Departamento de Lenguas Extranjeras, la verdad.
“Mi cuerpo no debería ser ilegal. No tengo vergüenza de mi cuerpo.” Eso dijo el desesperado turista que, la misma
semana del performance de Charlene, azorado por los guardias de la aduana, se puso
en la pura pelota para pasme (o diversión) del resto de los pasajeros del
aeropuerto de Portland. A ver si ahora les parezco intimidante, habrá
dicho mostrando sus rosadas nalgas. A ver dónde puedo tener una bomba.
¿Bomba dijo? ¡Pa dentro! A este pobre infeliz le costó caro
su performance. Unas horas en la cárcel y el retraso de su vuelo fueron
el precio de su rapto de ira y espontáneo estriptís. Bueno, pero obtuvo sus quince minutos de
fama. La noticia del viajero rebelde
viajó los aires cibernéticos para plácemes de todo aquel que haya pasado por la
seguridad de un aeropuerto. Podríamos
decir que John se desnudó por todos nosotros, los desesperados.
Se trataba de John Brennan; no se dice su
oficio, pero sí su edad, cuarenta y ocho años llevados sin mucha gracia, a decir
verdad. No se hagan ilusiones, no es
George Clooney. El hombre sale en las
fotos como su madre lo trajo al mundo, pero con una barba profusa y espejuelos azules.
Al día siguiente, retomó su camino, sin
protestar ni llamar mucho la atención.
Me imagino lo que habrán pensado los guardias de la aduana cuando lo
vieron pasar nuevamente por las rutinas de seguridad. Ellos protestan, nosotros mandamos.
Así es casi siempre, pero a pesar de los
incontables fracasos, continuamos protestando, desnudos o con ropa. No renunciaremos jamás, como diría Mafalda, al
derecho al pataleo; y si es desnudos, mejor.
Pues sucede que esto de las protestas nudistas es una fiebre global. Ha habido desde protestas organizadas, como
los días internacionales del ciclonudismo, hasta espontáneos estriptises como el de Brennan, y
manifestaciones nudistas con ánimos más traviesos que reivindicadores, como la
de los muchachos filipinos. Los miembros
de una de las fraternidades más prestigiosas de la Universidad de Manila, hacen
su carrera nudista encapuchados, entre los chillidos entusiastas de las
universitarias, cada vez por una causa distinta, cada diciembre: el cambio
climático, la suciedad de los ríos, cosas así.
Aparecen en los vídeos con una siniestra capucha en la cabeza, pero con
una rosa en la mano. La imagen es algo
perturbadora, más por el adorno en la cabeza que por la desnudez de los
muchachos.
Más serias parecen ser las protestas frecuentes
de ambientalistas mejicanos de Anima
Naturalis (a las que, según cuentan, hasta los guardias están acostumbrados),
y las protestas por causas específicas, como la que se hizo contra la
explotación minera en el sector Frailejanas de Colombia, la de artistas de
Caracas en abril del 2008, por la destitución del director del Museo Mateo
Manure, la inglesa que hizo yoga en pura pelota sobre un taxi para protestar
contra el envío de tropas a Afganistán o el muchacho que se desnudó el pasado
21 de mayo frente a los carabineros chilenos en Valparaíso y gritó: “¡Libertad al cuerpo!”
En una página de nudistas venezolanos preguntan
la opinión acerca de las protestas nudistas y responde un tal Hermán
Malavé: “Creo que es la manera más
sincera de expresar una idea y demostrar que no se quiere violencia, que no se
tiene nada que esconder”. Eso mismo
pensaba el pobre Brennan, y ya ven lo que pasó.
Sin embargo, no es del todo mala idea.
En plena huelga UPR, apareció la noticia de la carrera anual de los encapuchados
jóvenes filipinos. En esa ocasión recuerdo que a alguien se le ocurrió
que tal vez la estrategia podía funcionar en Río Piedras: protestar desnudos y
con capucha. “Les aseguro que así
llamamos la atención”, dijo el proponente. Que se desnuden todos y entren
al Recinto en la pura pelota y ya verán cómo tenemos la prensa (y entonces no
sabía que, también, la policía) pendiente de nuestras palabras.
Imagínense el cuadro.
Recuerdo de niña haber escuchado sobre algún estríquin universitario. Se había
puesto de moda irrumpir corriendo desnudo en algún lugar público y escuché que
tuvimos un estriqueador en la
biblioteca general. El muchacho pasó veloz por el mismo medio del refrigerado
recinto para pasme de los laboriosos estofones. No sé por qué protestaba,
ni si en aquella ocasión lo arrestó la policía. El cuento es un recuerdo muy remoto y no sé si
me lo inventé, pero seguro que todo el que lo vio lo recuerda.
* *
*
Una vez un profesor muy discreto me
contó un sueño perturbador sobre la desnudez.
Soñaba que caminaba desnudo por la placita Antonia Martínez bajo un
paraguas negro. Lo extraño del sueño,
contaba él, era que iba muy tranquilo y solemne, con su maletín en mano,
saludando con naturalidad a la gente en su camino como todos los días. Tardaba un rato en darse cuenta de que había
olvidado vestirse, y de la tremenda vergüenza, se despertaba.
Me imagino que un sicólogo haría fiesta con ese
sueño, que si el inconsciente, que si el sentido del ridículo, que si la madre,
que si qué se yo. Pero lo cierto es que,
a juzgar por lo que he podido averiguar sobre el nudismo, individual o
colectivo, con causa o sin ella, es un sueño común o más bien una aspiración de
mucha gente atreverse a pasear desnuda por la calle.
Esta fantasía, por lo visto, universal, es la
que aprovecha Spencer Tunick para sus impresionantes fotos de exteriores. El artista nuyorquino arma imágenes con
multitudes desnudas, aunque también con individuos solitarios, en espacios
públicos, urbanos o salvajes. Ha
organizado sesiones fotográficas con miles de personas en los lugares más
diversos: ciudades, playas, escaleras,
puentes, patios interiores, plazas urbanas, por todo el mundo: Australia, Inglaterra, Hawaii, Irlanda,
Venezuela, Brazil, y hasta en un glaciar suizo y en el Mar Muerto. No parece ser, de hecho, una protesta, sino
un acto artístico-poético de dimensiones más amplias que las de la solitaria
Charlene o el espontáneo Brennan.
Sin duda, una multitud desnuda puede
ser una imagen reveladora. Es la
protesta más pura, por qué no. Desnudos se superan todas las barreras
creadas por la civilización: sin marcas,
ni rastros. Esto dicen los ciclonudistas
españoles: “Con la desnudez hacemos
visible la fragilidad de nuestras carrocerías.”
Tal vez se trate de eso, de la fragilidad que queda al descubierto,
sobre todo, en movimiento: cuerpo fugaz, cuerpo en huida, estríquin al fin, persiguiendo algo por rebeldía, por inspiración, por
alegría, quién sabe qué, con sólo un abrigo de aire, con capucha o sin ella, en
soledad o compañía: puro vuelo y
provocación.
(Abril, 2012)
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