domingo, 24 de noviembre de 2013

Bodine


Mari Mari Narváez

A Jennifer
Ahora sé que pasó bastante tiempo sin que yo supiera de Bodine. Es la belleza del Internet: pasan los años y no tienes que enterarte de lo que no te interesa. Vine a saber de este pequeño personaje muy recientemente, a propósito de una carta lúgubre que recibí de UBS. 
Cuando mi madre murió, separé parte del dinero de su breve herencia y abrí una cuenta pensando en la educación de mis sobrinas, a quienes no podíamos asegurarles una mejor vida que la nuestra. 
Al tener noticia oficial de mi pérdida de activos, quise encontrar respuestas. Mi inversión había sido moderada, ni siquiera riesgosa. El problema tendrá sus dimensiones pero alguien tiene que asumir el peso de las cosas. ¿No es por eso que se le paga una fortuna a cierta gente?
Recordé a aquel señor mayor que una vez vi montado en un deportivo rojo, y cuyas gafas oscurísimas y gesto imperturbable me resultaron inquietantes. Era el señor de UBS. 
Buscando su rendición de cuentas, encontré a la Lolita criolla. No le creí a una amiga cuando me dijo que aquella criatura que hablaba de celebrar sus 21 años con una fiestecita de Barbie era la novia de este señor. “No es mi asunto”, pensé, y seguí buscando, ya no por Bodine, que debe tener padre y madre que la encaminen, si es que eso todavía existe. Pero entonces me iba enterando de los viajes exóticos de esta singular pareja: Brasil, China, Nueva York, las fiestas, el champagne. Vi las fotos de su ‘felicidad’ antropológica: el señor siempre impasible, con una sonrisita a medias, como engomada en el fondo; la niña siempre sorprendida de su pequeño poder. 
Los mercados serán complejos. Pero no dejo de pensar en mi mamá: 20 años luchando con el cáncer, trabajando como leona en plena quimio, pidiendo prestado, perdiendo su casa, resolviendo como podía pero siempre pagando su seguro de vida.
Como comprenderán, aunque nadie se haga responsable de nada en este País, saber que esta niñita superdesarrollada tuvo su fiestecita de Barbie, me consuela mucho. Me parece verlos en el deportivo rojo, muy sonrientes, musitando: “Let them eat cake”.











jueves, 22 de agosto de 2013

Apretada en mi pecho


Por Mari Mari Narváez



No soporto más esta ira.

Siempre he sido de lo más moderada. Dentro del radicalismo silvestre que existe en toda independentista, siempre he evitado caer en fundamentalismos de cualquier tipo. Hasta le he reído las gracias a algún macharrán y he criticado en la intimidad del hogar a una que otra feminista ortodoxa. De hecho, últimamente sólo quiero la paz para el mundo (igual que las Misses y las primeras damas y las princesas) y desconozco cómo me he permitido esta rabia que me viene calentando desde anoche y que esta mañana me quiere explotar donde mejor puede: ante el teclado.
No me da la gana de aceptar que Miss Universo sea “la digna representante universal de la mujer” como repetía el gringo ese que estaba de maestro de ceremonia en el concurso de Miss Universo. Tampoco me da la gana de aceptar que Cynthia Olavarría haya hecho una “digna representación de la mujer puertorriqueña” como repiten todos (y todas) los que tocan el tema en la radio, en la prensa, en la televisión, en la esquina. Espero que mi madre, donde sea que esté, no haya interrumpido su paz, el eterno descanso ese del que hablan, escuchando esas imbecilidades. 
Tampoco me da la gana de aceptar que la belleza de las mujeres caribeñas deba utilizarse como atractivo turístico como dijo un periodista de mucho renombre esta mañana (no que no lo hayan hecho ya. Sólo hay que ver esos anuncios de las compañías de turismo con mujeres esbeltas y sólo un tin morenitas tomando piña colada frente al inmenso mar azul).
Los concursos son los concursos y me imagino que la mayoría de las mujeres que participa en ellos no se da cuenta o no le interesa o no cree que éstos perpetúan la estigmatización, la subestimación, estupidización y todos los ‘ción’ no sólo de ellas sino de todas las mujeres del mundo. Lamentablemente, es la vía que toman muchas jóvenes para coronar sus sueños de ser modelos, estrellas de la televisión, actrices, cantantes, ¡Hasta periodistas!
Sin embargo, no es sólo la mera existencia del concurso lo que me revienta sino las reacciones de los politólogos mañaneros y otros periodistas alabando la participación de la “beldad boricua” (¿alguien alguna vez utiliza esa palabra para algo que no sea una Miss?). No sólo la alaban físicamente, lo cual no me resultaría malo. La chica es muy bonita y todo lo que quieran. Esta mañana (escribo esto un día después del concurso) la alababan, veneraban, la felicitaban reiteradas veces por su “brillante participación”, por su “gran respuesta” a la pregunta de rigor que hacen a las últimas cinco finalistas.
Si la vergüenza me quería matar anoche… Lo siento pero no puedo evitarlo. Seré reaccionaria, conservadora, los posmodernos que me llamen como quieran pero, mientras la veía contestar la pregunta sobre qué frustración en su vida le había servido más como aprendizaje, me preguntaba qué pensarían las cientos de miles de mujeres que recientemente perdieron a sus hijos, a sus esposos, a sus amigas, a sus madres, en el tsunami que tomó desprevenida a Tailandia (país donde se celebró el concurso) y otros países vecinos en plena Navidad pasada. 
Mientras nuestra Miss contaba (en su inglés enredadísimo. ¿Alguien entendió todo lo que dijo?) con tanta solemnidad la gran frustración de su vida: perder en su primer concurso de Miss Puerto Rico, yo sólo sentía deseos de esconderme debajo de la sábana para que las mujeres de Tailandia, de la India, de Indonesia, Sri Lanka, todas las que sufren y sufrirán por siempre la tragedia natural más brutal de nuestros tiempos, no pensaran que, por estar viéndolo, yo celebraba la estupidez generalizada del maldito concurso ese que nunca ha debido existir. Y ahora que me perdonen la linda Dayanara, Marisol la 'zen', Denise la dulce y natural, Deborah la semi-inteligentona, todas me perdonan, no tengo nada en contra de ustedes, de sus famas, de sus carreras y sus sueños que son tan legítimos como los míos; no tengo nada personal en contra de quienes defienden a la Miss Universe porque exacerba nuestra puertorriqueñidad. Pero yo, tan moderada, tan poco dada al extremo o al fanatismo político, sólo tenía deseos de huir -así mismo, según estaba, en tishél, con el pelo enredao’, descalza, con la sábana amarrada al cuello como la mujer maravilla- hasta el coliseo tailandés y allí, en plena entrada y salida de los automóviles, acostarme en el piso con una pancarta enorme que leyera: ‘Muerte al concurso’, ‘¡Basta ya!’, ‘Dignidad ahora’. O lo que fuera. Cualquier cosa que expresara mi indignación, mi vergüenza ajena, mi rabia. Una frase escogida al azar de entre todas esas que se usan en todas partes. Algo que me tranquilizara, que me consolara, que me prometiera que al otro día volvería a mi micro-vida habitual donde las mujeres son sabias y respetables.
Pero mi situación empeoraba. Tanto, que comprendí mejor que nunca a los kamikazes. Para serles sincera, la afinidad fue tanta y tan repentina que me aterroricé. Y sólo la mera posibilidad de que me fuera a dar un ataque de mártir me devolvió a mi hermosa y cerradísima realidad: a mi mundo más próximo donde la gente me quiere por lo que soy, por lo que hago, y no por la ropa que me pongo para verme más flaca.  
Por eso, después de asegurar que ganaría la canadiense (sí, porque recuerden que la inteligencia y la elocuencia tienen su importancia en estos certámenes. Tanto, que sólo les permiten hablar a las últimas cinco finalistas), y esperar el desenlace (qué más da), me escondí completamente debajo de las sábanas y me dormí con Elfriede Jelinek -¡Viva por siempre Elfriede Jelinek!- apretada en mi pecho. Lo más apretada en mi pecho que pude.

jueves, 20 de junio de 2013

Si tan solo Pérez Reverte tuviera un ángel (cualquiera)



Mari Mari Narváez
Especial para En Rojo




Nada peor que un escritor casi sesentón con exceso de nostalgia y autoestima. Pobre del par de mujeres que le pase de frente y lo mire, porque el señor no pensará que lo observan dado que le reconocen por sus libros o por el periódico (o porque lleve un pedazo de espinaca atorado en un diente). No, el escritor nostálgico y confiado pensará que lo miran con pasión y sentido de posibilidad. Peor aún, cuando se acerque su próxima entrega periodística y no encuentre qué escribir, publicará una columna dominical sobre aquel par de mujeres inofensivas: “unas focas desechos de tienta que pasan junto a nosotros, vestidas con pantalón pirata, lorzas al aire y camiseta sudada; creyendo, las infelices, que nuestro ‘por allí resopla’ va con ellas”.

      Sí, esas palabras son de Arturo Pérez Reverte, quien cuenta que paseaba con Javier Marías, otro escritor español, cuando ocurrieron los hechos que relata en la nota, titulada Mujeres como las de antes.

      En su columna sindicada bajo el nombre Patente de corso y publicada en los diarios El País de España y La Nación de Argentina, el escritor se lamenta muchísimo de que las mujeres ya no sean como antes (o sea, como en sus tiempos).

      “Mujeres de esas que pisaban fuerte y sentías temblar el suelo a su paso. Mujeres de bandera”, dice, y continúa explicando: Las que se ponían “esas medias con costura sobre zapatos de aguja, comenta Javier con sonrisa nostálgica. Esas siluetas, añado yo, gloriosas e inconfundibles: cintura ceñida, curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta las rodillas. Etcétera”.

      Dice el escritor que aquello no sólo se veía en el cine sino en la vida real (lo duro de la nostalgia irreversible, la del tiempo transcurrido, es que siempre glorifica patéticamente el pasado).

      “Hasta las niñas, en el recreo, se recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones, falda”, dice el escritor. “En aquel tiempo, las mujeres se movían como en el cine y como señoras porque iban al cine y porque, además, eran señoras”.

      Ese caché ya no ocurre, insiste, pues “no se pasa así como así de sentarse despatarrada, el tatuaje en la teta y el piercing en el ombligo a unos zapatos de Manolo Blahnik y un vestido de Chanel o de Versace”.

      Pero ojalá se quedara ahí no más el artículito. No. Tal parece que, ante la falta de experimentación en sus novelas, quiso compensar con esta columna, impregnándola con algo de shock, que está muy de moda.

      Entonces remetió escribiendo que, en su paseo de ligones frustrados por la Puerta del Sol de Madrid, a él y a Marías se les cruzó "una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo".

      Imagínense. ¿No se suponía que los hombres de antes (como éste) tuvieran finos modales de caballeros? De seguro ya Pérez está muy viejo para aprenderlos, lo que no hace sino agudizar la ausencia de esa noción tan básica y valiosa que todo escritor debe aprender a manejar: el silencio.

      Traducido a la hoja, la ausencia de sonido es un espacio vacío, una palabra no escrita, una idea enterrada, algo de lo que se puede prescindir. “El silencio es lo que no tiene precio mientras las palabras se abaratan de tanto usarse”, escribió el poeta Oliviero Girondo.

      No se escribe todo lo que se piensa, Sr. Pérez. La censura es censurable, mas no así la autocensura, que es sólo una herramienta social de las más básicas. De hecho, yo creía que era instintiva pero veo que estaba equivocada. Entonces, señor Pérez, a ver si le repito para no dejar lugar a dudas: Mire, hay cositas tan y tan aberrantes que pasan por nuestras mentecitas que, no importa si se es el mejor escritor del mundo, cuando no es ficción lo que se está escribiendo, una se las queda.

      ¿Alguna vez ha escuchado ese lema central de la moda que dice ‘less is more’? (Permítame traducírselo por si no maneja usted el inglés: ‘Menos es más’). Pues sepa que el dicho de los diseñadores es también absolutamente pertinente para los escritores.

      Sé que sería mucho pedirle que no pensara como un sicópata. En el mundo de la mente, como en el del corazón, no hay manipulación que valga. Pero un poco de silencio, don Arturo, tan solo eso, no le viene mal ni al artista más estrambótico.

      La verdad, ahora que lo pienso, a mí me encantaría decir a los cuatro vientos y a nombre de todas mis amigas solteras que ya los hombres no son lo que eran. Una tiene que aguantar chocarse con ellos en las tiendas (ese espacio que solía ser de esparcimiento y respiro femenino) y pelearse en las góndolas por objetos que no se suponía que les pertenecieran (pinzas, cremas olorosas, productos para el cutis, correas, ¡hasta carteras!).

      “Es la posmodernidad”, tiene una que decirse. “Y también los hombres tienen que liberarse”.

      Me encantaría admitir públicamente que cada día es más cuesta arriba para las mujeres hallar aquella virilidad prometedora de las películas de Robert Redford. Pero me lo callo (oops!); primero porque mis maestros periodistas me enseñaron a evitar la generalización. Y segundo, porque soy una mujer de este tiempo, que es el único de mi vida. Si una no vive enamorada de su tiempo no veo cómo pueda enamorarse de un hombre en vida; y eso, honestamente, sería demasiado funesto para mi débil espíritu.

      En los años 20 del siglo XX, Virginia Woolf escribió en su ensayo El ángel en la casa que, a la hora de escribir, las mujeres tenían un ángel detrás interponiéndose entre lo que pensaban y sentían y aquello que escribían. Si bien Woolf utilizó esa idea para explorar la represión emocional a la que estaban sometidas las mujeres, sobre todo las escritoras, cuando releo el ensayo, se me antoja preguntarme: ¿Qué pasó con el ángel de ciertos escritores?

      Y es que vuelvo a ese párrafo homicida y me doy cuenta de que no tengo cuerpo pa’ eso, como dicen los españoles.

      "Una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo".

Díganme la verdad. ¿Qué es lo que le pasa al baboso este?

sábado, 11 de mayo de 2013

Todavía despierta ante tu muerte



Por Mari Mari Narváez

Esa última mirada no la recordamos pues todo fue un ir y venir, o un abrir y cerrar de esas miradas, la mayoría sorprendidas, hasta cierto punto desesperadas; cual víctimas de lo desprevenido; de lo desentendido podría ser. Entonces creo que nos escuchaste cuando murmurábamos con bastante inseguridad que respirabas, que a tus animales internos no les faltaba oxígeno sino vida.

Tratábamos de engañarte, de engañarnos, según se hacía esencial la resignación. Que si era breve el tiempo, que si breves también los sofocos, los destiempos de esos minutos larguísimos y a la vez tan rápidos. Minimizábamos la enorme y super conocida complejidad de ese desarraigo final. Pretendíamos subestimarlo todo: la mortalidad, el catéter; la transición, el sedante; el último deseo, la poquita sangre que te salía por un huequito. Subestimarlo todo porque, en la última instancia, ahí donde no quedan remedios, la gente se vuelve más simple y más dócil que nunca.

Entonces tú seguías asumiendo esa postura práctica de siempre que tan poca gente te conoce. Esa postura de lo natural. Hacer que se hace todo sin grandes dramatismos. Contrario a tu vida. Nada de últimos besos ni últimas palabras mordaces ni repasos de la vida al pie de la cama. Nada de grandes despedidas ni de demasiadas lágrimas; de explicaciones grandilocuentes ni salidas graduales ni últimas cenas. Tú, nosotras. Nada de manos juntas ni sudorosas. Como si no hubiesen últimas palabras individuales, como si la familia fuera una concha completa que no se divide en individuos.
Es absurdo, dijo alguien al aire cuando el hombre que no se movía de tu lado dijo que buscaría el no sé qué. Como quien dice que iba a buscar un café lo dijo. No lo sabíamos, pero ese no sé qué era una máquina todopoderosa que llegó más rápido de lo que se cuela un café. Habías cedido al fin al sedante. Primero no te tomaba la sangre. No te tomaba nada. Puedo dar fe de que usaste tu última partícula de energía. El hombre al principio dudaba pero se levantaba, y como un resorte, cogía vida, y coraje, y apretaba un botón y se aligeraba el paso de las gotas que te entraban por el brazo trazado de violeta.

Y entonces parecía que no pasaba nada pero pasaba. Y tú ibas cediendo y el sedante sedándote. Y tratabas de abrir los ojos pero él te los cerraba. Y poco a poco comenzabas a abandonar el papel de moribunda y tomabas el papel final y firme que en ti parecía el de la tregua. Una tregua triste -tristísima, se te notaba- pero justa, afrontada, profunda y absoluta.

Caíamos ya en la resignación aparente, en la languidez de la madrugada, cuando comenzó el escalofrío. Todavía podía tolerarse. Entré de nuevo. Sabía que seguirías dormida en tu tregua. Respirabas poco, lento. Nos lo decía la máquina todopoderosa. Ya todo lo tuyo lo dictaba ella; sin titubeos, sin ansiedades, sin conciencia ni recuerdos. Sin saber que la alfombra blanca iba en el baño y el agua en una copa de cristal, que el panty debía ser nuevo y el lápiz rojo, y de Christian Dior.

Respiraste menos. Tardabas. Los números de la máquina descendían suave, delicadamente. Tu pecho se movía pero luego se movía menos y luego apenas se movía y después no se movía hasta que no se movió más. Ella miró a todas partes con cuestionamiento en los ojos como las actrices cuando hacen de locas y un papelito blanco se disparó de la máquina igual que en las ATH cuando te sale el recibo que sabe todo sobre ti.

No te moviste ni respiraste ni miraste por última vez ni recomendaste nada. Con un magno escalofrío, intolerable, compartiste conmigo la tregua para que me fuera tranquila por la autopista y me durmiera como cada día. Como cada día, pero con tu pan repartido.

Lo demás es un gentío de voces que por suerte se va alejando a las doce en punto de la noche; tocar cada objeto de un cuarto y vaciar una casa inmensa; llorar con fiereza, llorar con soledad, llorar con descanso y con desorientación en el baño, en el auto, en el libro. Lo demás es volver a la vida, vivirla como tú, sentirla como tú.
Entonces una despierta nuevamente, se restrega los ojos y vuelve a ser estable, moderna, infinita. Y se desprende. En ese eterno regreso se vacían nuestras mariposas.


(Publicado en Fuera del quicio, En Rojo, en 2004).