jueves, 29 de octubre de 2009

Un país fuera del mapa (o una reivindicación de lo minúsculo)



Sofía Irene Cardona
A los lejanos y pequeñísimos, Elizabeth Reed Mack y Diego Mueller-Gauf.

Debe tener algún efecto en nuestra personalidad vivir en un lugar aparentemente invisible.  Es posible que esto explique muchas cosas.  Quién sabe si la mezquindad de algunos, el gigantismo de otros, la melancolía del siguiente, estén fuertemente enraizados en la precoz conciencia de nuestra augusta pequeñez.
La primera vez que mi niña no encontró su país fue en un globo terráqueo de sesenta dólares.  En el lugar que debiera estar nuestra silueta había sólo dos palabras: SAN JUAN, pegadas como mosquitos entre la sombra de La Hispaniola y un reguero de manchitas acomodadas en curva.  Juntas revisamos cada uno de los globos, pero no aparecíamos en ninguno.  “Con razón está en especial”, concluyó mi niña, convencida de que aquella omisión bien merecía una cuantiosa rebaja. 

Los efectos de esta traumática experiencia no se hicieron esperar.  Días después de los bombazos de Londres, llegó la voz de mi hija a sacudirme.  Lo soltó - como hace siempre - cuando menos lo esperaba, yo distraída en el camino, ella asomada al mundo por la ventanilla del carro:  “¿Sabes?  Ésa es la suerte de vivir en un país que no aparece en los mapas:  estamos a salvo.  Nadie va a poner una bomba aquí.”  A mi niña le reconforta, como están las cosas, no aparecer en ningún mapa.

Con los ojos puestos en la carretera reflexiono en las extrañas consecuencias de esta revelación.  Tal vez no deba corregirla, tal vez sea mejor que siga pensando que está a salvo, ¿pero cómo rescatarla de los tremendos efectos de la soberbia y la mediocridad del tuerto en tierra de ciegos?  La cosa es complicada.  Me estremezco al pensar que muchos otros - posiblemente adultos - comparten la misma idea de esta niña de nueve años, y por eso pretenden reinar sobre la pequeñez, de espaldas al resto del mundo que no pueden ver desde esta orilla.

Hay quien dice, ahora recuerdo, que se trata de una vasta región inundada que empieza en el estrecho de Mona y desciende hasta el continente en una voluptuosa cordillera, arcada como una onda de vida.  Qué bonito.  “Somos islas, islas verdes, esmeraldas en el pecho azul del mar”, etcétera.  Pero éstos son momentos lúcidos y por lo tanto escasos.  El resto del tiempo cargamos la conciencia de nuestra pequeñez, como un gato que ha clavado sus uñas en nuestra espalda.

Acaso los sicólogos habrán explorado las diferencias entre las criaturas criadas en las inmensidades y las que, como nosotras, nos imaginamos el mundo desde un pedazo de tierra que no aparece en los mapas.  Tal vez no se les ocurra pensar en la libertad que tenemos quienes no contamos para el censo mundial, ni en cuán libres somos para escapar de cualquier responsabilidad.  Si acaso ponemos el nombre de puertorrico en alto qué bajo queda el suelo, caray, qué pasajero es ese vuelo de Miss Universo, del boxeador, del Riquimartin, del dame más gasolina.  Pocos saben dónde queda ese puerto ni el contorno exacto de su figura.

Enviamos una carta desde un continente hacia la casa y el sobre va dando tumbos por los rincones del mundo.  Va a parar a lugares vastos, con grandes cordilleras, volcanes y ríos caudalosos.  Error, ése no es el lugar, es otro, señor cartero.  Después de varios meses llega a su buzón, tan ajada, tan agotada, que apenas puede leerse.

Por otro lado, además de estar habituados al carácter minúsculo de nuestro lugar, estamos acostumbrados a la imprecisión de su dibujo:  una mancha a veces redonda representa su familiar extensión, cien por treinticinco, como un resto de fritura que flota en el aceite, gravitando alrededor de los protagónicos trozos, aquellos de forma definida y presencia contundente, carbonizándose en el triste final del aceite viejo que se vierte en la lata de basura.  Allá va, plin, casi no suena.  Qué triste se imagina esa pelotita saltando solitaria al vacío.

Sin embargo, yo encuentro tan armonioso su dibujo, tan hermosa su configuración cuadrangular - con el verde en el medio y el norte, la parte seca hacia el sur, la orilla del este abriéndose hacia las islas menores, la atalaya de su cordillera central tan mágica y sonora - que, si no fuera por todo el hormigón y los letreros de macdonalds, juraría que es una isla de lo más mona.  Qué preciosura, una isla - como dijo la filósofa española - de juguete; un país de bolsillo, diría yo.

Como efecto de esta observación, en un arrebato de optimismo, declaro que ya es momento de reconciliarse con lo minúsculo.  No sólo encuentro la necesidad de reivindicar lo frágil, lo pasajero;  también me reconcilio con la pequeñez de mi propio mundo doméstico y brevísimo.

Imagínense ustedes cuántos egos se desinflarían, cuántos podrían por fin abandonar sus disfraces, sus inquietudes, sus obligaciones.  Cuántos cederían al placer de lo inmediato y también pequeño:  un buen café, el pan recién horneado, la mirada dulzona del compañero de trabajo; en lugar de aspirar ansiosamente al puesto importante, al reconocimiento público, a la ovación de las grandes masas.  ¿De cuántos vociferantes nos libraríamos?  ¿A quiénes quieren mandar?  ¿En qué memoria quieren instalarse?

¿Qué nos impide entregarnos a esta regalada libertad de vivir el momento, de no esperar más gloria que la de un día recorrido del amanecer a la noche?  ¿Qué nos impele a protagonizar la historia de un brevísimo e insignificante universo?

Convendría, en el momento de más melodrama, de mayor dramatismo, en medio del escarnio o la euforia multitudinaria, recordar esta bienaventurada pequeñez para recogernos como el caracol en su casa y dejar un rastro baboso, también ligero, como muestra de nuestro nitidísimo pasaje entre la historia y el día, siempre dispuesto a repetirse.

Habría que aprovechar ahora que nadie nos ve, que nadie sabe dónde estamos, para escapar completamente de la obligación de definirnos y quedar así, acurrucados en el centro de nuestro cascarón inmóvil, como si estuviéramos muertos.  De todas formas, nadie notará nuestra ausencia.
Sería el momento de inventar qué hacer con tan vasta libertad.




El libro, ese objeto maravilloso


Sofía Irene Cardona

En homenaje a mi padre, que murió en su biblioteca,

rodeado de los suyos, descalzo y sin camisa,

como el hombre feliz de la historia.


En mi casa los libros siempre fueron objetos sagrados.  Me enseñaron a amar los libros por fuera y por dentro.  Recuerdo a mi padre siempre rodeado de ellos, frente a una mesa de misterioso orden, llena de papeles, iluminada por una bombilla pinchada a la ventana como si fuera un taller de hojalatería.  El lugar era una verdadera cueva: oscuro, verdoso - paredes color menta, ventanas que daban al frondoso patio.  De esa biblioteca salía a veces el rumor de una voz monótona en swahili o japonés: es la hora de la siesta y la grabadora de dos carretes arrulla el sueño del padre lector.

Mi padre hacía extrañas excursiones a un recóndito taller de la Ramón B. López a buscar telas para encuadernar sus libros con las tapas de nuestras libretas escolares.  Este raro pasatiempo explicaba la presencia en la biblioteca de una guillotina color verde oscuro, algo mohosa y rechinante, siempre al alcance de nuestros dedos, siempre prohibida.  Con sus manos callosas de agricultor aficionado, mi padre acariciaba los viejos tomos, recomponía sus partes con una aguja, reunía una vez más las hojas, pegaba cartones cubiertos de tela para hacer las tapas y armaba nuevamente el libro varias veces leído: un homenaje a quien armó las palabras que encerraba adentro.

Otra afición suya eran los libros chiquititos.  Aún se conservan alineados en una sola tablilla:  delicadas artesanías de la encuadernación, minúsculos libritos con lomos ostentosos, una biblioteca liliputense.  Me enternecía el esmero que ponía por colocarlos en la pequeña estantería: un rasgo de delicadeza masculina, casi como el paseo de una orquídea por el jardín.

No sólo su ejemplo nos enseñaba la veneración por estos objetos, también era frecuente escuchar sobre su cuidado:  los libros, como el árbol de mandarina, no se maltratan; no se les doblan las esquinas de las páginas porque luego se parten; no se sanan con tape porque con el tiempo se mancha el papel;  no se subrayan con pluma porque dificulta futuras lecturas; no se tiran a la basura porque siempre puede sacárseles provecho; y botar un libro es como profanar el cadáver de un ser humano.  

Curiosamente, la biblioteca de casa era un lugar ajeno para mí.  Debido a la afición de mi padre por las lenguas extranjeras, había muy pocos libros que yo pudiera leer, aunque había algunos que podía mirar, unos libros grandes, pesadísimos, con imágenes sagradas o joyas de la pintura universal.  Como quiera, sabía que aquél era un espacio de reverencia y los tomos acumulados en las estanterías un mundo por explorar.  Muchos años después descubrí que los cuentos que me contaba en las noches eran versiones muy libres de las lecturas de su biblioteca - Esopo, Tolstoi, Maupassant.

La poesía, por otro lado, llegaba a casa a través de la oralidad:  los poemas que mi madre había memorizado en su niñez en Adjuntas y las lecturas dramáticas que nos hacía de los dos tomos de Niños y alas, una colección de poesías infantiles preparada por el Consejo de Educación Superior en 1958, bajo la dirección de Ismael Rodríguez Bou, y cuya verdadera compiladora, posiblemente, debió haber sido de doña Dalila Díaz Alfaro.  Mi tía Margó completaba la experiencia sacando de su memoria prodigiosa las rimadas pocavergüenzas escolares, para mayor deleite de mi hermana menor:  En un cementerio de vivos, a la luz de un quinqué apagado, un ciego leía un libro sin páginas, escrito por un manco.

Pasaron muchos años antes de descubrir, a través de estas memorias, que había tenido una infancia privilegiada.  Mis padres, la primera generación de sus familias educada en la universidad, me habían legado, entre otros tesoros, el amor a los libros, a la historia, a los buenos relatos, a la poesía.  No sabía yo entonces, que aquel regalo era un fenómeno extraño, un verdadero tesoro.

A mis hijos, naturalmente, desde la cuna y el sillón, los rodeé también de libros:  libros duros, libros suaves, libros con colores brillantes y palabras sonoras.  Nuestros dedos pasearon por las historias, los versos, las preguntas.  Aprendieron a hablar meciéndose ante un libro y aún participan de ese inicial asombro.  Me enorgullece la pasión que sienten mis hijos por los libros, el hambre y la alegría con las que los devoran, como quien se zambulle en el agua un día caluroso o con la delicadeza del que no quiere partir el borde de un hermosísimo postre.  La casualidad o la intuición habían conspirado para que me enamorara también de un hombre que adoraba las palabras, hijo a su vez de otro que las veneraba, nieto, por vía materna, de un santurcino señor que acumuló montones de diversos libros para cuando pudiera leerlos.  De manera que en nuestra casa también creamos una extraña biblioteca de desiguales tomos, un arsenal de palabras que alguna vez será rememorado.

Tal vez por eso cuando veo las filas de agosto para comprar esos libros tan feos - panfletos mongos y predecibles -, tan venidos a menos, los únicos libros que conocen los niños de mi vecindario, me asola una íntima angustia.  

¿Qué ideas sobre los libros tendrán estos niños atiborrados de páginas y páginas de lecciones, pruebas para triunfar y fracasar, objetos de intercambio, molestosos rellenos de mochilas?  ¿Qué pueden pensar de una biblioteca quienes han conocido el libro sólo como artefacto institucional, llave para el aburrido éxito académico, melancólico texto con fecha de caducidad?  ¿Quién los llevará alguna vez a ese lugar de extraño orden, repleto de viejos y cuidados tomos, manoseados, leídos - enigmáticos, reveladores - siempre dispuestos a la maravilla?  ¿Quién les enseñará a leer en libertad?

 *La niña de la foto es Julia Cardona, hermana de la autora.

viernes, 16 de octubre de 2009

Recuerdo a La Negra



             Mari Mari Narváez

Qué tragedia. Miren lo que ha ocurrido: el día que murió Mercedes Sosa, estaba yo en medio de esa misteriosa conmoción que me provocan los fallecimientos de las personas mayores: una mezcla casi insólita de tristeza y alegría. Tristeza, por lo obvio. Alegría, porque siento que la muerte es una transición hermosa que marca el fin del paso de un ser humano por el mundo material. Cuando se trata de alguien que ha dejado tanta huella como La Negra, el regocijo es aún mayor, algo así como una renovación espontánea de mi fe en la Humanidad.

Ahí estaba, entre la euforia y el llanto, cuando leo las declaraciones de René Pérez, el de Calle 13. Para qué negarles que me parecieron muy de mal gusto. En lugar de concentrarse en la figura de Mercedes, empezó a contar cómo ella había estado tan preocupada por no haber podido enviar un saludo al papá de René en el día de los Padres.

“A quién le importará”, pensé, y aunque seguí con mis asuntos, no se crean que no estuve todo el día despotricando contra el pobre muchacho con todo aquel que yo vislumbraba dispuesto a escuchar mi perorata. (Me dan esas obsesiones absurdas, qué quieren que les diga).

A los pocos días, Alida, la directora de En Rojo, me pide que escriba sobre la Mercedes que conocí mediante su amistad con mi mamá, Evelyn Narváez Ochoa, QEPD.

¡Injusticia editorial!, reclamé. Ahora tengo que hacer lo mismo que René. ¡Qué tragedia!

  No sé decirle que no a Alida. Pero quiero que conste que nunca he sido farandulera. Con Mercedes llegué a arrepentirme de no haberlo sido. Pero ese es otro cuento que seguramente no me quepa aquí  hoy.

Sin embargo, si hablamos de faranduleras, hay que hablar de mi mamá. Estoy segura de que eso ayudó a que Mercedes y ella se hicieran tan amigas allá para la década del 80, cuando Mami se dedicaba a ejecutar el trámite legal para que se expidieran las visas de trabajo a los artistas que venían a Puerto Rico.

No es mucho lo que puedo decir, escribir, sobre la voz de esta mujer. Es algo que hay que ver, escuchar, vivir aunque sea una sola vez en la vida: un manto cálido y enorme que cae sobre uno, que te arropa con la resolución de cada sílaba. Algo verdaderamente misterioso, poderoso. 

Pero sí puedo extenderme dando fe de que Mercedes Sosa fue, ante todo, una mujer de amor. En todo el sentido de la palabra. 

Eso no significa que fuera una abuelita inofensiva. Mercedes tenía una personalidad compleja. Era toda una matriarca y, además (porque no es lo mismo) una mujer sumamente maternal. Y sin embargo, al mismo tiempo, era sumamente frágil, necesitada constantemente del cuidado y el cariño más contundente de sus seres cercanos.

Era extremadamente amorosa, una mujer sencilla y humilde. Pero también se sabía toda una Diva, que no quepa la menor duda. Eso la hacía un personaje muy divino, especialmente cuando leemos su biografía, Mercedes Sosa La Negra, escrita por su amigo Rodolfo Araceli, y conocemos la pobreza en que se crió en un campo de Tucumán, y cómo fue abriéndose mundo sin nada más que su voz extraordinaria y una visión generosa y compasiva de cómo debía ser el mundo.

María, su asistente personal, una peruana maravillosa que prácticamente entregó su vida a Mercedes, cuidaba de ella como a una bebé. La Negra enfermaba a menudo y me da la impresión de que, en el fondo, le gustaba su situación ante la enfermedad porque entonces era acogida, cuidada, aún más velada por su gente.

Algo muy similar ocurrió en su vida profesional. Su carrera siempre fue impulsada y protegida por los hombres de su vida: primero, Oscar Matus, su primer marido, papá de su hijo, Fabián y quien profesionalizó su carrera como intérprete. Luego, con su segundo marido, el compositor Pocho Mazzitelli, quien aportó musicalmente a su crecimiento y, eventualmente, con el propio Fabián, que manejaba su carrera.

Con su único hijo tenía una relación extremadamente pasional. Se amaban con delirio y, a veces, como es natural entre familias que trabajan juntas, con esa misma pasión, se peleaban. Ella podía enfurecer con él pero luego no podía casi sostenerse, estar bien, feliz, en paz, hasta que se contentaba nuevamente con su Fabián.

La penúltima vez que Mercedes vino a Puerto Rico (creo que fue en 2001) mi gran amigo Juan Antonio del Rosario se ofreció para servirles de chofer a Mami y a Mercedes mientras iban de compras. Mercedes siempre tuvo una debilidad particular por las sábanas y las toallas. Cada vez que venía a Puerto Rico, le pedía a Mami que la llevara a González Padín a comprar estos artículos. Pero ya en 2001, como González Padín no existía, Mami la introdujo a ese extraordinario pasatiempo nacional: el Marshaleo.

Dice Juan Antonio que ese día fue espectacular. Fueron a Marshalls, compraron sus toallas, luego la llevaron a La Perla para que viera el barrio más ‘cool’ de San Juan y, al final, no sé por qué terminaron comiendo un sándwich en un comivete. Ahí Mercedes se le echó a llorar a Juan Antonio en el hombro, porque él le recordaba a Fabián, con quien estaba medio peleada. “Decía que no aguantaba aquel silencio con su hijo. Lo extrañaba con locura”, cuenta Juan.

Fue en ese mismo viaje que Mercedes grabó su parte en la hermosa Canción para Vieques, escrita por Tito Auger. (“Acurrucando los niños con salmos, al ritmo de detonaciones”).

Mercedes lloraba a la menor provocación porque amaba intensamente. Vi muchas veces cómo se emocionaba al hablar sobre sus amigos, sobre el arte, el exilio, sobre sus canciones, los compositores que las creaban, los dúos que planificaba. En esos momentos, su voz, tan robusta y luminosa, comenzaba entonces a adquirir un aire aniñado que luego se volvía quebradizo, hasta delatarla en toda su debilidad.

En 2003 la visitamos en Buenos Aires. Nos alojó a mi marido y a mí en una casa muy cerca de la suya, donde guardaba todos los miles de premios y obsequios que recibió a lo largo de su carrera. Allí dormimos una semana entre Grammys, Billboards, Discos de Oro, obras de artes de los mejores artistas plásticos de América. Entonces aproveché para entrevistarla. Precisamente esa semana recibió dos Grammys y las celebraciones en Argentina -donde Mercedes era francamente una Diosa- fueron tremendas.

En esa entrevista, ya demostraba su alto nivel de experimentación musical, su gran interés en colaborar con cantautores jóvenes, como lo hizo recientemente con su maravilloso disco Cantora: un viaje íntimo. En aquel entonces, le hablé de Alta fidelidad, un disco en el que grabó canciones de Charly García, a quien ella adoró con locura.

Recostada en su butaca vestida con ropa deportiva y en medias, los pies alzados, terminó cantando Promesas sobre el bidet, una de mis favoritas de ese disco, con una emoción incríble, como si fuera la primera vez. “Por favor, no hagas promesas sobre el bidet… Calambres en el alma…”.

      De hecho, también en esa entrevista me admitió algo que yo ya había anticipado: que, en efecto, estaba cansada de cantar Gracias a la vida. Pero, por más que decidía sacarla de su repertorio, siempre terminaba buscando la letra de prisa pues ningún público le permitía jamás bajarse de una tarima sin cantarla.

Mi relación con Mercedes no fue jamás tan íntima como la de Mami. Ambas se adoraron a muerte. A pesar de que Mercedes era muy guardada, Mami se quedaba en su apartamento en Buenos Aires (donde ella vivía, propiamente) cada vez que iba. Tan pronto como llegaba, Mami -que era un torbellino de energía- revolucionaba la tremenda paz de ese recinto. Entonces comenzaban a llegar los maestros de tango, de chacareras, y cuanto bohemio había en esa ciudad (desde cantantes famosos hasta dependientes de tiendas, todos amigos de mi madre) y después de montarla un rato en casa de La Negra, se perdían por las peñas de la ciudad hasta el amanecer. Mercedes no iba con ellos casi nunca. Los despedía a todos con ese amor, como una mamá gallina y se quedaba en la casa pues ella era más de salir a cenar tranquilamente, algo que también hicimos varias veces en aquel viaje.

Yo me preguntaba cómo podía lidiar con tanto barullo siendo ella tan apaciguada y changuita con su salud e intimidad. No me atreví a preguntarle a la propia Mercedes pero un día que Mami no estaba cerca, le pregunté a María, que sabía todo sobre La Negra: “Es que tu madre representa ahora mismo en esta casa la alegría, Mari Mari. La alegría. Y sin eso, Mercedes no puede vivir”.

 

La vida en fast forward



Mari Mari Narváez
El mercado insiste en cambiar la naturaleza de las cosas. O cómo se explica esa manera de querer forzar el transcurrir del tiempo, de querer imponernos una nueva temporada sin siquiera habernos recuperado de la anterior.
Una entra a una tienda a finales de septiembre y se encuentra con una especie de mundo mágico donde conviven el regreso a clases con Halloween, Acción de gracias y Navidad. ¡Navidad! Si usted acude a las tiendas con cierta periodicidad sabrá que no estoy exagerando.
Entro. De primera instancia, me invade esa sensación de bienestar, de nostalgia y reinvención que provocan los adornos navideños y el olor a pino. Pienso muy fugazmente que mi vida volverá a cambiar, que el trabajo y las presiones cederán a ese espacio carnavalesco y melancólico; lleno y vacío, cálido y frío que trae consigo ese momento del año. Diez segundos después, sin embargo, me doy cuenta de todo. ¡Es un racket! Podrá oler a pino pero es un sentido absolutamente artificial de bienestar. Aún hay que trascender emocionalmente el verano, escribir y escribir cuanta cosa se les ocurre a las jefas para que los clientes estén felices; escribir para que la gente quiera a una más, para librar batallas campales con el ángel en la casa, ese demonio que nos paraliza ante la computadora y no nos deja ser.
Es un insulto que los comerciantes pretendan acelerar el tiempo con tal de vender bolas brillosas y copos de nieve plásticos. Confunden, alteran, frustran. No se detienen a apreciar las bondades del tiempo transcurrido naturalmente, simultáneo al paso mismo de la vida.
Para mí, la época navideña apenas comienza a anunciarse un día que siempre llega de la misma forma y siempre cuando menos me lo espero. Salgo a tiempo de la oficina con algo de apuro y obstinación. La mayor nimiedad se tiende entre mis pasos. Llevo las llaves en la mano y pienso en ese trayecto necesario hasta el hogar: reunión, supermercado, correo, farmacia; acaso un restaurante o la casa de un familiar. Abro la puerta hacia el estacionamiento y entonces la noticia me golpea la frente: El sol ha vuelto a cambiar. Literalmente, de un día para otro. Aquella claridad brillante de ayer y de los últimos meses a las seis en punto de la tarde ya no existe; comienza lenta pero consistente esa feliz oscuridad que siempre culmina en una gran fiesta de Navidad.
Ese día del cambio soy feliz de una extraña manera. De golpe viene primero esa tenue melancolía del tiempo transcurrido. Hay miles de formas de observar el tiempo, de atraparlo, de extrañarlo. Saber el día exacto en que el sol ha cambiado es una de ellas. Ayer ha cambiado. A las seis en punto de la tarde ya no era el mismo. Desde ayer, el sol es diferente y lo será hasta ese día en que, cuando menos me lo espere, volveré a tomar las llaves, volveré a entrar al ascensor como todos los días de mi vida. Volveré a dirigirme al estacionamiento pensando en el trayecto al hogar, en la cena, en las cuentas, en esas ganas de regresar a alguna parte. Ese día iré ensimismada en la nimiedad cuando abriré la puerta y sentiré una luz mucho más brillante que el día anterior. La tarde estará clara, un tanto caliente y ruidosa como si la ciudad entera no supiera la hora que es. Ese día, de golpe, volverá la tenue melancolía del tiempo transcurrido. Y luego de nuevo la alegría incierta de una nueva temporada.
Quién dice que no hay cambios de estación en Puerto Rico. Y cómo se le llama a ese cambio de luz, de actitud, de propósitos. Cómo se le llama a ese deseo, a esa familiaridad, a esas bondades que se intensifican en noviembre, diciembre y enero para luego regresar lenta, obstinada, renuentemente al tedio de la noticia diaria, a la escena de la economía privada, a la muerte súbita, a la alegría de imprevisto.
Pero no hay derecho. En un mundo en el que cada vez hay más regulaciones, más responsabilidades y menos ayuda y compasión para el individuo, sólo faltaba que también le quitaran a una el pasar del tiempo, que en última instancia es la medida de la vida.
Por suerte ahora sí, sin lugar a dudas ni probabilidad artificial, se acerca diciembre. Me dijo una amiga que en los primeros días de noviembre se quedó boba cuando, pasando por una calle, vio que, en un apartamento, una pareja montaba su árbol de Navidad con luces y todo. Cada quien hace lo que quiere, nada más faltaba que también fuéramos a prohibirles montar su árbol el día después de Halloween. Qué importa si son víctimas de los comerciantes precipitados. Seré sensata y me limitaré a desearles que les salga bueno el pino. Que el día del pavo no tengan que prohibir el paso alrededor del arbolito por aquello de que no se caigan las ramitas. Que el pobrecito no se les queme. Por lo menos no hasta que sea Nochebuena de verdad de verdad. El 24 quiero decir.